Sociedad

Jesús y John Wayne

En ‘Jesús y John Wayne. Cómo los evangélicos blancos corrompieron una fe y fracturaron una nación’ (Capitán Swing), Kristin Kobes du Mez analiza el simbolismo tras la masculinidad y el liderazgo estadounidense. Cuestión que, para gran parte de la población norteamericana, sujeta los cimientos de la propia civilización.

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05
enero
2023

El camino que acaba con John Wayne convertido en un icono de la masculinidad cristiana está sembrado de un pintoresco elenco de personajes, desde el primer presidente vaquero hasta un jugador de baloncesto convertido en predicador, pasando por un cowboy cantante y un apuesto joven evangélico.

Hacia principios del siglo XX, los cristianos habían identificado que tenían un problema de masculinidad. Incapaces de desembarazarse de la sensación de que el cristianismo no transpiraba masculinidad, muchos culpaban a la propia fe o, cuando menos, a la «feminización» del cristianismo victoriano, que privilegiaba la amabilidad, la contención y una respuesta emotiva al mensaje de los evangelios. Pero la masculinidad estadounidense también había experimentado recientemente grandes cambios, lo cual avivaba aquella sensación de desasosiego. Durante gran parte del siglo XIX, cuando la mayoría de los hombres se ganaban la vida como granjeros o con el trabajo manual, o bien como propietarios de pequeños negocios, la masculinidad no parecía tener flaquezas. Durante aquella época, la virilidad cristiana implicaba trabajo duro y frugalidad, además de la capacidad de desplegar la debida contención caballeresca. Al fin y al cabo, la abnegación era una virtud útil para los empresarios y los trabajadores diligentes. Pero en la década de 1890, este modelo de contención varonil había empezado a tambalearse.

La nueva economía corporativa de mercado conllevaba que un número creciente de hombres fichara para ganarse la vida, y la autodisciplina ya no prometía la misma recompensa. A medida que los hombres fueron emigrando a las ciudades, su trabajo cambió de manera significativa. Y en el caso de aquellos cuya fortaleza se volvió superflua, hombres que dejaron de identificarse como productores, su propia virilidad pareció ponerse en entredicho. Hubo, asimismo, otras alteraciones. Comenzaron a arribar a orillas del país inmigrantes del sur y del este de Europa, y «nuevas mujeres» empezaron a estudiar en universidades, se incorporaron al mercado laboral, montaban en bicicleta, llevaban bombachas y tenían menos hijos. A la vista de todos aquellos cambios, las viejas nociones de masculinidad se antojaban insuficientes. Y los hombres protestantes blancos y autóctonos empezaron a reafirmar un nuevo tipo de masculinidad más tosca y dura. Ni más ni menos que el futuro de la nación, el futuro incluso de la «civilización» cristiana blanca, parecía estar en juego.

El nuevo imperialismo estadounidense quedó enmarcado como un esfuerzo conservador por restaurar la virilidad norteamericana

Nadie defendía esta nueva masculinidad norteamericana con más entusiasmo que Theodore Roosevelt. De joven, Roosevelt había sido objeto de escarnio por su «voz aguda, sus pantalones ajustados y su elegante ropa», y se habían mofado de él llamándolo «enclenque» y «mariquita». Pero Roosevelt ansiaba poder. Decidido a reinventarse, viajó al oeste del país y se transformó en el «Cowboy de las Dakotas». Sería en la frontera donde se forjaría una nueva masculinidad, en un lugar donde los hombres (blancos) imponían orden al salvajismo, donde los hombres, armados, mantenían a sus familias y se encargaban de la protección, y donde se ejercería la violencia en aras de un bien mayor. Si el Salvaje Oeste había podido convertir al «exquisito señor Roosevelt» en un espécimen masculino hosco, quizá pudiera hacer lo mismo con la virilidad estadounidense en general, se pensaba. Pero aquel plan tenía un defecto. Mientras Roosevelt pulía su masculinidad en la frontera occidental, el mítico Oeste se desvanecía. La virilidad estadounidense tosca debería forjarse en otro sitio, en las nuevas fronteras del imperio. El paso a un escenario global quedó perfectamente encapsulado en los «Rough Riders» de Roosevelt, nombre que recibió el 1er Regimiento de la Caballería Voluntaria de Estados Unidos durante la Guerra Hispano-Estadounidense, una guerra que el propio Roosevelt contribuyó a declarar. De este modo, el nuevo imperialismo estadounidense quedó enmarcado como un esfuerzo conservador por restaurar la virilidad norteamericana.

Con su énfasis en la bondad y la contención, el cristianismo victoriano se antojó de pronto insuficientemente masculino

Cuando Roosevelt fue nombrado presidente en 1901, la imagen personificada de la virilidad estadounidense heroica se convirtió en el líder indiscutible de la nación americana. Él, que encarnaba una masculinidad violenta y fantasiosa, y que posteriormente inyectó dicha sensibilidad a la política nacional, inculcó a los hombres corrientes la idea de que estaban participando en una causa superior. La hipermasculinidad de Roosevelt apeló a los hombres inquietos por su propia situación y la del país. Para muchos, ambas inquietudes acabarían siendo inseparables.

Los cristianos estadounidenses afrontaron el desafío de reconciliar esta nueva masculinidad agresiva con la virtud cristiana tradicional. Con su énfasis en la bondad y la contención, el cristianismo victoriano se antojó de pronto insuficientemente masculino. No podía esperarse que hombres viriles y agresivos se sometieran a una fe tan castrante; de ahí que en la década de 1910, los hombres cristianos se propusieran «remasculinizar» el cristianismo estadounidense. Con la intención de contrarrestar las «virtudes femeninas» que habían acabado dominando la fe, insistieron en que el cristianismo también era «en esencia masculino, combativo y guerrero». Había llegado el momento de que los hombres retomaran las riendas de la iglesia. Existía un precedente de estos remiendos de la virtud cristiana. En el Sur de Estados Unidos, la masculinidad blanca abogaba desde hacía tiempo por la imposición sobre las personas dependientes, a saber: las mujeres, los niños y los esclavos. Los hombres sureños mantenían una supervisión vigilante sobre dichas personas y, por extensión, sobre el orden social en general. En un inicio, esta cultura sureña de superioridad y honor parecía entrar en conflicto con los impulsos igualitarios de la cristiandad evangélica (según el apóstol Pablo, Cristo no era un esclavo ni un hombre libre, ni masculino ni femenino). Pero los evangélicos sureños dieron con una manera de definir la virilidad cristiana de tal modo que santificara la agresión; con el fin de mantener el orden y cumplir su papel como protectores, hay momentos en los que los hombres cristianos deben recurrir a la violencia. Así, a principios del siglo XX, una masculinidad tosca unió a los hombres blancos del Norte y del Sur y transformó el cristianismo estadounidense.


Este es un fragmento de ‘Jesús y John Wayne. Cómo los evangélicos blancos corrompieron una fe y fracturaron una nación‘ (Capitán Swing), por Kristin Kobes du Mez.

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