Sociedad

La cultura fluida (o por qué necesitamos encajonarnos)

La etiqueta valdría, para muchos, como antídoto inconsciente al malestar de nuestro tiempo. En las sociedades líquidas, permite reducir la ansiedad que produce lo móvil.

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28
junio
2023

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Desde que la obra del sociólogo polaco Zygmunt Bauman alcanzó gran preponderancia –siempre articulada en torno a realidades fluidas, fruto de una infraestructura flexible y líquida como la actual–, entendemos que nuestros referentes y valores sociales, también culturales, son fluidos, líquidos. Una manifestación de tal fenómeno, muy llamativa y presente en nuestro mundo mediático actual, serían los géneros e identidades sexuales fluidas, como emanación o epifenómeno de una infraestructura social líquida, en última instancia, de corte neoliberal (al menos, esa es la teoría de Bauman). Estas manifestaciones supuestamente rompedoras serían, de acuerdo con este modelo, un producto de un neoliberalismo emocional sustentado en una base económica propia del capitalismo tardío; sumamente variable y flexible.

Naturalmente, la cultura también se ve afectada por tales vaivenes estructurales, surgiendo formas de cultura líquida caracterizadas, ante todo, por una enorme precariedad. A su vez, la producción cultural, como forma de placer, pasa a ser parte intrínseca de la existencia: el ocio se convierte en trabajoso y el trabajo ha de ser una forma de ocio; siempre vocacional y apetitivo. De este modo, la cultura halla lucro, generalmente, a través de la experiencia inmediata (concierto, conferencia), no tanto por vía de un bien de consumo fechitizado, fijado en un objeto material. Lo fijo desaparece en pos de lo vaporoso y móvil: la experiencia no mediada por el objeto.

También la cultura de la autoayuda, de la resiliencia, la gestión de sentimientos y emociones (que hoy atraviesa y conforma la realidad y discurso de muchas personas, particularmente los jóvenes) sería deudora del contexto económico recién referido. La globalización sería, al mismo tiempo, elemento fundamental para explicar la necesidad del coaching y el enorme éxito de la autoayuda.

Ya en la Antigüedad surgieron los primeros ‘coach’ en Occidente, los famosos sofistas, y los primeros textos de autoayuda

Igualmente con la decadencia y muerte de la polis griega en la Antigüedad surgieron los primeros coach en Occidente, los famosos sofistas (filósofos itinerantes que enseñaban a vivir y conducirse a los jóvenes de buena familia), y los primeros textos de autoayuda, los manuales de conducta de los estoicos. También en el primer siglo después de Cristo, como hoy, gozaban de gran éxito libros como De la felicidad, del estoico romano nacido en la Península Ibérica, Lucio Anneo Séneca. Tras las conquistas de Alejandro Magno y la desaparición de la polis y los modelos previos de conducta, en un mundo globalizado, el individuo anhelaba normas de acuerdo con las cuales conducirse.

No cabe duda de que la apertura total de opciones y posibilidades crea una enorme ansiedad en el ser humano, y, siendo tal diversidad de posibilidades un rasgo característico del mundo abierto, global, este siente la necesidad de consejo, de regirse por una normatividad ajena o exógena (nunca fruto de una libre elección). Las rígidas costumbres de la polis (en nuestro caso contemporáneo, del pueblo, la provincia, la ciudad local previa a la globalización económica y digital)  proporcionaban, al modo de los instintos animales, unos hábitos de conducta que no daban pie a la libertad plena de elección, por tanto, reduciendo enormemente la ansiedad e infelicidad que genera la indeterminación. Hay que decir que el «miedo a la libertad», como diría Erich Fromm, es un rasgo típicamente humano. 

De este modo, pues, tanto la globalización como la excesiva fluidez de la infraestructura económica y relacional son elementos que generan una sensación de indeterminación, la cual ha de ser contrarrestada por elementos e identidades fijas, de acuerdo con las cuales operar en el mundo. En este sentido, las etiquetas resultan fundamentales, pues al etiquetarnos, consumir determinadas identidades, autorepresentarnos y presentarnos como esto o lo otro (identidades siempre fijadas de antemano), estimamos que logramos cierta estabilidad, fijamos aquello que aspiramos a o creemos ser.

El lado negativo es que al etiquetarnos, lo que logramos es encajonarnos o limitar enormemente las posibilidades de nuestra experiencia y nuestro ser. Es muy común toparse hoy con gentes que dicen ser cinéfilos, mitómanos o melómanos. Estas etiquetas, que emplean para halagar su autoimagen y que son utilizadas también para presentarse ante otros bajo una luz positiva, en realidad sirven para coartar su actividad y limitar drásticamente los caminos a recorrer.

Sin embargo, quizás sea esa su intención inconsciente: anular toda forma de libertad y abolir así la ansiedad que esta produce. Adoptando tales etiquetas, uno cree estar enalteciendo su ser, cuando, en realidad, genera de este modo una estricta restricción en la libertad efectiva. Aunque, como ya he dicho, la libertad es, posiblemente, la enemiga a batir por este medio, pues es la infinidad de opciones y la inestabilidad estructural parecen ser la fuente de todo desasosiego e intranquilidad que caracterizan la experiencia posmoderna del ser humano. La etiqueta, pues, valdría, para muchos, como antídoto inconsciente a ese malestar de nuestro tiempo.

 

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