Opinión

Mis amigos, con los que jugué, dónde estarán

La ofensiva contra el trabajo creativo tiene una parte de razón y expresa una denuncia justa en una industria cultural plagada de abusos y subempleo, pero este discurso ha devenido, en sus formulaciones más vulgares, simple prejuicio contra la excelencia y coartada para mediocres y perezosos.

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27
abril
2023
Fotograma de la película ‘Almas en pena de Inisherin’.

Voy a hacer un poco de espóiler (diría destripe, pero me gusta más lo de spoil con grafía a la española: contra el parecer casticista, soy muy partidario de que la lengua se ensucie con barbarismos, sobre todo cuando la palabra extranjera es menos bárbara que la vernácula). Es un espoilercito, saberlo no estropeará el placer de la película, que es más poética que de intriga, pero conviene avisarlo, como se avisa de los alérgenos en las cartas de los restaurantes. En Almas en pena de Inisherin, un amigo deja de alternar en el pub con otro (hasta aquí, la premisa de la peli; ahora viene el espóiler) porque siente que pierde el tiempo tomando pintas y de cháchara. El personaje es uno de esos músicos populares irlandeses que están todo el día machacando el violín, y ha visto cómo los años se le escurren sin avanzar en el repertorio. En vez de componer canciones, las tardes se le pierden en compañía de unos gañanazos cuyo único horizonte consiste en parlotear hasta que el mesonero recoge las mesas y los manda a casa, borrachos perdidos. 

Me gustó mucho ese planteamiento, porque cuando se habla de las renuncias que exige una vocación siempre paga el pato la familia. Lo primero que se sacrifica son los hijos. Si se tienen, se los deja crecer a su aire, para que no molesten mientras los papás pintan sus capillitas sixtinas. Si se está a tiempo de remediarlo, los maestros antiguos aconsejan una anticoncepción estricta, incluso el celibato. Se aceptarán parejas que no den la murga y que comprendan que lo primero es el arte y, después, ellas. Si el cónyuge sabe ponerse detrás sin salir en las fotos ni interrumpir la gran novela americana con molestias tales como salir a cenar por ahí o ver una peli juntos, se tolerará su presencia. En caso contrario, es mejor el método picaflor para resolver «la cuestión sexual», como la llamaba un afamado y ya muerto cineasta, al que le preocupaba encontrar un equilibrio entre su necesidad fisiológica de descargar fluidos en genitales ajenos y la pérdida de tiempo y recursos que supone tener una pareja. 

Hijos y cónyuges se sacrifican a menudo en la pira de la vocación artística, pero en esas llamas casi nunca arden los amigos. No hay decálogos ni reflexiones sobre la creación que digan que hay que dejar de emborracharse con los cuates. Tampoco se dice nada en contra de tascas, restaurantes y tabancos de farra, verbena y francachela. Al contrario: los creadores suelen cultivar la amistad con la misma pasión que dedican a sus sinfonías. Es frecuente incluso que monten una corte en forma de tertulia, que se dejen ver por cafés y mentideros y que no pierdan ocasión de alternar. Por eso me gusta el planteamiento de Inisherin, porque se dice una verdad incomodísima, que linda con el tabú: si alguien quiere consagrarse a una tarea o misión artística, la parte de su vida de la que puede prescindir con más facilidad y menos trauma son los amigos. Del mismo modo que el exfumador descubre que con el dinero que se ahorra al dejar de fumar puede irse una semana a Nueva York a todo trapo, el artista que se excusa de ir a despedidas de soltero, cenas de reencuentro y cumpleaños de compañeros de la facultad tiene ante sí un océano de tiempo para escribir su gran libro.

«Todo lo que es sublime ha sido creado por individuos que se han arrasado a sí mismos, pero en un ejercicio de libertad absoluta»

El caso es que muchos prefieren salir con los amigos para contarles lo que están escribiendo, en vez de quedarse en casa a escribirlo. Como le sucedía a Dominguín en la anécdota apócrifa: tras acostarse con Ava Gardner, se levantó del lecho y se vistió, por lo que la actriz le preguntó adónde iba. «A contarlo», respondió el torero. Pues eso: ¿para qué vas a dedicarte a algo artístico si luego no puedes contarlo? Cuando uno termina de filmar El Padrino quiere que la fiesta de fin de rodaje esté llena de amigotes que le celebren el genio. Por eso los gurús aconsejan renunciar a los hijos, a la pareja e incluso al sexo, pero no a los amigos. Estos siempre tendrán un vaso con hielos para cuando visiten la habitación propia.

El personaje de la película (maravillosamente interpretado por Brendan Gleeson) no solo va en contra de la moral de los artistas, sino del tiempo en que vivimos. Byung-Chul Han, el filósofo de la pereza y la vida lenta que da quinientas conferencias y publica veinte libros al año, le consideraría un autoexplotado, un alienado por el capitalismo neoliberal, que exprime su trabajo sin ni siquiera remunerarle. Pobre iluso. Algo parecido sostendría Remedios Zafra en España y, en general, cualquiera de los psicólogos que escriben los domingos en los diarios. Hasta Iván Ferreiro –que hace poco dijo que Rafa Nadal daba un ejemplo pésimo a la chavalada al forzar la máquina de su cuerpo más allá de sus límites–, menos técnico, diría de él que es un pedazo de gilipollas. La moral moderna condena a quien elige su arte o su oficio antes que a sus amigotes. En cambio, premia y anima a los padres que eligen su arte o su oficio a sus hijos y familias. El tardeo, la vida disfrutona y la renuncia a la ambición son mucho más dignos que componer conciertos de Brandemburgo. 

«No hay ejemplos, en los relatos mitológicos y religiosos, de entidades demoníacas que tienten con el pecado del trabajo»

Si yo fuera el espíritu del capitalismo, y si de mi maldad infinita dependiera la opresión de las masas alienadas, lo cierto es que preferiría tener a esas masas consumiendo en bares, tiendas y establecimientos análogos antes que empeñados en emular a Picasso. Al espíritu del capitalismo le tienen que gustar mucho más las cigarras de vida lenta y ociosa que las hormiguitas obsesionadas con sus pentagramas y sus versos. La serpiente tentó a Eva con dejar de currar un rato y darse un respiro, y Mefistófeles se le apareció a Fausto con esta promesa, tan del gusto de Byung-Chul Han: «Tronco, levanta la vista de los papeles y date un garbeo conmigo, a ver si fornicas y huelgas un poco, en vez de dejarte las pestañas en los pergaminos, tío soso». Ni siquiera Marx dijo eso: aspiraba a que el proletariado dejara de estar explotado, no que dejara de doblar el lomo. Sólo quería que lo doblase en beneficio de la comunidad, no del patrón. No hay ejemplos, en los relatos mitológicos y religiosos, de entidades demoníacas que tienten con el pecado del trabajo. Jamás un duende irrumpió en la farra de un juerguista y le dijo: «Vamos, ponte a trabajar un poquito, que no se enterará nadie. Venga, sólo un par de horitas, no te resistas al brillo de la pantalla del ordenador, observa la ergonomía picarona de tu silla de oficina, ¿seguro que no te apetece encerrarte en el despacho?». 

La ofensiva contra el trabajo creativo tiene una parte de razón y expresa una denuncia justa en una industria cultural plagada de abusos y subempleo, pero este discurso ha devenido, en sus formulaciones más vulgares, simple prejuicio contra la excelencia y coartada para mediocres y perezosos. En él ha encontrado argumentos el amigo de Gleeson (Colin Farrell en la película) que se enfada porque este prefiere tocar el violín a contar chistes de Lepe con él: «¡Autoexplotado!», le grita, mientras se convence de que quien vive la vida de verdad es él, que atiende a las cosas buenas, a una pinta bien tirada y a la risa franca de un parroquiano, sin ambicionar más alegría que la del fútbol cuando gana tu equipo, ni más emoción que la de una partida de dardos cuando haces diana. Dichosos los vagos que se amodorran en la sobremesa, mientras los desgraciados madrugan para sacar buena nota en el conservatorio.

No hay documento de cultura que no lo sea de barbarie, y aunque Walter Benjamin (otro pringado, otro autoexplotado que vivía a la cuarta pregunta, todo el día filosofando en papelujos en vez de disfrutar de las pintas del pub) no se refería a esto cuando escribió esa cita, viene bien para decir que no hay belleza ni arte ni casi nada sublime sin una persona rota. Que escribir mucho destroza las manos y la espalda, que tocar como Rostropovich provoca artritis y que pintar como Miguel Ángel deja los pulmones hechos polvo de tanto inhalar pinturas y pegamentos. Que, de la misma forma que la belleza de las ciudades es fruto del esclavismo, la rapiña y el genocidio, todo lo que es sublime ha sido creado por individuos que se han arrasado a sí mismos, pero, a diferencia de las ciudades monumentales, ellos lo han hecho por voluntad propia, en un ejercicio de libertad absoluta que se compadece mal que la idea de un pobrecito alienado y explotado. A veces, como bien cuenta esta película, los amigos son parte del sacrificio. O tal vez no del todo: si el amigo lo es de verdad, sabrá hacerse a un lado y callar cuando convenga. Porque una amistad que obliga a elegir y que no entiende que prefiramos pasar la tarde en casa rellenando pentagramas no es amistad ni es nada.

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