Sociedad
«A los intelectuales es más fácil verlos en el pasado que en el presente»
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COLABORA2023
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En su último libro, ‘La palabra ambigua‘ (Taurus), David Jiménez Torres (Madrid, 1986) se adentra en un tema que lleva protagonizando los análisis y las conversaciones de los españoles ya más de cien años: el de qué papel tienen los intelectuales en la sociedad española. Y, también, qué es exactamente un intelectual.
Escribiste un libro sobre Ramiro de Maeztu, un intelectual muy importante en las primeras décadas del siglo XX. ¿Tuviste la idea de escribir La palabra ambigua a partir de tu investigación sobre Maeztu?
Lo que me interesaba de Maeztu era cómo escribía sobre Reino Unido. Esto me llevó a leer su obra y me di cuenta de que escribía mucho acerca de los intelectuales, reflexionaba mucho sobre el tema. Yo estaba en Reino Unido, pero atento a lo que pasaba en España. Y era una España en la que ya había pasado el 15M y en la esfera pública se estaba hablando mucho sobre el papel de los intelectuales. Había esa extraña coincidencia: se hablaba del intelectual tanto en lo que yo estaba leyendo de hace cien años, como en la actualidad. Además, con preguntas muy repetitivas: cuál es el deber del intelectual, quiénes son los verdaderos intelectuales, la traición de los intelectuales. Es evidente que la sociedad española de 2012 no era igual que la de 1912, pero hablaban de cosas parecidas. Se repetían los juegos retóricos. Se escriben artículos determinando quiénes son los intelectuales de verdad y los falsos. ¿Qué sentido tiene esto? La palabra intelectual define una función, no la calidad.
El debate sobre los intelectuales parece un debate entre intelectuales.
Hay una historia de los intelectuales muy estándar y predecible, que nos hemos contado varias décadas, tanto en España como a nivel intencional. Esa historia siempre ha tenido dos puntos débiles. Se centra demasiado en un grupo muy reducido de personas y en lo que pensaban de los intelectuales; y la influencia que tenía lo que ellos decían de los intelectuales. Pero no puede ser que cuando hablemos de intelectuales nos fijemos solo en Ortega y en Unamuno. El segundo punto débil es la definición del propio objeto de estudio. En la historia sobre los intelectuales se define muy pocas veces lo que se está estudiando. La historia de los intelectuales que contamos empieza diciendo que es una palabra difícil de definir y luego se da una definición «correcta». Y te quedas con eso. Pero es como escribir una historia de la libertad y decir «solo hay una idea de libertad». Con este libro intento cubrir esos huecos: no es verdad que sepamos de qué hablamos y, en segundo lugar, hay que abrir el foco, que no sea solo Ortega y Unamuno sino canciones, cultura popular – a nivel de calle, «los intelectuales se creen muy listos pero se equivocan mucho»–, ese nivel más granular.
«La palabra intelectual define una función, no la calidad»
Parece que realmente el intelectualismo surge con el antiintelectualismo, o que conviven ambos conceptos. Hablas de un «tempranísimo vínculo entre el nuevo uso de intelectual y el discurso antiintelectual».
Aquí hay un paralelismo interesante entre el antiintelectualismo y el antisemitismo. El antisemitismo no dice realmente cosas sobre los judíos, dice cosas sobre los antisemitas. El discurso antisemita no dice una verdad cuando dice que los judíos son avariciosos; lo que dice mucho es sobre las paranoias de los antisemitas. Hay muchas zonas de contacto entre ambos fenómenos. El antiintelectualismo no desvela mucho sobre los intelectuales sino sobre las paranoias de los antiintelectuales. La diferencia, de todas formas, es que el pueblo judío sí que existe, pero en el caso de los intelectuales no sabemos muy bien qué son. La gente a la que se le denomina intelectual se resiste a usar ese concepto para definirse. Es un discurso contra alguien que ni siquiera se reconoce como esa cosa con la que se le define. Es un chivo expiatorio que se actualiza en todos los casos ideológicos. Hay antiintelectualismo clerical, en la década de 1910, y antiintelectualismo socialista y anarquista. Por el devenir histórico de la historia española –porque las dos dictaduras del siglo XX fueron de derecha autoritaria y con un discurso antiintelectual muy fuerte–, asociamos el antiintelectualismo más con las derechas que con las izquierdas. Eso oculta que las izquierdas también han sido muy antiintelectuales: el discurso en las dictaduras comunistas en Europa del Este contra los cosmopolitas, por ejemplo.
Muchas de las críticas en España a los intelectuales parecían críticas contra los liberales. ¿Qué asociación se ha hecho históricamente entre intelectuales y liberales?
Hay una serie de discursos que arrancan en la Ilustración y en la anti Ilustración. Dos siglos después de eso, aparece la palabra intelectual y se inserta en estos discursos de una manera muy orgánica. El discurso antiliberal y antivolteriano, que surge contra la Ilustración y la Revolución francesa, dice muchas de las mismas cosas que se dijeron luego contra los intelectuales. Lo mismo ocurre con el discurso anti-institucionista, que quizás es incluso más influyente. Todo lo que dice Menéndez Pelayo contra la Institución Libre de Enseñanza lo cogen tanto el primorriverismo como el antirrepublicanismo y el franquismo sencillamente introduciendo la palabra intelectual. Es la fuente a donde vuelven los discursos antiintelectuales de derechas en el siglo XX. Y evidentemente Menéndez Pelayo no habla de intelectuales, pero la gente que él identifica como los institucionistas acaban siendo identificados como tales.
¿El franquismo de verdad creía que los intelectuales tenían tanto poder? ¿O eran solo un chivo expiatorio? En el libro comentas que se decía que la dictadura de Primo de Rivera cayó por culpa de los intelectuales. Un discurso que volvió en la Transición.
Esos dos momentos, finales de los veinte y principio de los treinta y finales de los sesenta y principios de los setenta, son dos grandes picos en la discusión pública acerca del papel de los intelectuales. Esa discusión pública da por hecho que lo que dicen y lo que incitan a pensar a las masas es importante. La gente lo creía. Otra cosa es que eso fuera cierto. Y aquí es donde animo a ser un poco más cauto. UGT tuvo una importancia infinitamente mayor que la Agrupación al Servicio de la República. Otra cosa es que para las clases burguesas fuera más visible lo que estaba haciendo la Agrupación al Servicio de la República que lo que estaba haciendo UGT en la conflictividad laboral, pero eso no significa que fuera más importante Ortega que Largo Caballero. Dicho lo cual, aquí volvemos a la cuestión del chivo expiatorio. Sobre todo, para los sectores a los que no les gusta este cambio que se está produciendo, es muy útil identificar a los intelectuales como los que han «descarriado» a los españoles de su natural sentir. La derecha antirrepublicana piensa que el pueblo español es ontológicamente monárquico y católico, entonces no puede ser que la gente haya aceptado la república. Les han engañado los intelectuales. El tardofranquismo hace lo mismo. Pero, como eso casa bien con lo que sectores del antifranquismo quieren pensar de sí mismos –es decir, «nosotros hemos ayudado a las masas a encontrar su voz y a luchar contra al franquismo»–, hay una relación especular. A ambos les conviene decir que los intelectuales cambiaron el ánimo del pueblo.
«El antiintelectualismo es un chivo expiatorio que se actualiza en todos los casos ideológicos»
Hablas de una «patrimonialización republicana de la intelectualidad» en los años treinta. A veces se dice que el fascismo español no tuvo realmente una intelectualidad, o al menos no igual que el fascismo italiano, que era más vanguardista y tenía ideas estéticas más claras.
Bueno, aquí teníamos por ejemplo a Agustín de Foxá, por hablar de vanguardistas. Creo que hay mucho vanguardismo cultural en la primera Falange. Otra cosa es que luego en la guerra muchos de ellos mueren. A Ledesma Ramos, que es el principal teórico del fascismo en España –más que Giménez Caballero–, se lo cargan en la guerra. Hay ahí también una quiebra que no ocurre en Italia. El franquismo se empieza a desfascistizar muy pronto.
Pero, volviendo a lo de antes, tenemos Madrid de corte a checa de Agustín Foxá, que es quizá la gran novela de los nacionales sobre la guerra, o Eugenio o la proclamación de la primavera: buena parte de la creación literaria sobre la guerra la escriben falangistas vanguardistas. Por ejemplo, el Grupo de Burgos; Dionisio Ridruejo o Laín Entralgo, falangistas muy jóvenes que hacen la guerra cuando son muy críos y luego van a formar parte de lo que ellos piensan que va a ser el establishment cultural del régimen, ven muy pronto que el franquismo va a ser otra cosa. Y ellos no solo quedan orillados, sino que comienzan un tránsito ideológico que los va a llevar al antifranquismo. Esto desdibuja nuestra idea del intelectual falangista, porque en muchos casos va a acabar siendo un intelectual antifranquista. Muchos con el paso de los años serían firmantes del manifiesto a favor del PSOE en el 82: Aranguren, Ridruejo, Entralgo. ¿Los contamos como parte de la intelectualidad falangista o de la intelectualidad que acabó apoyando al PSOE? Y volviendo a lo de antes. El fascismo prioriza la acción sobre el pensamiento. Pero si lo pensamos, el leninismo también. Y la difícil relación que tiene la Unión Soviética con sus creadores y sus vanguardias tiene que ver con esto.
Pero el leninismo o el bolchevismo sí tenían un culto del estudio, de las obras de Marx, por ejemplo. Había un corpus de lecturas casi sagradas. Se promovía la educación y la alfabetización para luego adoctrinar.
El fascismo es realmente extraño como ente ideológico porque surge y llega al poder en la misma década. Pero el comunismo, depende dónde lo ubiques, entre que Marx publica el Manifiesto comunista y llega al poder en Rusia pasa mucho tiempo. Es un movimiento que crece en la clandestinidad y con esa pretensión de ser científico, y requiere una serie de lecturas.
¿Qué relación hay entre el intelectual y el disidente? Javier Cercas describió en Letras Libres al intelectual como un “hombre que dice NO”.
Es absurdo intentar establecer una idea correcta de qué es un intelectual. Y ese artículo intenta precisamente eso. Normalmente cuando hacemos eso es porque es lo que consideramos deseable en una figura pública. La idea del intelectual como disidente tiene una historia muy larga. El propio Cercas dice que no está siendo muy original. Es la idea de J’accuse, el intelectual que dice la verdad al poder. Si esto es así, la historia de los intelectuales incluye a muy pocas personas, incluidas personas que no han sido muy famosas ni muy brillantes. Muchas veces los más valientes y coherentes no son los más exitosos. Y luego este debate nos lleva a preguntarnos lo de siempre: ¿era Heidegger un intelectual o no? Potencia intelectual tenía y daba mil vueltas a muchos. ¿Aranguren era un intelectual? Puede que dijera algunas verdades incómodas al poder durante el franquismo, también es verdad que a Aranguren no le gustaba que se dijeran verdades incómodas sobre el castrismo, como se vio en el Caso Padilla. Intelectual es una palabra, y su verdad depende de sus usos lingüísticos. Esto no es escolástica, no podemos establecer una verdadera esencia.
Tengo la sensación de que en España se critica mucho al intelectual como diletante y cuñado porque somos una sociedad muy corporativista, que valora las credenciales, la especialización. Un intelectual sin cátedra, sin profesión clara, es visto con escepticismo. ¿Estás de acuerdo?
Stefan Collini en su libro Absent minds dice que una de las ideas más recurrentes del intelectual es alguien que tiene un reconocimiento en un área, pero para ser reconocido como intelectual tiene que trascenderla y hablar sobre cuestiones de interés general. Esto que es constitutivo de lo que consideran muchos un intelectual es también constitutivo de la gran trampa. Porque en el momento en el que sales del área que conoces puedes patinar mucho. Esto no es privativo de la España post-15M, que es cuando surge el enfrentamiento entre el intelectual y el experto, también como parte de la aparición de un nuevo grupo que quiere intervenir en la discusión pública, que son los politólogos. Pero es que esto está en el primorriverismo, por ejemplo. Cuando se critica a Unamuno por meterse con el régimen, mucha gente dice: «¿qué tiene que decir un experto en filosofía o un catedrático de griego sobre la política de obras públicas del dictador?». No creo que el credencialismo sea una cualidad solo española. Incluso creo que lo importamos del mundo anglosajón. Cuando se hablaba de Ortega y Unamuno, muy pocas veces veo en los textos en los años veinte y treinta que se hablaran sobre sus credenciales. Nunca se usa eso para dar más autoridad a sus pronunciamientos. Es verdad que estamos en una sociedad muy distinta. La gente en esa época que tenía acceso a estudios era ínfima. Hoy todos tenemos estudios universitarios.
«Quizá en treinta años diremos que desapareció la figura del intelectual sustituido por los ‘tiktokers’ o quizá reconozcamos que en esos ‘tiktokers’ estaban los intelectuales»
Hablando de esto. ¿Hasta qué punto la decadencia del intelectual en el siglo XX, al menos en el discurso convencional, tiene que ver con la democratización y universalización de la educación? ¿Es el intelectual clásico un producto elitista?
Esto forma parte de la historia que contamos sobre los intelectuales y no sé si aguantaría un examen crítico. Para que esto sea cierto, no debería existir discurso antiintelectual en los años veinte y treinta porque era una sociedad en la que el conocimiento no estaba democratizado y la gente miraba a los intelectuales como guía. Sin embargo, había mucho antiintelectualismo. El segundo problema que veo con esa tesis es que el conocimiento no estaba muy democratizado en los años treinta, pero lo estaba mucho más que en el siglo XVIII. Y la palabra intelectual surge con la sociedad de masas y la política de masas. Empiezan a surgir clases medias y hay unas clases obreras alfabetizadas, con sus casas del pueblo y con una estructura asociativa (la CNT tenía un millón de afiliados). Era una sociedad en la que el conocimiento se estaba democratizando. A los intelectuales es más fácil verlos en el pasado que en el presente. El presente parece más caótico y siempre está poco claro quiénes son los referentes que van a quedar. Quizá en treinta años diremos que efectivamente desapareció la figura del intelectual por completo y fue sustituido por los tiktokers. O quizá reconozcamos que en esos tiktokers estaban los intelectuales del momento.
En España la política es casi inexistente fuera de los partidos. El intelectual, por lo tanto, es en cierto modo un intelectual «orgánico», se le adscribe rápidamente una afiliación política.
Por eso el 15M, con todos sus adanismos, muchos lo reconocimos como algo muy valioso. Porque era la primera vez que había política fuera de los partidos, al menos en el tiempo vital de muchos de nosotros. Los partidos crean los discursos y los argumentarios y luego hay voces que repiten esos discursos. Pero quiero pensar que la ciudadanía sabe distinguir entre uno que repite argumentario y uno que tiene ideas propias. A veces mezclamos cosas: una cosa es la historia de los intelectuales, otra la de los medios y otra la de la política. Esta politización tiene más que ver con los medios en España, con la enorme capacidad del poder político de influir en los medios, algo que ha sido muy visible en los últimos años.
¿Ha muerto ya la era del politólogo?
Lo decía Ramón González Férriz: el intelectual al menos duró cien años; los politólogos han durado cinco. Pero también porque ha muerto la era reformista. Ya nadie habla de corrupción como antes, o de policies. Y es algo que murió con la moción de censura contra Rajoy.
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