Opinión

Seducir y ser seducido

La vejez llega cuando una persona ha perdido el interés por seducir y no encuentra motivos que le seduzcan. En un país donde los representantes públicos parecen cada vez más encerrados al lado de los suyos, podemos afirmar sin miedo a equivocarnos que estamos ante un sistema cada vez más viejo y desgastado.

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12
diciembre
2022
‘La sirena’ (1894), por Herbert James Draper.

Existen muchas maneras de definir la vejez, pero una de las más significativas tiene que ver con la voluntad de seducir y ser seducido. La vejez llega, entre otras cosas, cuando una persona ha perdido el interés por seducir, a la vez que no encuentra motivos que le seduzcan. Cuando se asienta en el sujeto el desinterés por seducir, el otro pierde relevancia. La voluntad de seducir es consustancial a todos nosotros. Nuestra historia, al estar configurada bajo paradigmas biológicos y sociales de interdependencia, al precisar de mecanismos de cuidado comunitarios para poder desarrollarnos, ha facilitado la implementación de procesos de seducción. Ser estimado por el otro y reconocer el deseo de gustar son bienes de primera necesidad en la construcción de la identidad. La importancia de esos procesos pasa por reconocer que su logro termina configurando, en parte, la estima de uno mismo, la autoestima, de ahí la necesidad de poner en valor, reconocer y activar los mecanismos de seducción.  

A pesar de ello, lo que valida un espíritu jovial no pasa por lograr el éxito en el proceso seductor. No en vano, las enseñanzas de Epicteto ya nos advertían de que no configurásemos el peso de la identidad sobre cuestiones que no dependen de nosotros, entre las cuales se encuentran los afectos de los demás. Que el otro termine siendo afectado por nuestras intenciones seductoras no depende en exclusiva de nosotros, de modo que un proceso de seducción saludable se centra en el acto de seducir y no tanto en el resultado de la seducción. Cuando se entiende la importancia de la seducción, la voluntad se orienta a querer seguir seduciendo, con independencia del resultado. Hay vida cuando hay voluntad de seducir. De igual modo, se potencia la grandeza de la existencia desde el momento en el que uno ansía ser seducido. En el sujeto paciente es necesario que exista un principio de voluntad «a ser seducido». Esto conlleva que todo proceso de seducción exitoso se configure en torno a dos voluntades abiertas (seductor-seducido) que se terminan encontrando.

Partiendo de estas premisas, y teniendo en cuenta la definición de vejez con la hemos comenzamos este artículo, podríamos afirmar que nuestra política está añeja, envejecida y desgastada. Muchos de nuestros representantes son personas que han perdido el interés por seducir y se han cerrado a la posibilidad de ser seducidos. Sus peroratas se someten a un código de reafirmación de lo propio, de los suyos, tratando de cerrar filas en torno a los que ya han sido seducidos.

«Muchos de nuestros representantes han perdido el interés por seducir o ser seducidos, sometiéndose a una reafirmación de lo propio»

Para Aristóteles, un buen político utiliza el arte de la retórica para seducir. Esto implica, entre otras cosas, conocer cómo funcionan los mecanismos de las pasiones (propias y ajenas) y tener claras las virtudes y los defectos de cara a halagar las unas y tratar de minimizar los otros. Son elementos del arte de la seducción fáciles de observar. 

Esta preocupación por el otro convierte a la retórica en un arte muy válido para la política. Aristóteles, pensando en el buen político, presentó tres elementos que deberían estar presentes a la hora de persuadir: el carácter del orador (la fuente), su ethos, que será el encargado de generar confianza o aversión; el mensaje, el logos, que se expone de manera convincente; por último, el intento de movilizar el pathos de la audiencia, la emoción, de manera favorable. Para el estagirita, un buen político trata de seducir al que tiene en frente, mostrándose ejemplar, presentando un mensaje convincente y sabiendo movilizar favorablemente la emoción de su interlocutor. 

Quizás la bisoñez de la democracia ateniense justificase este apetito de seducción por parte de los políticos griegos. El arte de la oratoria, encabezado por los sofistas, mostraba un intento de seducir que ponía en valor al interlocutor. 

Ahora, por el contrario, el objetivo pasa por desvalorizar al adversario político haciendo uso de cualquier patraña con tal de acaparar atención mediática. El tufo a ranciedad intelectual se acrecienta en esos políticos trasnochados que han perdido el respeto hacia todo aquello que no forme parte de su ideología. Son viejos y viejas carentes de vergüenza que están de vuelta de cualquier juicio que se les haga. Y no hay peor empresa para afrontar el futuro que unos dirigentes envejecidos, sin apetitos seductores. 

Igual no sería mala idea que antes de entrar al Congreso de los Diputados se repartiera una octavilla con aquella frase de Leopoldo Calvo-Sotelo: «Me acuso de candor, de haber preferido siempre la inteligencia a la lealtad, de haberme dejado seducir por el brillo de los inteligentes, de no cuidar la fidelísima fidelidad de los fieles».

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