Opinión

Ni rastro de la regeneración

No estamos en los momentos más bajos de la democracia española. Pero sí en unos muy atípicos. Al menos, el ruido sobre el Tribunal Constitucional sirve para algo: constatar que ya no queda huella de la pulsión que recorrió este país hace una década.

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22
diciembre
2022
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el Presidente del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo. Fuente: Moncloa

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No estamos en los momentos más bajos de la democracia española. Pero sí en unos muy atípicos. Huérfanos de precedentes, por decirlo evitando la hipérbole. El clima de opinión de hace unos días reflejaba el consenso en la idea de que se estaba sufriendo una suerte de golpe de estado y, a la vez, una fractura en dos sobre quién lo estaba dando. Qué mañanas comparando los editoriales de los periódicos y los monólogos de opinión de la radio.

Vivimos en la edad del aspaviento. Avanzamos tan rápido que pronto la esfera pública será en conjunto como Fernando Fernán Gómez cuando intentaba probar suerte en el cine en El viaje a ninguna parte: un actor tan sobreactuado al que es imposible tomarse en serio.

Al menos, el ruido y la furia sobre el Tribunal Constitucional han servido para algo: constatar que de la pulsión regeneracionista que recorrió este país hará cosa de una década ya no queda ni rastro. ¿Se acuerdan? Hoy tendemos a ver el 15-M como algo muy ligado a las coordenadas políticas que algunos años más tarde terminó encarnando Podemos. Pero en aquella primavera de 2011, el movimiento despertó una simpatía bastante transversal. Encontró cierta comprensión hasta en personas que preferirían la muerte a acampar en el espacio público urbano.

«Ya no se discute la politización evidente de los contrapesos; se ataca que no lo estén del lado procedente»

De ahí vino todo lo demás. Los partidos tradicionales se vieron seriamente amenazados por otros de nuevo cuño que les disputaron el mismo electorado. La representación parlamentaria se atomizó como nunca antes desde 1977. La larga crisis económica iniciada en 2008 había multiplicado el hartazgo de la sociedad. Poco antes de las elecciones europeas de 2014 se tiene conocimiento de noticias como las tarjetas opacas de los consejeros de Caja Madrid. En este caldo de cultivo coinciden los que quieren dar una mano de pintura al edificio constitucional con los que aprovechan la coyuntura para materializar su viejo sueño de demolerlo.

Hoy la situación es bien distinta. El espectáculo de un tribunal de garantías dividido en dos bloques que actúan al dictado de los partidos habría sido un hito en aquella ola de indignación de hace una década. Pero ya no se discute la politización evidente de los contrapesos. Se ataca que no lo estén del lado procedente.

Vean, si no, el Consejo General del Poder Judicial. No es que sea lo de Pilar Llop y el transporte público. Pero el reparto de cromos con el que los partidos han solventado su composición sí era un ejemplo recurrente en aquellos tiempos regeneracionistas. Pasa lo que con el Tribunal Constitucional: la pugna se divide entre los que no quieren cederlo y los que consideran que el turno es suyo. La idea de quitar la mayoría de 3/5 –que, dentro de lo malo, al menos garantiza el acuerdo entre diferentes– llegó a estar encima de la mesa del Gobierno actual. No es que se deje de hablar de despolitización. Es que la repolitización adquiere carta de naturaleza. El PP promete reformar el sistema de elección. Vamos a ver si a la tercera va la vencida.

«El espectáculo de un tribunal de garantías dividido en dos bloques que actúan al dictado de los partidos habría sido un hito en aquella ola de indignación de hace una década»

En resumen: los cinco años de gobierno de Pedro Sánchez han terminado con cualquier pulsión transversal de independizar los contrapesos. Quizá sí pase a la Historia por esto. Llegó a Moncloa surfeando la ola regeneracionista. El parapeto de la lucha contra la corrupción le permitió ganar la moción de censura sumando síes de unos partidos que la opinión pública no hubiera admitido solo unos meses antes.

Lo hizo esgrimiendo la promesa de acabar con esa clase de delitos (justo es reconocer que lo va a conseguir, bien es cierto que por la vía de la despenalización). Mientras tanto, acusa al jefe de la oposición de silenciar a las Cortes (la acusación se hace en las propias Cortes sin problemas de sonido). Risas de «hay que ver qué cosas dice usted» después de una semana deslizando el apocalipsis democrático en todas las terminales. La pose para el plano de escucha está perfectamente estudiada. Al contrario que aquel personaje de Fernán Gómez, él domina tanto el teatro como el cine.

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