Sociedad

«La imagen habitual del nihilismo me parece demasiado sesgada e injusta»

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03
mayo
2023

El filósofo y catedrático Jesús Zamora Bonilla (Madrid, 1963) acaba de regresar al panorama literario con ‘La nada nadea‘ (Deusto), ensayo donde traza el recorrido del nihilismo desde sus orígenes hasta la actualidad.


¿Sigue estando vigente el nihilismo? ¿Qué puede aportar –de beneficioso, de perjudicial– a nuestro tiempo?

Según mucha gente, tanto desde dentro de la filosofía académica como desde fuera de ella, no solo es que el nihilismo esté vigente, sino que el nihilismo es algo así como el modo de pensamiento más propio y más característico de nuestra época. Pero, como digo en el libro, el nihilismo es más bien una filosofía huérfana, porque prácticamente no hay ningún filósofo o filósofa que se haya definido como nihilista, y en cambio son legión aquellos que intentan ayudarnos a «superar» el nihilismo o a «enfrentarnos» a él.

Por otro lado, la imagen habitual del nihilismo me parece demasiado sesgada e injusta. En principio, el nihilismo consiste en una tesis bastante simple y, en nuestros días, cuasi-trivial: que no hay la más mínima base racional para pensar que el mundo, la vida y la existencia sean el tipo de cosa que tiene, ni debería tener, algo así como un «propósito» o un «sentido», sobre todo si concebimos este «propósito» como algo trascendente. En este sentido, podemos identificar el nihilismo con lo que Max Weber llamó, hace ya más de un siglo, el «desencantamiento del mundo», resultado por una parte del triunfo de la concepción científica y naturalista de la realidad, y por otra parte, del auge de la democracia liberal, que se basa en la idea de que el orden político no se puede fundamentar en ninguna concepción determinada y excluyente del «bien supremo». En cambio, tanto quienes critican el nihilismo, como la mayoría de quienes de algún modo lo han adoptado, añaden a esa sencilla tesis otras ideas que, en mi opinión, no se siguen en absoluto de la primera: por ejemplo, la idea de que el nihilismo nos obliga a tener una actitud tenebrosa y desilusionada ante la vida, o la idea de que negar la existencia de valores trascendentes y absolutos implica inevitablemente la destrucción de «las cosas buenas de la vida», etcétera. Esta última idea en particular me resulta especialmente molesta: seguro que la sociedad actual tiene problemas muy graves, claro que sí, pero no hay ninguna prueba de que esos problemas estén causados por algo así como «el nihilismo», y en realidad, lo que muestra la historia es que la vida en las sociedades del pasado, que no eran nada nihilistas, fue por lo general muchísimo más penosa que en nuestra época.

¿Se considera usted nihilista?

Lo cierto es que, hasta hace muy poco, nunca había pensado en mí mismo como un nihilista, pues, como casi todo el mundo, tendía a asociar ese concepto con su habitual caricatura derrotista, cínica y autodestructiva. Pero al leer el año pasado varios textos «contra el nihilismo de nuestro tiempo», en los que, en gran medida, se identificaba ese nihilismo con el positivismo y el relativismo ético, que sí que llevo mucho tiempo defendiendo, me di cuenta de que, en realidad, yo sí que era un nihilista. Repito, nihilista en el más elemental sentido de no aceptar que la vida tenga un propósito, ni, sobre todo, que tenga por qué tenerlo, ni que tenga que ser un drama el hecho de que no lo tenga. Al pensar esto, caí también en la cuenta de que, quien se considera nihilista porque encuentra muy deprimente el hecho de que la vida carece de sentido, en realidad no es un nihilista hasta sus últimas consecuencias. Porque si eso lo encuentra deprimente, es porque en el fondo todavía piensa que la vida «debería» tener algún sentido trascendente para poder vivirla con alegría… ¡Y es justo esto último (la necesidad de un sentido) lo que el nihilismo niega! En La nada nadea intento defender que un nihilismo liberado de todas aquellas connotaciones sombrías, lo que llamo un «nihilismo amigable».

«Quien se considera nihilista porque encuentra muy deprimente el hecho de que la vida carece de sentido, en realidad no es un nihilista hasta sus últimas consecuencias»

¿Existe alguna relación entre nihilismo y el marcado carácter consumista de nuestro tiempo?

Por supuesto. De hecho, uno de los últimos apartados de La nada nadea se titula precisamente Una defensa apasionada del consumismo. Quizás la más certera imagen del nihilismo contemporáneo fue la que ofreció Nietzsche con su fábula del «último hombre»: esa clase de seres humanos que solo se preocupan por el consumo y el bienestar. Al fin y al cabo, si hemos dejado de creer en la necesidad de valores trascendentes, son los valores inmanentes (o sea, materiales, concretos, de aquí y ahora) los que más nos van a atraer. Podemos llamar «consumismo» a eso, o «materialismo», si queremos. Aunque no necesariamente «egoísmo», porque uno puede preocuparse porque toda la sociedad goce del mayor bienestar material posible. Tampoco quiere decir que solo nos motive el consumo de «bienes materiales», pues para el materialista no es que no exista lo espiritual, sino que lo que llamamos «espiritual» es en realidad igual de material que todo lo demás: es parte del funcionamiento biológico de nuestra psique. O sea, que uno puede ser «consumista» y querer «consumir» placeres como los de la buena música, la buena conversación, la buena literatura, la contemplación de un hermoso paisaje, incluso la meditación (los servicios de un buen maestro de meditación no dejan de ser un bien de lujo, al alcance de pocos bolsillos).

Pero fijémonos en la inconsistencia que suele esconderse tras las acusaciones de «nihilismo»: por una parte, para Nietzsche el ser humano consumista y preocupado únicamente por el bienestar material sería la apoteosis del nihilismo; pero, por otra parte, el propio Nietzsche y sus seguidores también acusan de nihilista a cosas como la metafísica de Platón y la fe cristiana, para las que el consumismo contemporáneo sería más bien una aberración moral. En realidad, creo que lo que se esconde tras esta paradoja es la tendencia a usar «nihilista» como un mero insulto que significa «todo aquello que no me gusta de la sociedad actual».

Hay una idea que aparece en el libro y es la de progreso. Está especializado en Filosofía de la Ciencia, por lo que conoce la importancia del método científico. ¿Es correcta la manera en que definimos y acometemos la noción de «progreso»? ¿Existen otras maneras de progresar además de la positivista y occidental?

La noción de progreso –que es precisamente el tema del que tratará mi próximo libro– ha sido muy debatida en muchas ramas de la filosofía, y desde luego no se ha llegado nunca a un consenso sobre su significado ni sus implicaciones. En realidad, un nihilista no necesita (¡naturalmente!) creer en la existencia de algo así como «criterios objetivos de progreso». Para el nihilista no existen valores absolutos, pero sí que existen las valoraciones y los criterios o preferencias subjetivos de cada cual, y, desde ese punto de vista, cada uno juzgará si ciertos procesos históricos han constituido o no un progreso. También es cierto que casi todos los casos que a alguien le puedan parecer «un progreso» contendrán también cosas buenas que se hayan perdido, y unos las juzgarán más importantes y otros menos. A mí, personalmente, me parece que la mayoría de la humanidad vive ahora bastante mejor que como se había vivido hasta hace cien o doscientos años; si a esto queremos llamarle «progreso a la occidental» o «progreso positivista», pues no me pelearé por las etiquetas. Pero entiendo que haya a quien le parezca que lo que ha desaparecido era más valioso que lo que hemos logrado, y que, por tanto, no ha habido algo así como un «progreso en términos netos», o que otras formas de progreso serían preferibles. Tampoco pretendo que a todo el mundo le guste la misma música que me gusta a mí.

«Declararse “anti-científico” te puede hacer sentir más popular o más inteligente en ciertos contextos, pero esto no es más que una forma de “postureo”»

Precisamente en un capítulo del libro intenta aclarar a los lectores la relación entre «fe» y «ciencia» dedicando algunas páginas al término «cientifismo». En estos últimos años en los que se ha puesto en duda el método científico durante los momentos más duros de la pandemia del coronavirus, ¿podríamos encontrarnos ante un periodo de crisis en la conciencia científica?

Un punto que intento defender en el libro es que, a pesar de los frecuentes posicionamientos aparentemente anti-científicos, la verdad es que en nuestra época todos somos positivistas: incluso quienes critican algunos aspectos de la ciencia actual o de su uso y aplicación, lo que están diciendo en el fondo es que se está tomando como «conocimiento científico» algo que en realidad «no está lo suficientemente demostrado»… ¡Pero considerar que lo «científico» es lo que está «suficientemente demostrado» es justo en lo que consiste el positivismo!

Por otro lado, yo diría que hay como máximo un uno por ciento, y seguramente muchísimo menos, de conocimientos científicos reales que estén siendo puestos en duda por los «anti-científicos»: la verdad es que la inmensísima mayor parte del conocimiento que se genera y se utiliza en los procesos de investigación científica, tecnológica e industrial no despierta ninguna preocupación en casi nadie. Casi todos utilizamos de manera totalmente natural y automática los productos de esos conocimientos sin hacerles el más mínimo asco. ¿Quién pone en duda la validez del conocimiento sobre las ondas electromagnéticas al utilizarlas para ver una serie de televisión, o la química que sirve de base al material del que están hechas sus gafas? Incluso los antivacunas suelen aceptar sin una sola mueca la mayoría de los medicamentos que les recetan cuando están enfermos o la anestesia si les van a operar (aunque la tasa de mortalidad por errores con la anestesia es inmensamente mayor que la debida a las vacunas). Tampoco quienes creen que la tierra es plana se preocupan mucho, cuando viajan en barco o en avión, de asegurarse de que los pilotos no utilicen cartas de navegación que presupongan que la tierra es esférica. Lo que sucede, en mi opinión, es que, por desgracia, declararse «anti-científico» te puede hacer sentir más popular o más inteligente en ciertos contextos. Pero esto no es más que una forma de «postureo» en la mayor parte de los casos.

Volviendo al libro, en él no solo habla de nihilismo, sino que recorre alrededor de esta postura vital para abarcar un recorrido por el presente y el pasado de multitud de otras corrientes filosóficas que son claves para la filosofía nihilista. Por ejemplo, el escepticismo, el ateísmo, el positivismo o el materialismo, entre otras. ¿Qué supuso para el avance humano la aparición del ateísmo filosófico? ¿Y antes de la religión?

Si hubo alguna vez hubo una «humanidad sin religión» en el pasado muy lejano, no podemos saber absolutamente nada sobre ella, así que no tenemos en qué basarnos para juzgar si la invención de la religión constituyó un avance en términos netos. Lo que está claro es que casi todas las culturas humanas han basado su comprensión del mundo en algún tipo de religión, y que, hasta hace relativamente poco, casi nada de lo que llamamos «cultura» habría existido, o habría sido igual, sin esas religiones. Es solo a partir de finales de la Ilustración, y sobre todo a partir del siglo XIX, cuando la sociedad empieza a tolerar primero, y a hacer muy popular después, la idea de que «se puede vivir como si no hubiera dioses». Como decía al principio, esto es parte del proceso de «desencantamiento del mundo», y a día de hoy, al menos en los países occidentales, casi todo el mundo acepta que las creencias religiosas no pueden tomarse como base para las decisiones públicas, en especial para las decisiones sobre qué podemos tomar como conocimientos públicamente certificados. Personalmente, pese a las frecuentes lamentaciones de muchos que dicen que «cuando se abandona la religión, cualquier otra cosa se puede convertir en religión» (o que «si dios no existe, todo está permitido»), me parece bastante obvio que nuestro actual pacto social, que dice que la religión no debe inmiscuirse en las decisiones públicas y la búsqueda de conocimiento (y que en ese sentido, hemos de organizar la sociedad «como si dios no existiera»), ha permitido que vivamos bastante mejor que cuando las religiones eran el pilar que sostenía el orden social y la visión del mundo. Creo que la mejor definición de ateísmo es precisamente esa, la de aceptar vivir sin dioses, y en ese aspecto creo que el triunfo del ateísmo ha sido de las mejores cosas que le han pasado a la humanidad.

«A pesar de los frecuentes posicionamientos aparentemente anti-científicos, la verdad es que en nuestra época todos somos positivistas»

Existe un indudable vínculo entre religión y Estado. Por ejemplo, las primeras de ellas que tenemos constancia, las civilizaciones mesopotámicas, llegaron a edificar Estados muy complejos que orbitaron alrededor de los ritos.  ¿Necesitamos creer en «algo» para avanzar? ¿Incluso en la razón? ¿Qué rol juega la fe en el impulso hacia el conocimiento?

Como he dicho en la respuesta anterior, la mayor parte de los avances sociales y científicos de los últimos tiempos se han logrado en gran parte gracias a que hemos decidido mantener a la religión apartada de la esfera pública; es decir, cada uno puede creer en la religión que quiera, o en ninguna, pero un argumento basado en la fe religiosa no es un argumento admisible cuando estamos avanzando en el conocimiento del mundo, o en las leyes que queremos darle a la sociedad, así que la ciencia y la política pensamos que debemos llevarlas a cabo «como si dios no existiera». Esto, faltaría más, no implica negar el derecho a que cada uno oriente sus valores morales según ciertas creencias religiosas, si así le parece (y no viola con ello el derecho de los demás a elegir sus propios valores y a actuar de acuerdo con los mismos). Tampoco nos obliga a ignorar que las creencias religiosas han contribuido a la creación de cosas sumamente apreciables, o que algunos grandes descubrimientos científicos dependieron de alguna manera del hecho de que sus descubridores veían el mundo desde cierta concepción religiosa (pero la ley de la gravedad no es más válida porque Newton fuese una especie de arriano, ni la evolución de las especies deja de ser un hecho porque Darwin fuese un agnóstico). Tampoco hay por qué negar que las religiones han podido tener una gran influencia en el desarrollo de nuestros propios valores «occidentales» y «nihilistas»; al fin y al cabo, no todo el mundo piensa que esto sea necesariamente un punto a favor de aquellas religiones: recordemos que, para Nietzsche, el nihilismo actual es la consecuencia inevitable del cristianismo, algo con lo que seguramente estarían también muy de acuerdo no pocos musulmanes.

Sobre si «necesitamos creer en algo», el nihilismo no niega el relevante papel que tienen nuestras motivaciones y nuestras ilusiones para el éxito de nuestros planes y actividades. En este sentido, seguramente es importante que la gente viva ilusionada (no confundir con que se haga ilusiones), pero lo que nos ilusiona no tiene por qué ser el tipo de entidades o realidades fabulosas que pululan por el imaginario de las diversas religiones, pueden ser cosas completamente «materiales», como encontrar un buen empleo, convertirse en un autor de éxito, ser afortunado en el amor, hallar una explicación científica solvente de un fenómeno físico, o diseñar un buen sistema de transporte público. Podemos llamar «fe» a la ilusión que tiene alguien en poder conseguir alguno de estos fines, pero estaremos haciendo trampas en nuestros argumentos si suponemos que esa fe es el mismo tipo de «fe» de la que hablamos cuando hablamos de religión.

¿El concepto de Dios es objeto del conocimiento? Me refiero, además de la propuesta occidental de un ser o conciencia «exterior» al propio cosmos que lo ordena a las demás percepciones, desde el politeísmo hasta la idea del tao.

Sobre este asunto, no tengo mucho que añadir a lo que cuentan que respondió Laplace a Napoleón cuando este preguntó que por qué Dios no era siquiera mencionado en el Tratado de mecánica celeste: «Sire, no tengo necesidad de tal hipótesis». El dios de los teólogos occidentales no explicaba nada en realidad, y sospecho que lo mismo sucede con todas las demás concepciones de «lo divino». Podemos hacer un sencillo experimento mental para darnos cuenta de que esto es así: incluso suponiendo que nuestro cosmos posee algo que podemos llamar «divino», podríamos concebir perfectamente otro universo que fuese exactamente igual que el nuestro en todos sus aspectos físicos, pero en el que no hubiera absolutamente nada de «divino»… ¡y no tendríamos ninguna forma de averiguar si estamos en el primer universo o en el segundo! Así que es una hipótesis que nos sobra, como a Laplace.

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