Sociedad

«Lo que muchas veces llamamos salud mental es en realidad salud moral»

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Uxio da Vila
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05
abril
2023

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Uxio da Vila

No es del todo cierta esa afirmación que dice que un joven estudiante de filosofía solo puede ser marxista o nietzscheano. Pero seguramente sí esa otra igualmente extendida que divide a los profesores de esta materia en inflexibles con respecto a la doctrina que imparten y dispuestos a contaminarse. Diego S. Garrocho (Madrid, 1984) pertenece claramente a los segundos. Garrocho, que es Profesor de Ética y Filosofía Política de la Universidad Autónoma de Madrid, vicedecano de la Facultad de Filosofía y Letras, columnista y ensayista, también es autor de una larga investigación sobre las pasiones en Aristóteles y del pequeño tratado ‘Sobre la nostalgia’ (Alianza), donde cuestiona la relevancia que el pensamiento occidental ha concedido a la confianza en el futuro. Además, desde enero dirige la sección de opinión de ‘ABC’ y acaba de lanzar ‘El último verano’ (Debate), un volumen recopilatorio de sus mejores escritos en prensa, algunos de ellos publicados en ‘Ethic’. Conversamos con él sobre su defensa de un periodismo menos presentista, el regreso al bipartidismo y la llamada guerra cultural.


En apenas tres años has pasado de no tener Twitter a publicar columnas de forma asidua. Desde enero, de hecho, diriges el área de opinión de uno de los mayores periódicos del país. ¿Qué te ha llevado a adoptar un perfil público tan notorio?

Ha sido una especie de accidente, no algo buscado de manera consciente. Mi trayectoria profesional parte de la Academia, pero se va naturalizando que profesores universitarios asuman jefaturas de opinión en periódicos y la vida te coloca ante situaciones tentadoras, a veces prácticamente irrechazables, como ha ocurrido en este caso. Para mí, ABC ha sido siempre un referente: es la cabecera que ha publicado a algunas de las mejores plumas españolas de los siglos XX y XXI. Asumo la responsabilidad con honor.

Has apuntado varias veces que te producen admiración los periódicos y los periodistas. No obstante, como profesor de filosofía, ¿no te resulta incómodo lidiar a diario con el concepto de verdad que maneja la prensa?

No siento que la prensa imponga o sugiera un único modelo de verdad. Cuando uno está en un periódico, el concepto de verdad con el que trabaja es el que se impone a sí mismo. Además, la práctica del periodismo es mucho más admirable de lo que pueda parecer, y para alguien que se dedica a la filosofía, especialmente para quien, como en mi caso, hace filosofía política y ética, representa una juntura muy natural: referentes como Ortega, Camus, Hannah Arendt, Norberto Bobbio o Giovanni Sartori han compatibilizado ambas facetas. En el origen está la intervención pública que se le presupone a quien se dedica a la filosofía.

«Los buenos medios van a ser aquellos capaces de compaginar una buena información de sucesos políticos con el tratamiento de cuestiones no actuales»

Pero entre filósofos la verdad se percibe como una empresa común, algo que no ocurre en la prensa: las primeras planas de dos periódicos de signo contrario a veces parecen hablar de dos países distintos.

Sí, y pienso que ese periodismo de trinchera, que yo intento eludir, se explica por una creciente neurosis ideológica que afecta a todos los ámbitos de la vida y que, en el ámbito del periodismo, es un error: un buen diario progresista y un buen diario conservador tienen más en común que uno bueno y uno malo del mismo espectro. La prioridad no es la variable ideológica, sino la calidad del producto y el compromiso con los hechos. En cualquier caso, a mí me resulta sencillo no cavar trincheras, ya que ABC, en su condición de periódico clásico, también dialoga sobre cuestiones que no son de estricta actualidad, sino que están vinculadas a la defensa de unos valores que son transversales en la historia. Esto es algo que además de contribuir a evitar excesos, de algún modo señala el futuro del periodismo. Los buenos medios van a ser aquellos capaces de compaginar una buena información de sucesos políticos con el tratamiento de cuestiones aparentemente alejadas de la actualidad como, por qué no, la experiencia de lo sagrado en la Antigua Grecia, un asunto que abordó hace no mucho la escritora Andrea Marcolongo.

Frente a la polarización, en esta recopilación te comprometes con el presupuesto contrario. Incluso alientas tesis en las que no crees del todo con el único objetivo de estimular ciertos debates. ¿Esto se debe a tu convicción de que es mejor creer en algo equivocado que no creer en nada?

Probablemente. La relación que guardo con las opiniones siempre tiene a la duda como aliada, algo que me parece forzoso para quienes tenemos cierta familiaridad con la tradición filosófica. La premisa emocional de la filosofía es la duda, y eso no me lo puedo quitar de encima cuando propongo una idea. Desde luego, no escribo cosas en las que no creo, pero hay veces en las que es necesario simplificar un vector de opinión con el que no te identificas para incorporarlo a tu posición y en esa operación algo queda. Y aún hay una segunda razón: cuando escribes con cierta vocación de estilo, la escritura impone una autonomía que acaba independizándose de tu propio interés. Creo que ambas realidades explican que en ocasiones haya presentado posiciones que me parecían necesarias en determinados debates, pero que no me representaban completamente. Aunque en el fondo es más sencillo: tengo una relación de desafección con mis propias opiniones y no me supone un problema cambiarlas.

La convicción de que es preferible defender una idea equivocada a no participar en el debate público también te ha llevado a ver con buenos ojos la denominada guerra cultural. Has dicho que pese a la «pacatería de unos y a la frivolidad de otros», el choque de imaginarios es una «excelente noticia» porque implica abandonar «el letargo nihilista y neoliberal». Esa afirmación, ¿no implica abrir la caja de los truenos?

No lo creo, porque lo importante es que la gente crea en algo y salga al espacio público a defenderlo. Hasta hace muy poco tiempo había una especie de pacto de no agresión individualista donde cada uno sobrevivía como podía en su alcoba sin proponer ideales de vida dentro de la esfera pública. Por eso digo que hay una dimensión nobilísima dentro de lo que se ha denominado guerra cultural: la que tiene que ver con la colisión de legítimos paradigmas de vida que compiten por adhesiones y por mayorías. A mí eso me parece bueno, lo interpreto como la antesala de un acuerdo. Lo que me interesa menos es la guerra cultural como obsesión. Aparte de por el hecho de que suele estar protagonizada por discursos mediocres, por algo más básico: porque creo en el debate ilustrado.

«La premisa emocional de la filosofía es la duda, y eso no me lo puedo quitar de encima cuando propongo una idea»

Pero, siguiendo ese razonamiento, ¿por qué habríamos de interpretarlo como la antesala de un acuerdo si realmente la guerra cultural responde en muchos casos a la ruptura de consensos? 

La buena noticia es que hemos vuelto a considerar como eficaces algunas categorías morales. Que hablemos de lo justo o de lo injusto y que mantengamos airadas disputas acerca de qué modelo de vida consideramos correcto y sobre los límites que estamos dispuestos a conceder al ejercicio del poder es un retorno al realismo moral. Dos personas que disienten sobre una verdad están ya de acuerdo en algo: que la verdad existe. Es por esto por lo que creo que algunos disensos fuertes pueden preludiar un posible acuerdo o la victoria natural de unas ideas sobre otras.

De la izquierda has dicho que ha ido desarrollando tantas «intolerancias» que se asemeja a un panda, que solo come bambú. ¿Qué diagnóstico haces de la derecha?

Creo que de un tiempo a esta parte la derecha se está contagiando del paladar exquisito de la izquierda. Pero en términos de historia reciente, la imagen es nítida: la izquierda ha generado una exigencia de pertenencia muchísimo más neurotizada que la derecha porque lo ideologizó todo. La consigna de que lo personal es político creó una hipertrofia enorme al incluir ámbitos como el ocio, la sexualidad o la dieta, y eso no hay lealtad que lo aguante. Por eso sorprende el surgimiento de una derecha identitaria que también demanda ser lo suficientemente de derechas, una especie de nueva pureza de sangre. Uno pensaría que en política la disputa genera mecanismos de plagio a través de los cuales se copian del adversario las estrategias probadas, pero ocurre más bien lo contrario: a menudo se replican sus torpezas. Es algo completamente contraintuitivo.

A uno y otro lado late el debate entre universalistas e identitaristas. ¿Van ganando los segundos en ambos casos?

Tengo dudas, pero si circunscribimos el debate a España, me parece que ocurre más bien lo contrario: nos encontramos en un marco de expulsión de las políticas más populistas. No es algo que se pueda dar por sentado y desde luego la degradación institucional ha sido enorme, pero existen signos suficientes para confiar en que podemos ser el primer país de Europa en desterrar la alternativa populista. Creo que eso responde a una lógica inmunológica: ha habido un vicepresidente, pero no un presidente populista; y en el flanco derecho, en Castilla y León, otro tanto. Por eso auguro un regreso al bipartidismo, algo que, por otra parte, no sería una mala noticia: es un sistema que obliga a competir por el centro, salvaguardando a las sociedades de aventuras más extremas, y que asume que los partidos políticos son máquinas perfectas capaces de digerir sus propios debates internos, lo que es preferible: una organización política que no aglutina un amplio espectro ideológico es menos perfecta.

En este sentido, ¿crees que esa posible vuelta al bipartidismo coincidirá con una menor desafección al sistema, o no necesariamente?

No estoy seguro de ello, pero sí de que según se consoliden los bloques, la tendencia al voto útil será irrefrenable. Y no me parece mal, reintegrar en el seno de los dos grandes partidos sensibilidades que hoy han sido expulsadas es, también, un ejercicio de salud democrática. Un partido grande tiene que ser un sitio donde quepa mucha gente y donde puedan discutirse muchas ideas. Atomizar la oferta política hasta encontrar un candidato o un programa que es un calco tuyo me parece algo que frisa con la ingenuidad.

«Reintegrar en el seno de los dos grandes partidos sensibilidades que hoy han sido expulsadas es, también, un ejercicio de salud democrática»

En artículos como Carta a un joven posmoderno, por el que te dieron el Premio de Periodismo David Gistau, señalas que ese identitarismo ha sido una condena para los jóvenes. ¿Cómo valoras su reacción? ¿Consideras que los jóvenes lo interpretan como tal?

El artículo no criticaba tanto el identitarismo como determinadas desviaciones de algunos autores o doctrinas canónicas de la posmodernidad, un marco que considero que está agotado, pese a que no hayamos cifrado las categorías que nos permiten distinguir un nuevo contexto. Y respecto a los jóvenes, que viven en unas condiciones de incertidumbre dolorosísimas, lo único que puedo decir es que siento una gran responsabilidad generacional. He visto como mi generación veía retrasado el acceso a condiciones de vida dignas y a puestos de responsabilidad, y me genera pudor y vergüenza poder hacer a la siguiente lo que la boomer hizo a la mía.

Escribes a menudo sobre salud mental, una problemática que afecta cada vez más a los jóvenes. Tu enfoque puede resultar paradójico, porque a menudo subrayas que sentirse afligido y tener pena es una de las experiencias humanas esenciales. ¿Qué sentido tiene recordar esto en una sociedad que cada vez sufre más, pero a la que se acusa también de una mayor victimización?

Trato de ampliar el radio y mostrar que el bienestar no es exactamente la ausencia de psicopatologías. Las enfermedades mentales son una realidad y hay que darles la cobertura sanitaria adecuada, pero es igualmente importante que los individuos y las comunidades puedan perseguir el ideal de vida bueno y reflexionar sobre él, algo que los jóvenes de hoy tienen especialmente difícil por la ausencia de unas condiciones de vida mínimas. Y con esto no me refiero solo a las provisiones materiales, también a los respiraderos que permiten cuidar y cultivar el espíritu. Hablo de experiencias como la lectura, el paseo, la conversación sosegada o el trabajo rítmico. Lo que muchas veces llamamos salud mental es en realidad salud moral. Pero este enfoque también exige tratar el dolor como algo esencialmente humano, porque hay dolores que son inevitables.

En Sobre la nostalgia, tu último ensayo, defendías la tesis de que la confianza en el futuro es un error. En su lugar, abogabas por acumular un patrimonio memorativo lo suficientemente amplio como para poder decir en todo momento que hemos tenido un buen pasado. Sin embargo, en algunos textos de esta recopilación la esperanza en lo que vendrá es manifiesta, ¿sigues pensando lo mismo que entonces?

Sí, porque mi planteamiento quería ser una respuesta a la continua expectativa en la que vivimos, no tanto a la esperanza, que es casi una cláusula emocional humana y, por tanto, muy difícil de rebatir. La expectativa, en cambio, es el juicio racional que nos permite preludiar el futuro. En este sentido, poco han cambiado mis opiniones desde entonces: sigo pensando que es mejor vincularse a la memoria que a la expectativa y que, efectivamente, el valor de ciertas experiencias presentes reside en que pueden ser atesoradas en el corazón de los hombres para ser recordadas. Seguramente, si me apuraran un poco con estas cuestiones acabaría confesando que, pese a que las discuto sobre unas referencias comunes, responden en última instancia a obsesiones muy personales, pero en cualquier caso es un proyecto que me gustaría retomar: Sobre la nostalgia fue concebida como la primera parte una trilogía que completarían Sobre la esperanza y Sobre la paciencia, esta última entendida casi en un sentido etimológico, como la pasión del tiempo presente.

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