Siglo XXI

«Tenemos la obligación moral de pensar y de hacerlo lo mejor que podamos»

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10
marzo
2023

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En ‘Incompletos. Filosofía para un pensamiento elegante’ (Destino), el profesor de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Córdoba José Carlos Ruíz (Córdoba, 1975) explora la elegancia. Es una categoría que, pese a que pueda suscitar la sospecha de frívola, invoca una serie de matices, maneras, talantes y cualidades que cincelan un código ético y estético para preservarse de un mundo –el nuestro– tendente por defecto a lo grotesco, zafio o bronco.


¿Un pensamiento elegante ha de ser, casi por definición, sutil?

Sin duda. Lo sutil, por definición, es tenue y agudo a la vez, delicado y penetrante, apenas se percibe su profundidad, pero su resultado se evidencia y esa evidencia lo refleja como algo consistente. Lo sutil conlleva una elegancia que compendia la finura con una firmeza que se manifiesta en su gran capacidad de penetración. El ejemplo lo tenemos en la seda, un tejido cargado de sutilidad, pero con gran solidez. Desde esta perspectiva, el pensamiento elegante entronca con una posible etimología de la palabra sutil, que, en su descomposición, sub y tela, referenciaba a un hilo tan fino que pasaba por el entramado de un tejido. Aporta firmeza al tejido, pero sin acaparar protagonismo.

¿Cómo se reconoce este tipo de pensamiento y qué lo caracteriza?

La elegancia, en una de sus acepciones, es una forma bella de expresar pensamientos. El pensamiento elegante se configura teniendo en cuenta los tres elementos que aparecen en esta definición: la hermosura, la idea y el modo en el que esta se manifiesta. Un pensamiento elegante no busca perturbar ni agitar, carece de pretensiones hacia lo externo. No exhibe emociones de manera literal, no espolea sentimentalmente al sujeto, no exacerba estados de ánimo y huye de lo histriónico. Una idea elegante se muestra sin tensiones y su expresión se manifiesta desde la fidelidad a la esencia. Lo elegante es sencillo, no presume esfuerzo alguno. Conlleva de manera implícita la armonía, una armonía que se expresa a través de un halo de serenidad, porque lo elegante transmite calma. El pensamiento elegante es sereno. El sereno era la persona que por las noches rondaba las calles velando por la seguridad. La serenidad es seguridad, la elegancia muestra seguridad y evita la vacilación.

¿Se puede aprender la elegancia en el pensar?

Al menos se debe intentar. Como defendió el filósofo cordobés Averroes, tenemos la obligación moral de pensar, y de hacerlo lo mejor que podamos. Desde mi punto de vista, el pensamiento elegante es la máxima expresión del pensamiento crítico, su culmen. Entre las aspiraciones principales en cualquier proyecto de vida debería encontrarse la de lograr la elegancia en el pensamiento o, al menos, afanarse en este propósito. La elegancia está emparentada en su etimología con la elección, y el sujeto elegante es aquel que sabe elegir. La elección conlleva arrancar del resto, ser selectivo, pero, sobre todo, escoger bien. De ahí que la elegancia requiera tiempo. Precisa analizar las opciones, pero no todas las opciones. Y no podemos olvidar que el sujeto elegante es un sujeto aseado. Asear es adornar, componer con curiosidad y limpieza. La elegancia en el pensar requiere curiosidad.

«Un pensamiento elegante no busca perturbar ni agitar, carece de pretensiones hacia lo externo»

Pensar a la contra de la mayoría y del sistema, ¿nos hace más desgraciados o más libres?

No soy muy partidario del maniqueísmo, no creo que ese «pensar a la contra de la mayoría y del sistema» al que te refieres conlleve unas consecuencias prefijadas. Si algo tiene la elegancia es que no precisa posicionarse a favor o en contra de alguien. Está por encima de las referencias. Pensar a la contra es un ejercicio de degaste que puede resultarle estimulante a algunas personas, y tedioso e infructuoso a otras. Cada contexto, cada circunstancia, cada acontecer precisan de una resolución diferente de modo que, en algunos casos, el sujeto percibirá que ese «pensar a la contra» le amplía su categoría de libertad por encima de cualquier otra consecuencia, y, en otros casos, se impondrá la sensación de desgracia.

¿Qué no pensaría jamás alguien que tuviera un razonar elegante?

No pensaría en espolear sentimentalmente al otro, de igual manera que no esperaría obtener validación alguna de su pensar.

¿Qué se gana y se pierde siendo distinto, y qué si uno opta por ser distinguido?

Lo distinto precisa de una alteridad desde la que referenciarse, es decir, tiene presente siempre aquello de lo que se quiere diferenciar. Si la voluntad se enfoca en mostrarse distinto, los mecanismos de atención hacia el otro siempre estarán tensionados. Esta permanente vigilancia del otro de cara a diferenciarse provoca que el sujeto hipermoderno quiera mostrarse distinto, pero haciendo uso de los mismos códigos narrativos que consume, dificultando su labor y provocando un desgaste. Sin embargo, el sujeto elegante actúa desde una curiosidad y orden propios, está persuadido de la importancia de cuidar los detalles, de jerarquizar las elecciones. Desde esta perspectiva podemos decir que lo distinto es una variación de la normalidad, mientras que lo distinguido implica una elevación ante esta.

La irrupción de la pantalla de este modo obsceno y pertinaz en nuestras vidas, ¿dinamita la elegancia?

Más que dinamitar, digamos que no la facilita. La pantalla es un formato cuya potencia es de tal calibre que condiciona los contenidos. La elegancia precisa de un formato discreto y poco trascedente de cara a no perturbarse. Lo digital es plano y los contenidos que en la pantalla se depositan se ven en la obligación de readaptarse a ese lenguaje si quieren ser percibidos. Sacrifican la posible sutileza de su contenido por el formato (el continente somete al contenido). La omnipantalla impone la narrativa por encima del contenido. Esto implica que lo elegante pierda su esencia porque se contamina.

¿Cómo es posible que la dignidad sea un concepto arrumbado en nuestros días, junto a otros de radical importancia como libertad o intimidad?

No creo que esté arrumbada, de hecho, filósofos como Javier Gomá no cesan de apuntarla desde la contemporaneidad. Lo que ocurre es que existe un modelo de comportamiento, puntual en algunas ocasiones, y estructural en las más preocupantes, en los que el sujeto percibe al otro de manera segmentada. En estos casos, la categoría de la otredad se ha visto subordinada a la categoría de la identidad, de modo que el indigente mental suele acometer otrofagia, es decir, se engulle al otro. Para este individuo se ha producido una modificación del estatus del otro, que pasa a ser percibido como un mero objeto de consumo, donde el otro es focalizado por partes, eliminando su continuidad. Cuando esto ocurre se provoca una segmentación selectiva del otro, depreciando así su dignidad desde el momento en el que la dignidad implica integridad, aceptando al otro como un todo complejo.

El pensamiento elegante se emparenta con un pensamiento virtuoso pero, ¿asegura una práctica virtuosa y, por tanto, elegante?

La virtud no asegura elegancia, si bien la elegancia, entendida como el modo adecuado de elegir, sí puede ayudar a un correcto desarrollo de la virtud. Para pensadores como Quintiliano, existía un tipo de elegancia que se emparentaba con la virtud del estilo, de manera que habría un modelo de elegancia que sí se podría aprender, frente a lo que el denominaba la elegancia del ingenio, que es más complicada de extrapolar. A esto se le suma que la elegancia posee un cariz ético desde el momento en el que una persona elegante es aquella que posee gracia, nobleza y sencillez. Si acudimos a un superlativo de la elegancia podríamos hablar de la figura del dandi que es el sujeto que se distingue por una extrema elegancia, pero también, y sobre todo, por unos buenos modales.

La «metaidentidad» de la que usted habla (influencers, tiktokers, coaches…), ¿cuánto tiene de espectáculo? ¿Cómo es posible que lo sucedáneo haya sustituido a lo auténtico?

No creo que sea así, lo que sucede es que el plano de lo digital está acaparando una inversión de tiempo y atención cada vez mayor, si bien no lo hace como sucedáneo de lo real. Lo digital todavía no ha logrado combatir la potencia de lo vivencial. El consumo de experiencias, la búsqueda de vivencias o la demanda de viajes están más en boga que nunca. El riesgo pasa, entre otras cosas, en forzar lo vivencial para adaptar la maravilla de lo real al espectáculo que ofrece el mundo digital. Guy Debord ya advertía en 1967 que el espectáculo se había convertido en una categoría unificadora que iba más allá de un conjunto de imágenes, cuyo resultado era configurar una relación social entre personas mediatizadas por las imágenes. Pero en la hipermodernidad se da un paso más allá. El sujeto hipermoderno tiene la aspiración de espectacularizar al máximo cualquier aspecto de su vida, intentando emocionar a diestro y siniestro, buscando remover sensibilidades.

«El gran tabú actual lo marca el sentimiento de ofensa, mi sentimiento de ofendido»

Esta «metaidentidad», ¿cómo afecta a la subjetividad?

Jacques Lacan señaló allá por 1951 la «extimidad», que no es otra cosa que la exteriorización de la intimidad. Esta metaidentidad que nos acompaña en devenir cotidiano considera que lo íntimo es un valor a tener en cuenta desde el momento en el que se puede usar como espectáculo. El ámbito personal, lo íntimo, va perdiendo privacidad y, por momentos, se expone de manera obscena. Para el individuo hipermoderno lo privado no tiene interés porque no aspira a lo global. Por el contrario, lo íntimo se revaloriza desde el momento en el que se convierte en un valioso contenido a exhibir. En pos de la viralización, este sujeto no configura espacios estancos de privacidad. Cuando este individuo cree que algo tiene valor, entendido desde la perspectiva de viralización, lo primero que hará es anunciarlo. No guarda secretos, a excepción de aquellos que puedan perjudicar su potencial de viralización. Lo que queda fuera de su análisis, lo que sitúa aparte, no es aquello que dote de valor, sino todo lo contrario. Lo que abandona es lo irrelevante, lo que no tiene capacidad de anunciarse Y, por último, no es menos significativo el fenómeno contrario, la intimización de lo exterior. Estamos abandonado la piel protectora de lo íntimo. Lo exterior se apropia de la intimidad, cohabitando y reorientando su discurso, y debilitando la frontera que existía entre ambos.

¿Qué es menos elegante, la utilización infantil de la lengua (porfi, holi, finde, compi…) o la sentimentalización del discurso?

Un discurso sentimental no tiene por qué carecer de elegancia. Acudir en exclusiva al razonamiento lógico sería reducir el discurso a computación, y pocas cosas se me ocurre menos elegante que la reducción de la realidad al dato. Los griegos tenían claro que la elegancia también se manifiesta en la forma de modo que la retórica y oratoria son de vital importancia. No creo que la lengua tenga un uso infantil, creo que son los contextos los que determinan o no esa infantilidad, no tanto el uso de la lengua. Una oratoria elegante precisa conocer bien los mecanismos que adornan un discurso sin caer en la pedantería y adaptándose con naturalidad a los contextos. La elegancia, referida al habla, no solo atiende al continente (el cómo se dice), sino también al contenido (qué se dice). Ello implica elegir con buen gusto el léxico, a la vez que poseer ingenio y agudeza en lo que se dice. El problema aparece cuando situamos la base de la oratoria, no tanto en la captación psicológica del auditorio sino en el aherrojo de su atención. En estos casos, se pierde elegancia.

Si en la postmodernidad el tótem sería la pantalla, ¿cuál sería el tabú por excelencia?

El gran tabú actual lo marca el sentimiento de ofensa, es decir, el tabú ya no se comprende como una coacción colectiva que uno asume, signo de los tiempos, sino que ahora, el tabú lo marca mi sentimiento de ofendido. En la medida en la que un sujeto se declara ofendido en público, se amplía el abanico de tabúes para la comunidad. No importa si hay voluntad de ofender, lo trascendente es el sentimiento del ofendido. Pero creo que es fundamental que como sociedad seamos capaces de establecer la diferencia entre la ofensa y el sentimiento de ofensa.

¿Hay algo más vulgar que un selfie?

La mala educación.

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