Opinión

El precariado emocional

El resultado de la crisis de 2008, más allá del desempleo y el aumento de los trabajos mal pagados, también desembocó en una retórica de autoayuda que continúa individualizando el malestar general a día de hoy. Un ‘voluntarismo mágico’ que fomenta el deterioro del tejido social y nos aísla.

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28
diciembre
2022

Desde la crisis económica de 2008 en la que la economía mundial se despeñó, la seguridad de millones de personas se ha evaporado. Y lo que es aún más importante: ninguno de los responsables de aquel desastre ha recibido sanción alguna. Más bien al contrario; en nombre de una política social disfrazada de un proceder neoliberal, los diferentes Estados atiborraron las arcas de las entidades bancarias para salvar nuestro orden económico. La pregunta, quince años después, sigue sobre el tapete: ¿qué es exactamente lo que se salvó?

Como señala muy certeramente Natascha Strobl en su muy recomendable libro La nueva derecha. Un análisis del conservadurismo radicalizado (Katz Editores), el resultado de aquella crisis de consecuencias que aún hoy podemos palpar fue el desempleo y el aumento de los trabajos precarios: «El trabajo fijo, predecible y regular fue sustituido por trabajos ocasionales y de disponibilidad constante. A su vez, la presión exterior sancionó el desempleo cada vez con mayor intensidad, tanto financiera como social y moralmente. Desde entonces, las personas que no tienen bienes y dependen de su trabajo han sido trituradas entre estas piedras de molino».

A causa de esta coyuntura en la que la sociedad quedó definitiva y obligadamente dividida en dos estratos –los dueños de los medios de producción, por un lado, y quienes se ven empujados a aceptar condiciones laborales inestables e insuficientes para sobrevivir, por otro–, se reavivaron las políticas de signo populista, que intentaron sesgar y polarizar, desde el primer instante, el debate social sobre cuáles podrían ser las soluciones a un problema del que la sociedad se sentía víctima… y respecto al cual los partidos políticos se erigían como baluartes de la redención.

Todo queda sujeto a los estándares de la eficacia: quien no se adapta queda fuera de lo social y económicamente esperable

Así las cosas, la política institucional comenzó a tratar a la población como un grupo damnificado que precisaba de una salvación. Desde 2008, todas las estrategias y eslóganes llevan la marca de la trascendencia, la huella de lo mesiánico. Lo político quedaba impregnado de lo teológico: es el líder de turno el que nos salvará de los otros, de los que aparentemente no quieren –o impiden– nuestro bienestar, y, de su mano, se sembraba la semilla de la suspicacia y la constante amenaza entre los miembros de la propia ciudadanía. El maniqueísmo y la dialéctica entre buenos y malos se avivó y se asentó no sólo en el orden político, sino que se desarrolló con fuerza entre la ciudadanía.

Tanto Strobl como el sociólogo Wilhelm Heitmeyer han analizado en profundidad este preocupante fenómeno: la sociedad queda dividida entre aquellos a quien les va bien y aquellos que no logran prosperar, una circunstancia que desemboca en un enfrentamiento emocional entre los pudientes y los precarios. Ambos hablan de la burguesía cruda, cuyas actitudes se traducen en un desprecio por los considerados «grupos débiles» bajo el marco de una lógica exclusivamente economicista. Todo queda sujeto a los estándares de la eficacia, la usabilidad o la utilidad. Quien no se adapta queda fuera de lo social y económicamente esperable, de lo eficiente y rentable.

La manipulación emocional ha sido una constante en el uso de la política desde tiempos inmemoriales

Más aún, Strobl señala con contundencia que «la burguesía cruda es especialmente peligrosa porque es ampliamente aceptada, es decir, se convierte en hegemónica». Y continúa: «se expresa, por ejemplo, en numerosos think tanks que trabajan para abolir el Estado de bienestar o prohibir el voto a los desempleados». El nuevo darwinismo social es económico. De su mano, se considera únicamente feliz el canon productivista y rentabilista de la existencia, de manera que la felicidad se convierte en un modo de gobierno emocional y, por tanto, de organización social. Pero ¿y si la obsesión por lo feliz (camuflada de lo rentable) fuera una vía para imponer lo deseable para las estructuras económicas y, así, sostener las desigualdades entre individuos?

El caldo de cultivo que Carl Schmitt anunció en el siglo XX, en medio de guerras mundiales y conflictos bélicos de todo tipo, se ha hecho realidad en un entorno como el nuestro, aparentemente seguro. Los contendientes ya no son los Estados, sino los propios ciudadanos, que deben luchar por su supervivencia en un contexto que amenaza con la constante precariedad.

Frente al imperio emocional, debemos desarrollar un criterio propio que apueste por comprender nuestras emociones

Como leemos en El concepto de lo político (1927), «el enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo; no hace falta que se erija en competidor económico, e incluso puede tener sus ventajas hacer negocios con él. Simplemente es el otro, el extraño, y para determinar su esencia basta con que se existencialmente distinto». La inseguridad económica y laboral que produjo la crisis de 2008 no sólo trajo consigo esta renovada segmentación social, sino que también, y sobre todo, creó una nueva manera de guiar los asuntos políticos: el giro emocional. Y este es el punto crucial del asunto.

Nadie pondrá en duda que la manipulación emocional ha sido una constante en el uso de la política desde tiempos inmemoriales. La mefistofélica novedad es el empleo del manido imperativo «hay que adaptarse» o el «podremos con todo». Nos hemos habituado a vivir permanentemente en crisis. Se puede decir, con poco margen de error, que en las instancias políticas existe una muy medida intencionalidad en –el afán por mantener– la normalidad. La normatividad de la normalidad. Pero la pregunta es: ¿qué y quién la impone?

Frente a este imperio emocional, en el que la resiliencia, la adaptación y la gestión emocional se han convertido en las hipnóticas insignias, debemos desarrollar un criterio propio que apueste no por gestionar nuestras emociones, sino que puje por comprenderlas y averiguar su raíz. Porque no. No hay que aguantarlo todo. La resiliencia y la adaptación se han convertido en un silencioso y dulzón vasallaje. Por eso, el totalitarismo de las sociedades occidentales es afectivo, y su víctima es el precariado emocional: «todo está en tus manos», «gestiona tus emociones», «lucha por tus sueños y lo conseguirás».

Nos hemos habituado a un malestar soportable pero incómodo y punzante

Esta depravada retórica de la autoayuda nos condena al silencio (porque todo el peso es puesto en el individuo) e induce a la sospecha mutua y a la culpabilidad: no hablamos de nuestros malestares comunes porque nos da miedo reconocer nuestra vulnerabilidad, no vaya a ser que el otro quiera aprovecharse de ella. Este pernicioso voluntarismo mágico («todo depende de ti») fomenta el deterioro del tejido social, nos aísla y señala, amenazante. Su resultado es una esclavitud emocional que impide la creación de lazos comunitarios significativos que permitan cuestionar las estructuras que alimentan nuestro malestar.

Las clases trabajadoras necesitamos un lúcido despertar. Nos hemos habituado, a fuerza de seguir la inercia de la subsistencia (quién podría culparnos por ello) a una vida invivible, a un contexto inhabitable, a un malestar soportable pero incómodo y punzante, a una existencia en la que el sujeto que no prospera es un desviado o un inadaptado que «no logra seguir los ritmos exigidos». No necesitamos un coach emocional, sino conciencia de la realidad para, juntos, superar nuestros miedos: pensamiento (individual), palabra (compartida) y acción (común).

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