Opinión

No es país para escritores

El escritor español aspira a ser un intelectual, que es lo que ha aprendido mirándose en el espejo de Francia, el país más prestigioso culturalmente. No obstante, la tribuna que se le concede no va acompañada del interés social. El resultado es sencillo: ínfulas, pero no dinero.

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10
mayo
2023
‘La pasión de la creación’, por Leonid Pasternak.

España es un país donde no se lee, como todo el mundo sabe, y donde sin embargo el escritor sigue teniendo un prestigio social importante y un aura resplandeciente, lo que provoca unas tensiones que han ido perfilando su silueta autóctona y diferenciándola de la de sus colegas en los países vecinos. 

En Francia, por no irnos demasiado lejos, el escritor tiene una base lectora mucho más potente, así como un renombre todavía mayor y acorde con el prestigio de la literatura en el país de La Fontaine. No olvidemos que desde los tiempos de Napoleón, y sobre todo de Napoleón III, Francia no ha dejado de perder guerra tras guerra y sus pretensiones imperiales han quedado, y para bien, reducidas a la cultura. Insisto en que así debería ser. Uno se quita el sombrero, por ejemplo, ante la cantidad de buenos vinos y quesos de este país, que es al resto de Europa lo que Japón es al mundo, es decir, el rincón más civilizado del viejo continente. Por centrarnos en lo nuestro, Francia tiene la literatura más evolucionada y preciosista de la parte occidental del orbe. No se puede entender la literatura universal sin pasar por Balzac, Baudelaire, Flaubert, Zola o Valery, y es solo un botón de muestra. 

En Francia, el escritor tiene tendencia a subirse al púlpito para sermonear a la sociedad. En ese sustrato ha nacido el escritor intelectual, cuyo ejemplar más perfecto sería el Zola de Yo acuso –¡cuánto habría dado yo, ay, por escribir algo semejante!– y cuya prolongación sería Sartre, que ejerció ese sacerdocio intelectual con su generación, o Bernard-Henri Lévy, que es como una versión degradada y con camisa blanca. El propio Houellebecq goza, a su manera oscura y torturada, de una enorme atención pública, y tiene una tribuna inmejorable para lanzar sus mensajes en clave de novela de ideas a la sociedad. Los libros en el Hexágono son cualquier cosa menos mensajes en botellas rotas.  

«En Francia, el escritor tiene una base lectora mucho más potente que la nuestra, así como un renombre todavía mayor»

En Inglaterra, que es otro gran granero de escritores universales –compruébese cuan vinculado está el mayor o menor número de figuras mundiales de la literatura a la potencia económica y política de un país–, lo que han mantenido a ultranza, desde siempre, ha sido el culto de la ficción. Los formalismos franceses no van con el carácter anglosajón. En Francia, lo primero que te dice un editor cuando te habla de un texto es algo así como oh, quelle belle écriture! Allí se han olvidado del fondo de la cuestión, se han quedado mirando el dedo del sabio que apunta a la luna, si se quiere. O a lo mejor es que son más listos que ninguno y han entendido, como nos machacaba obsesivamente McLuhan, que el medio es el mensaje. En Inglaterra, en cambio, se rinde culto a la ficción y a la fantasía: los niños crecen en un ambiente atiborrado de cuentos de hada, algo que a nosotros no deja de sorprendernos, y de ahí salen universos tan delirantes como los de Lewis Carroll o algunas canciones de John Lennon.  

Inglaterra es por eso mismo la patria de Harry Potter. Allí donde los franceses han acabado volcados en la escritura y han derivado, muchos, en la autoficción –y creo que Christine Angot, Emmanuel Carrère y Houellebecq son casos suficientemente ilustrativos del «genio» literario francés actual–, los anglosajones nunca perdieron el gusto, ingenuo o no, por contar una historia. Y así, Harry Potter, quizás la ficción más influyente de los últimos 50 años, no podía ser sino británica. Al igual que, si echamos la vista un poco más atrás, tanto El señor de los anillos como Tarzán de los monos, La isla del tesoro o Frankenstein. No hay país que haya cultivado más y mejor el arte de contar historias.  

«El escritor español pasa penurias: está condenado a un tipo de bohemia triste, castiza y a ratos sencillamente deprimente»

Pese a ser una antigua colonia británica, en Estados Unidos la situación es diferente. Allí los escritores viven dispersos, unos en granjas, otros en ciudades pequeñas, y se dedican con ahínco a la ficción como sus pares británicos, pero de manera más desperdigada. Stephen King escribe sus locuras desde Maine. A Hunter Thompson, en su época, había que tener cuidado al visitarlo en su cabaña de Colorado, no fuese que te recibiera escopeta en alto. Están los neoyorquinos como Paul Auster, eso sí, que serían los estadounidenses más cosmopolitas, si bien lo son tanto que los demás compatriotas, y especialmente los del Medio Oeste, ya los tachan directamente de «europeos», y con eso los excomulgan. El localismo, allí, es religión.  

¿Y en España? Pues en España diría que tiramos hacia Francia, pero sin llegar a ser Francia. El escritor español aspira a ser un intelectual, que es lo que ha aprendido mirándose en el espejo del país vecino, el más prestigioso culturalmente, con el problema de que la tribuna o púlpito que se le concede no va acompañada del interés social que suscita la obra escrita en el Hexágono. Faltan parroquianos. El resultado es un aparentar y no llegar, un quiero y no puedo, y –lo más importante– un tener ínfulas y galas, pero no dinero. No habiendo excesivas ventas –el mercado español no llega a la mitad del francés–, el escritor pasa penurias: está condenado a un tipo de bohemia triste, castiza y a ratos sencillamente deprimente. 

La única salida digna económicamente es la prensa. No hay otra. Y eso hace que el escritor típicamente español en lo que se convierte es en escritor de periódicos. Los mayores talentos literarios a este lado de los Pirineos han sido leídos en prensa. Desde Larra a Umbral, pasando por Ruano o Alcántara: es el destino natural del escritor profesional español, el único espacio con una retribución mínimamente correcta. El problema es que el escritor en prensa no hace obra, libros, y se deshilacha, por decirlo así. Y es lo que ocurre con un Ruano o un Umbral que se deshilvanan por el camino y sus mejores destellos prosaicos, que suelen estar en los artículos, se pierden. 

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