Opinión

Asistencia sexual: el derecho al propio cuerpo

‘La consagración de la primavera’ ha llevado a primera línea del debate público la asistencia sexual. Dos puntos marcan la discusión: no existe el derecho a que una persona pague por sexo, pero sí el de poder disfrutar de la propia sexualidad.

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23
febrero
2023
Un fotograma de ‘La consagración de la primavera’, película que aborda la asistencia sexual

Hace unas semanas, el actor Telmo Irureta recibió el Goya de mejor actor revelación por La consagración de la primavera. La película, dirigida por Fernando Franco, expone la represión sexual que sufren las personas con discapacidad y se atreve a explorar un tema que continúa siendo incómodo: la asistencia sexual.

Durante la ceremonia de los premios, Irureta reivindicó que las personas con discapacidad son deseables y deseantes. Lo hizo no solo como actor sino también como hombre con parálisis cerebral y abiertamente, homosexual: «Nosotros también existimos. Nosotros también follamos». Sus palabras fueron objeto de diferentes reacciones: mientras el auditorio se deshacía en aplausos, algunas voces feministas se lamentaban en Twitter, invisibilizaban su condición sexual y señalaban que la reivindicación del actor no era más que un blanqueamiento de la prostitución. La indignación fue in crescendo y se convirtió en todo un ejercicio de acoso mediático contra el intérprete. De repente, Irureta era un proxeneta, un putero, un explotador de mujeres y, en definitiva, un monstruo.

No es la primera vez que la asistencia sexual a personas con discapacidad salta al debate social. En 2015, el documental Yes, we fuck puso de manifiesto que el apoyo y promoción de la autonomía de las personas con discapacidad pasa por comprender y facilitar que también tienen derecho al propio cuerpo, esto es, al placer, al erotismo y por ende, a una vida sexual.  A diferencia de lo que ocurre en países como Alemania o Suiza, donde la asistencia sexual se reconoce como un tema de salud y cuidados, en nuestro país, este servicio se mueve en la alegalidad. En la asistencia sexual convergen dos funciones claves: la asistencia personal y el trabajo sexual. Mientras que la primera goza de gran aceptación comunitaria y ha permitido que se eliminen barreras en materia de educación, empleo, accesibilidad o salud, la segunda se mueve entre el estigma y la falta de un consenso social. Pese a la controversia, la asistencia sexual forma parte de la vida de muchas personas, a veces constituye una experiencia placentera y otras un anhelo.

Al margen de las reacciones que despertó el discurso de Irureta, conviene facilitar una mirada reflexiva y crítica sobre la polémica. Es injusto (y demagogo) que se confunda la asistencia sexual con un tipo de explotación sexual. Los prejuicios y estereotipos sobre la sexualidad no solo se utilizan para agitar los pánicos morales, a menudo se recurre a ellos para recortar libertades y derechos. Ciertamente, resulta curioso que estas reacciones no partan tanto de movimientos sociales conservadores sino de sectores que se califican como progresistas, como es el caso del feminismo.

Pese a la controversia, la asistencia sexual forma parte de la vida de muchas personas, a veces constituye una experiencia placentera y otras un anhelo

El feminismo de masas ha adquirido una capacidad sin precedentes para influir y reformar las reglas del juego. Ahora bien, algunas de sus reivindicaciones son notoriamente confusas y autoritarias. Un feminismo comprometido con la dignidad humana no puede dar la espalda a las personas con discapacidad funcional y negar que son sujetos de deseo. Sin ir más lejos, palabras como autonomía, consentimiento, placer, límites y derechos marcan las reivindicaciones tanto de la lucha feminista como de los colectivos que reclaman un mayor empoderamiento de las personas con diversidad funcional, como es el caso del Movimiento de Vida Independiente (MVI).

La sexualidad opera como regulación/control y como sanción simbólica a la autonomía de los sujetos, especialmente de aquellos que no tienen una posición dominante y privilegiada en la sociedad: mujeres, trabajadoras sexuales, minorías eróticas o las personas con discapacidad. Este mecanismo de represión social, además de inculcar la sobreprotección de las mujeres frente a la sexualidad supuestamente irrefrenable de los varones, deja poco margen para la disidencia.

Parece que los buenos chicos no pueden pagar por sexo sin coaccionar o intimidar y las buenas chicas no pueden ofrecer voluntariamente sexo por dinero, no pueden estar interesadas en dar placer previo pago sin ser tildadas de pobres víctimas. Esta interpretación de la realidad, sumamente sesgada y simplista, se fundamenta en dos aspectos: los mandatos de género, entendidos como puros, dicotómicos e inamovibles, y la creencia de que el sexo, cuando se sale de lo normativo, de la función reproductiva o de la concepción romántica, es una especie de muerte moral.

Asimismo, conviene señalar que en este debate, hay dos cuestiones que merecen ser puestas sobre la mesa: el sexo (el que se hace) no es un derecho y, a su vez, se puede tener sexo pagando sin que ello suponga un ejercicio de explotación. Independientemente de lo ofensivo que resulte para la moralidad de los otros, las personas (adultas) tienen derecho a tomar decisiones autónomas sobre su intimidad erótica y su cuerpo. Que una persona desee o defienda el hecho de tener sexo pagando no significa que otra tenga la obligación de satisfacerlo. ¿Cuesta entenderlo? Pues aludamos a otro ejemplo: que una persona desee o defienda el cannabis medicinal no significa que otra tenga la obligación de optar solo por ese tratamiento.

La sexualidad es un aspecto integral de la personalidad de todo ser humano. Potenciar su desarrollo contribuye a nuestro bienestar individual, interpersonal y social. La sexualidad integra necesidades básicas relacionadas con el contacto, la expresión emocional, la intimidad, el deseo o el goce. Como decíamos, no existe el derecho a que una persona pague por sexo, pero sí es un derecho que las personas puedan disfrutar de su sexualidad sin sufrir discriminación, coacción o violencia. Los derechos sexuales son derechos humanos y el deseo sexual de las personas con diversidad funcional no puede quedar relegado al tabú social o la intimidad familiar.

Resulta osado que bajo el manto de la superioridad moral se niegue la autodeterminación de las personas que tienen necesidades de apoyo, también en su vida sexual. Ahora bien, esto no debe comprenderse como un extremo: hay personas deseables y deseantes con discapacidad y que tienen sexo sin recurrir a la prostitución o a la asistencia sexual, pero también hay personas cuya discapacidad no entra en los estándares del deseo y, por tanto, no se les puede hacer responsables de que no ligan o no disfrutan de la erótica porque tienen poca autoestima, poca iniciativa o pocas habilidades sociales. Que se exija a las personas con discapacidad, algunas de las cuales ni siquiera pueden alcanzar a tocar sus genitales, que se conformen es cruel e insensible. Sin duda, ese posicionamiento no es más que una muestra de la discriminación que sufren. Las personas con discapacidad tienen derecho a buscar alternativas para disfrutar de su erótica, con ética, sin explotación, con apoyos y por supuesto, con consentimiento.

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