Sociedad

¿Domingo? Melancolía

El final de la semana trae consigo también el comienzo de esa angustia aparentemente espontánea. La misma que nos ancla al sofá con un deseo: que el día acabe lo antes posible.

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15
febrero
2023

Al igual que una estrella siniestra, el domingo cuenta con una luz peculiar: se ilumina con esos «rayos invisibles y pesados que me clavan al suelo, a la cama, al mutismo, a la renuncia» que Julia Kristeva mencionaba a propósito de la melancolía en Sol negro. Un orbe similar al que señalaba La Rochefoucauld cuando defendía que «ni el sol ni la muerte se dejan mirar directamente». La propia luz es distinta al asomarse a la ventana: se vuelve entonces esencialmente crepuscular y, como tal, anuncia un final con la misma desvergüenza que la luz de agosto indica el final estival. Anuncia, con la misma angustia que los tambores bélicos, el fin de la semana (y, por tanto, de la paz dominical).

Como si se tratara de un eterno retorno, donde el mundo se extingue tan solo para volver a crearse, la llegada del lunes y el comienzo –simbólico o real– de la semana, con sus agotadores fantasmas productivos, altera el ánimo de forma aparentemente arbitraria. No hay forma de evadirse, como si la tristeza fuera congénita y se acarreara en el pecho sin remedio. Es el sol que, negro o no, proyecta nuestras sombras sobre el asfalto. Al fin y al cabo, el domingo también representa no solo el fin de esa paz inusual, sino la más absoluta inactividad en el imaginario: es el día adecuado para no hacer nada (y, por tanto, para mirar de forma inadvertida al vacío).

Algunas corrientes psicológicas prestan especial atención a esta oda a la improductividad, como la logoterapia, donde es posible encontrar una clasificación de las neurosis. Entre ellas se encuentra la «neurosis de domingo o aburrimiento», que surge a raíz de la inactividad de las personas cuando estas tienen tiempo de hacer lo que quieren (o lo que es lo mismo: cuando tienen la posibilidad de no hacer nada).

Suyas son, así, la enfermedad y el remedio: quebrantar el ritmo productivo nos ayuda a descansar, pero la misma pausa que nos ofrece placer nos inunda, de pronto, con las preguntas que la semana no permite formular. Es el motivo por el que el domingo, tan proclive a la melancolía, nos hace mirar en ocasiones al lejano horizonte de un pasado distorsionado. Supone un forzoso paso adelante, una semana más en la que mirarse al espejo y cuestionarse si el lugar donde estamos es, en realidad, el lugar donde queremos estar. ¿Nos encontraremos más cerca de nuestros inalcanzables deseos esta nueva semana?

La tristeza inherente al domingo, no obstante, se encuentra en cada cultura y en individuos de toda clase, condición y género

Se trata también, por tanto, de una angustia existencial, de una angustia del ser. La ligera ansiedad que nos corroe y que nos silba despreocupadamente al oído es, en parte, la náusea de la que Jean-Paul Sartre ya hablaba en 1938. «Desearía tanto abandonarme, olvidarme, dormir. Pero no puedo, me sofoco: la existencia me penetra por todas partes, por los ojos, por la nariz, por la boca… y de golpe, de un solo golpe el velo se desgarra, he comprendido, he visto», relataba Antoine Roquentin, protagonista de La náusea (y representante del existencialismo más crudo).

Este despertar, duro e inclemente, es similar al que acompaña al individuo durante su jornada dominical. Supone salir de un letargo tan incómodo como acogedor: estoy aquí, siento el peso sobre mis hombros, el planeta girar bajo mis pies. ¿Cuánto durará la ligereza del descanso, que me permite relajarme y, a la vez, sufrir frente al espejo? La soledad, el descontento –o explotación– laboral, el mantenimiento de relaciones superfluas y las expectativas futuras son algunos de los desencadenantes de un interrogatorio siempre incómodo. La latente melancolía dominical puede llegar a convertirse, además, en el aguijón del pensamiento: para Aristóteles, por ejemplo, esta es, en general, extensible a la inquietud del individuo. Algo similar a lo que sostenía Dostoyevski en Diarios de un escritor: aquel que piensa, sufre.

La inherente tristeza del domingo se encuentra en cada cultura, así como en individuos de toda condición, lo que levanta una sospecha: que el problema principal se encuentra en la locución latina atribuida a Virgilio, tempus fugit (es decir, «el tiempo vuela»). De este modo, más allá del paso de cada día, la semana se yergue como uno de los símbolos principales –aunque menores– del paso del tiempo: termina la semana y termina un nuevo ciclo temporal al que le seguirá, posteriormente, el mes y, finalmente, el año. Y así, como si hubieran raptado de nuevo a Perséfone, el ciclo vida-muerte se reinicia eternamente hasta la llegada de la muerte. Cioran era fríamente consciente: «Mi misión es matar al tiempo y la de este es matarme a mí».

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