Educación

La universidad del (des)conocimiento

Hoy comprobamos que los conocimientos se sustituyen por competencias, la inteligencia intelectiva por la emocional y las ciencias y humanidades por el utilitarismo. ¿Estamos atrapados en una visión instrumental de la educación?

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17
mayo
2022

Preparar individuos que sean aptos para el mercado laboral es el cometido que está ocupando una mayor presencia en el sistema educativo. En los últimos años, los centros de educación –y particularmente la universidad– parecen estar olvidando su función básica de formar ciudadanos críticos para focalizarse casi en exclusiva en la formación de trabajadores para el futuro mercado laboral. No está claro, sin embargo, cuáles serán estos trabajos, aunque sí las condiciones y el contexto en que concurrirán: resulta bastante evidente la tendencia hacia la precariedad y la desregulación del mercado laboral, para lo cual se va a requerir de individuos cada vez más adaptables, flexibles y resilientes. Estas competencias no son en principio negativas, ya que virtudes como la persistencia, la constancia o el esfuerzo son clave para poder alcanzar cualquier meta relevante en la vida, así como para desarrollarnos en cuanto personas. Cuestión distinta es que lo que acabemos generando sea un patrón de individuo moldeable y adaptable a todo tipo de trabajos temporales, esporádicos y precarios. Esto último sería positivo seguramente para parte del empresariado, pero seguramente no tanto para el conjunto de la sociedad.

Creemos que el sistema educativo no debería convertirse en una suerte de proyecto de ingeniería social para suministrar mano de obra adaptada a las exigencias del mercado. Tampoco la universidad debería abandonar el ideal encerrado en la búsqueda de la verdad y el conocimiento. No obstante, lo que hoy observamos es que en la universidad los conocimientos se sustituyen por competencias, la inteligencia intelectiva por la emocional y las ciencias y humanidades por el utilitarismo. De este modo, parece estar tomando partida una visión instrumentalista de la educación, finiquitando toda aquella formación que no resulte útil, aplicable o práctica. Todo ello con la con la connivencia de una pedagogía supuestamente innovadora, y es que ahora parece que lo importante ya no es saber sino saber hacer; es decir, adquirir competencias aplicables, de ahí que la transferencia de conocimientos pierda importancia sobre la adquisición de competencias prácticas. Lo subjetivo prima ahora sobre lo objetivo, mientras que el discurso de las emociones prima sobre el de la racionalidad.

El desarrollo de competencias aptas para el futuro profesional del estudiante es ahora el eje sobre el que gira hoy la docencia universitaria, pero si no conocemos cuáles serán los puestos del futuro, ¿qué competencias van a ser necesarias para desarrollarlos? Nos movemos, hoy, por un terreno muy resbaladizo. En cambio, sí podemos partir de una base mucho más estable y duradera como son los saberes teóricos, los principios básicos o las teorías fundamentales. Estos ofrecen un marco de referencia desde donde poder explorar y aplicar nuevas ideas y, paradójicamente, desarrollar nuevas competencias (ya que esto es lo que parece pretenderse). Aprender competencias sin saber por qué y para qué se hace, limitándonos a formar en la simple ejecución de tareas, nos lleva a conformarnos con una visión meramente utilitarista de la educación que impide avanzar en la construcción de conocimiento, lo que desvirtúa el verdadero cometido de la universidad.

Lo subjetivo prima ahora sobre lo objetivo, mientras que el discurso de las emociones prima sobre el de la racionalidad

Este modelo de educación en competencias ha venido auspiciado por las prácticas docentes que se denominan innovadoras, si bien la mayoría tienen poco de novedosas. La ortodoxia docente declara que no se memoricen contenidos, que prime la faceta emocional sobre la cognitiva y que el aprendizaje se centre en aquellas competencias imprescindibles.

Todo este modelo educativo encaja con un tipo de metodologías docentes activas que preparan al estudiante para adquirir las denominadas soft skills (o habilidades blandas). Entre estas podemos encontrar habilidades como el trabajo en equipo, la resolución de problemas, la flexibilidad o adaptación al entorno, la empatía, el liderazgo, la negociación o el control del estrés. Estas habilidades se pueden potenciar a través de las llamadas metodologías docentes activas y participativas en las que se incluyen el trabajo cooperativo, el aprendizaje basado en proyectos, el aula invertida o el aprendizaje basado en retos. En cambio, las metodologías tradicionales como la clase magistral –utilizada por las primeras universidades alrededor del siglo XII– se basan en la transmisión de conocimientos, tengan estos mayor o menor utilidad o permitan adquirir (o no) una serie de competencias profesionales. Pese a que estas metodologías han sido y siguen siendo ampliamente denostadas desde los distintos estamentos políticos, económicos y mediáticos, ya que no encajan con la ortodoxia actual en la educación, debemos refrendar su valor y defender su potencial. Esta metodología docente requiere de una lección magistral sobre una temática, así como una discusión posterior en la que se exponía una tesis, planteando objeciones, dificultades y conclusiones.

Parece como si hoy todo fuera cuestión de aprender haciendo, sin reflexionar sobre por qué y para qué se hace algo, pero la transferencia y asimilación de conocimientos es la fase previa requerida para la construcción del conocimiento y, por ello, el aprendizaje teórico no puede ser relegado a una posición anecdótica. En todo este proceso de transferencia del conocimiento no podemos tampoco subestimar el papel que ocupan las metodologías más tradicionales, como la clase magistral. El saber teórico, por tanto, no puede quedar desplazado del proceso de aprendizaje y las metodologías que más lo facilitan no pueden quedar proscritas.

En general, la crítica al modelo universitario basado en las competencias suele defenderse con que la alternativa es un modelo caduco, obsoleto, antiguo y nada innovador. Sin embargo, eso no es lo que se sugiere o propone aquí. No creemos que haya nadie que pretenda un modelo universitario en el que solo se busque aprender información o reproducirla como papagayos; tampoco un modelo centrado únicamente en el profesorado o en el que el alumnado deba ser pasivo. Nadie rechaza tampoco el desarrollo de ciertas habilidades, siempre y cuando no se penalicen los conocimientos. De hecho, entendemos que la clave reside en la emergencia de una universidad del conocimiento orientada al pensamiento crítico –centrada en el binomio profesor-estudiante– donde haya un uso equilibrado de la tecnología, en la que el profesor se sitúe como referente intelectual y en la que al alumnado se le exija una participación crítica.

Debemos reflexionar, por tanto, sobre el papel que debe cumplir la universidad. Su rol no puede ser meramente reactivo; es decir, no debe ser el de una universidad sometida a los dictámenes de la economía de mercado y a las desideratas de las empresas. Debería ser lo contrario: un actor social que provoque cambios de paradigma, estimulando acciones para el progreso del conjunto de la sociedad y reivindicando los movimientos que sean oportunos. Es decir, que siga siendo aquello que siempre fue: un templo del conocimiento.


Jacob Guinot Reinders es profesor en la Universitat Jaume I y Ricardo Chiva es catedrático en la Universitat Jaume I.

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