Salud

Por qué hay que aceptar las contradicciones

¿Se puede ser buena madre, aunque a veces no soportes a tu hijo? ¿Y buen profesional pese a que haya días en los que no quieres trabajar? La respuesta está en las contradicciones, un fenómeno psicológico tan reprimido como necesario.

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17
marzo
2023

Belén acudió a mi consulta de Psicología por una preocupación que estaba arrasando con su salud mental como si de un seísmo se tratase: siempre había deseado ser madre, pero a veces, solo a veces, no soportaba a su hijo. Algo parecido le pasaba a Luis, médico por vocación que, dependiendo del día, preferiría haber estudiado Bellas Artes. También me recordó a Esther, para la cual la amistad era un valor esencial, pero como cualquier ser humano, ocasionalmente reñía con sus amigos con la diferencia de que, en su caso, toda su autoestima se deterioraba ante tal tensión pasajera. Sus nombres son ficticios para preservar su privacidad, pero sus historias son tan auténticas como la vida misma y, más importante si procede, son una realidad común a prácticamente todos los seres humanos.

Si levantas la vista durante un paseo, veras decenas de rostros con una compleja psyché. En su interior albergan emociones, algunas simples y otras complejas, cogniciones, algunas idiosincrásicas y otras compartidas por la vasta mayoría, y tendencias conductuales, algunas reprimidas y otras incluidas en su repertorio comportamental. Todos estos procesos y fenómenos están gobernados por las contradicciones, arquitectas invisibles de nuestra salud mental.

En el campo de la lógica proposicional, una contradicción es descrita como la negación de una tautología: una fórmula que resulta falsa para cualquier interpretación. Encontramos una definición similar en la metafísica aristotélica, pues según el filósofo griego,  «es imposible que, al mismo tiempo y bajo una misma relación, se dé y no se dé en un mismo sujeto, un mismo atributo». Por lo tanto, en teoría, es imposible amar y odiar a la vez, es imposible que la vida sea simultáneamente fácil y difícil, y es imposible tener algo muy claro, pero también dudar. Pero, ¿y en la práctica?

Las distorsiones cognitivas se disfrazan de lógica y a un cerebro sesgado le resulta totalmente sensato creer que el vecino del quinto le ha retirado la palabra porque le odia

Sobre el terreno, nos enfrentamos a múltiples contradicciones: quedas con tus amigos, sabes que te lo vas a pasar bien, pero una poderosa fuerza te aplasta antes de salir de casa invitándote a tumbarte en el sofá, mirar el móvil y ver una serie en cualquier plataforma de streaming. «Si tanto quiero a mis amigos, ¿por qué no me apetece verlos?», te preguntas. La duda da paso al arrepentimiento: «quizá no me lo paso tan bien», «quizá no son mis amigos». El arrepentimiento, se convierte en culpa: «quizá no soy buen amigo por pensar así». Finalmente, la culpa repetida en el tiempo, acaba transformándose en desesperanza: «quizá pienso así porque no me gusta mi vida», una creencia dogmática que resulta en más dudas.

Este círculo vicioso es complejo, de eso no cabe duda, y está mediado por múltiples factores, pero uno de los más importantes es la intolerancia a las contradicciones, y una forma de combatirla es tomando conciencia de las distorsiones cognitivas que la alimentan.

Estudiadas por psicólogos como Albert Ellis y Aaron Beck, las distorsiones cognitivas son errores a la hora de interpretar la realidad, entendiendo por realidad situaciones tan diversas como «porque pienso que soy un inútil total», «porque siento ansiedad si por fin me va bien en la vida» o «porque mi vecino del quinto no me ha saludado esta mañana cuando nos hemos cruzado en el rellano». Es decir, permiten explicar desde nuestras emociones, pensamientos y conductas, hasta interacciones sociales que no dependen ni lo más mínimo de nosotros.

El primer problema de las distorsiones cognitivas, como acabamos de ver, es que se sostienen sobre una necesidad de control total –«yo tengo que predecir y entender todo lo que pasa, aunque no dependa de mí»–. Esto, por supuesto, es agotador. El segundo problema, es que las distorsiones cognitivas se disfrazan de lógica. A un cerebro sesgado le resulta totalmente sensato creer que el vecino del quinto le ha retirado la palabra porque le odia. Ha llegado a esa conclusión tras recorrer un laberinto de cavilaciones, y de ahí no se mueve.

Dichas cavilaciones tienen nombre y apellidos. Son, entre otras, el pensamiento polarizado, una distorsión cognitiva que nos fuerza a interpretar la realidad en términos dicotómicos, sin tener en cuenta las posibilidades intermedias: «o siempre disfruto de la maternidad, o soy una mala madre». A su lado se sitúa el razonamiento emocional, que nos hace interpretar la realidad en base a sentimientos pasajeros: «si me siento un inútil es que soy un inútil». También entra en juego el debeísmo, que nos hace focalizarnos en lo que socialmente debemos pensar, sentir y hacer, sin importar el contexto: «tú elegiste estudiar medicina, así que deberías amar cada día de tu vida esta profesión».

La gran pregunta es de dónde surgen estas distorsiones cognitivas y la respuesta que nadie quiere oír es que depende. A veces, de un núcleo familiar muy exigente. A veces, de una mala gestión emocional sostenida en el tiempo. A veces, de zambullirte de lleno en un rol que es importante para ti, pero nuevo, como la maternidad o paternidad, lograr el trabajo de tus sueños, conocer al amor de tu vida o retomar la soltería tras una relación larga y tortuosa. En cualquier caso, para respetar nuestras contradicciones –y no sucumbir a la culpa cuando inevitablemente emergen–, conviene familiarizarnos con las distorsiones cognitivas.

¿Cómo? Analizando pensamientos desagradables del pasado reciente o lejano, y reflexionando sobre las distorsiones cognitivas que pudieron precipitarlos. Con tiempo y práctica, será más sencillo identificar estas cavilaciones autodestructivas en el momento en el que aparecen, así como poner en preaviso a nuestro cerebro para que, ante un mal día, semana o racha, no sucumba ante las distorsiones cognitivas.

Mientras tanto, entendamos nuestra psyché como un cubo de Rubik. El entretenimiento no radica en dejar el puzle fijo sobre una vitrina una vez se ha solucionado. Al contrario, divirtámonos girando las piezas mientras observamos la contradictoria mezcla de colores de cada capa.

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