Sociedad

¿Por qué nos cuesta ser consecuentes?

La coherencia entre lo que se hace y lo que se piensa se ha convertido en una exigencia compleja. Ser consecuentes con los propios principios exige a las personas enfrentarse a sus miedos.

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Tyler Hewitt
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07
febrero
2023

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Tyler Hewitt

Un político que tacha de vergonzoso un acto que él, tiempo después, realiza; una promesa que se incumple; la respuesta que miente al amigo cuando nos pregunta qué opinión nos merece su pareja; negar en público que uno profesa una fe, que destina parte de su tiempo a ver programas basura, que vota a una determinada formación política; aceptar una suma indecente de dinero a cambio de anunciar casas de apuestas. Negar haber conocido al maestro para escuchar más tarde el canto del gallo. ¿Por qué nos cuesta ser consecuentes, mantener la coherencia?

Coherente, del latín cohaerentia, relación íntima y completa entre distintas partes. La coherencia es la armonía entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos.

Sin ser fácil establecer un cuaderno de bitácora propio con el que identificarnos –un mapa de valores con el que orientarnos en el día a día– en el que la rigidez se sustituya con la adhesión convencida, pensar es el estadio de uno mismo que menos fricciones plantea. Uno lo hace reflexionando consigo, se rinde cuentas a sí, se explica en la intimidad por qué considera buena y deseable la manera que ha escogido para desenvolverse por la vida (vinculada, en mayor o menor medida, a un sistema filosófico, político, religioso, ideológico). El pensamiento compromete con uno mismo.

La palabra ya es pública. Entra en contacto con el discurso del otro y puede ser puesta en entredicho, refutada, convertirse en objeto de crítica o de ironía. Surge el miedo al rechazo, al desamparo, a herir a quien apreciamos. El caso del amigo que nos deja para leer su manuscrito y nos resulta mortalmente aburrido, insustancial, prescindible. ¿Se lo diremos? Nos excusamos en que dinamitaríamos su autoestima, así que mentimos. O guardamos silencio. En ocasiones creemos que ser coherentes es sinónimo de impertinencia. No lo es. Hay maneras de decir las cosas que nos permiten ser honestos con el otro y coherentes con las palabras que pronunciamos. Seguramente le duela nuestro juicio, pero agradecerá la sinceridad, imprescindible para hacer sólida cualquier tipo de relación.

La palabra entra en contacto con el discurso del otro y puede ser puesta en entredicho, refutada, convertirse en objeto de crítica o de ironía

Nuestros actos son el dictum, aquello que confirma la autoridad de nuestra palabra. Lo que la autentifica. Cuanto la confirma o la deslegitima. Obras son amores, dice el refranero; que también nos recuerda que «lo que se dice con la boca se borra con el codo». Entra en cuestión qué respeto puede merecer quien defiende con vehemencia el sistema de educación pública y lleva a sus hijos a la escuela privada, un cristiano racista o un juez que maltrate a sus hijos.

No ser coherente siembra a nuestro alrededor desconfianza, desengaño, escrúpulo. Y causa malestar, porque somos conscientes de que hay una disociación entre lo que creemos bueno y lo que decimos y hacemos.

Hay una única y poderosa razón que explica este desafine, este comportamiento desentendido de la coherencia: el miedo. Miedo a ser excluido, a perder el amor del otro, a su respuesta incómoda, a ser señalado, aislado, a complicarnos el día, o la vida, al conflicto, a quedarse solo… Esto es humano. Más perverso es el cinismo, ese que gasta el político que abre el artículo, el que se compromete en público a no hacer jamás tal cosa y, llegado el momento, traiciona su palabra sin reconocerlo.

La culpa, o ese desacorde que detectamos rápidamente cuando surge la incoherencia, nos avisa de la falta de concordancia. Esto no significa que nuestro pensamiento haya de ser inamovible. Es imposible (e insano) pensar del mismo modo en la adolescencia que en la madurez o senectud. Tampoco se trata de tener que cambiar de manera radical la esencia de nuestro pensamiento, pero la propia experiencia lo matiza, lo enriquece, lo hace menos dogmático. Así como nuestro cuerpo se modifica, también el pensamiento.

Uno vive en sociedad, y en ella intervienen multitud de implicaciones políticas, sociales, económicas, anímicas, religiosas, afectivas… que condicionan un escenario ya de por sí confuso, líquido, cambiante, sujeto a una relatividad cada vez más ancha. Una época en la que la verdad, la belleza y la bondad (la tríada que instauró Platón para una vida sana y que fue asumida, con matices, en los siglos posteriores) ha pasado a segundo plano, donde impera el utilitarismo, el dinero como centro neurálgico del deseo, lo sucedáneo y el espectáculo, no alimenta la voluntad que se requiere para ser coherente.

De nuevo la voz popular nos recuerda que hay tres cosas que nunca regresan: las palabras dichas, el tiempo y las ocasiones perdidas. En efecto, uno puede retractarse de sus palabras, pero no puede no haberlas dicho. La ocasión que se nos presenta para encarnar nuestro pensamiento y que esquivamos era irrepetible. Quizás vengan otras, pero esa, como las golondrinas de Bécquer, no volverá. Lo mismo sucede con el tiempo transcurrido. Pero el que está por venir podemos aprovecharlo para rectificar el error. Disculparse, con uno y con los demás, cuando (nos) hemos fallado.

Demos forma al pensamiento, seamos capaces de sostener nuestra palabra, hagámonos responsable de nuestros actos. No hay mayor confusión que no decir lo que pensamos y no hacer lo que decimos.

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