Opinión

La manía de ponerle notas a todo

Hoy no se puede tomar un café en casi ningún sitio sin que el camarero te pida una valoración de la experiencia. Sales de un baño en un aeropuerto y una máquina con forma de carita te pide que valores cómo ha ido, si el pis y la caca han sido satisfactorios. Déjenos un comentario, valore su estancia, ayúdenos a mejorar. Por supuesto, ponga un me gusta a este artículo y déjenos su opinión detallada.

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10
noviembre
2022
Un fotograma de Black Mirror. Fuente: Youtube

Hubo un tiempo no tan lejano en que uno podía entrar a un tugurio, acodarse en la barra, pedir un café que te despachaba alguien malcarado, tomárselo torciendo el gesto por la amargura del producto –«puaj, qué café tan malo», decíamos, y nos parecía normal que fuera malo, y volvíamos al día siguiente– y salir de ahí dejando las monedas justas sobre la barra de estaño.

La interacción verbal se reducía a gruñidos y monosílabos, y podía repetirse a diario sin que la confianza pasara, en el más entusiasta de los casos, de un comentario sobre la jornada de fútbol. Por ejemplo, el camarero dice: «Puto Atleti». Y el cliente responde: «Un asco, así no vamos a ningún sitio». Y ya. El cliente quedaba sumamente satisfecho con su experiencia y el camarero arrojaba las vueltas al bote y pasaba la bayeta por la barra. Costumbrismo cotidiano, tranches de vie, esa rutina que el tango de Le Pera sublimaba como «un desfile de extrañas figuras que me contemplan con burlón mirar».

La gracia de estos instantes era que sucedían en un estado de sonambulismo. Los transitábamos en piloto automático. Por eso estaban lejos de ser experiencias. Eran, de hecho, lo contrario a la experiencia: lo dado por supuesto, lo previsible, lo que siempre está ahí. Gracias a estos actos casi reflejos, ejecutados con un ojo cerrado y sin asomo de conciencia, el tiempo formaba su textura y los días tenían lógica. Lo cotidiano necesita que se le quite importancia, que aparezca como sin querer, casi inevitable. Dicen los filósofos de moda que el problema de las sociedades occidentales es que han perdido los rituales que daban sentido a la existencia, pero a veces creo que el problema es el contrario, que le damos un sentido trascendente a todo.

«Dicen los filósofos de moda que el problema de las sociedades occidentales es que han perdido los rituales que daban sentido a la existencia, pero a veces el problema es el contrario: le damos un sentido trascendente a todo»

Hoy no se puede tomar un café en casi ningún sitio sin que el camarero te pida una valoración de la experiencia. Sales de un baño en un aeropuerto –una experiencia que, como tal, todos nos resistimos a vivir y a recordar– y una máquina con forma de carita te pide que valores cómo ha ido, si el pis y la caca han sido satisfactorios. Déjenos un comentario, valore su estancia, ayúdenos a mejorar. Por supuesto, ponga un me gusta a este artículo y déjenos su opinión detallada, que nos importa muchísimo.

Los alumnos evalúan a los profesores y las plataformas de la tele organizan su oferta según las preferencias y entusiasmos manifestados por el espectador, que no puede levantarse del sofá sin poner un dedito arriba o un dedito abajo sobre lo que acaba de ver. Todo se puntúa, todo se barema, no hay un solo aspecto de la vida cotidiana que no se someta a una valoración exhaustiva. No solo se valora en general, con estrellitas, corazones o deditos de gusto o disgusto, sino cada aspecto específico: limpieza, amabilidad, sabrosura, jugosidad de las croquetas, blandura de la almohada, olor del ambientador del taxi, amortiguación, servilismo de los empleados…

Los periódicos aprecian mucho el tráfico de lectores que generan las listas y las puntuaciones. Hace poco, el diario de mi pueblo descubría a su audiencia los cinco mejores chocolates con churros. Un experto en chocolatismo y churrerismo evaluaba con detalle la oferta de cada establecimiento: espesura, crujientura, temperatura del aceite y estilo atlético del esforzado churrero al echar la mezcla en la freidora eran analizados concienzudamente para que el lector aficionado escogiese el mejor sitio donde subirse la tensión y el colesterol, convirtiendo el acto de deglutir el más humilde de los desayunos en un hecho memorable digno de una crónica.

Hasta algo tan complejo y sutil, pero también cotidiano, como el placer de leer se somete a esta obsesión de maestrillo. Goodreads es una red social donde los lectores ponen nota a los libros que leen y estos se clasifican según la media, del uno al cinco. Esto produce que el último bestseller de garrafón, devorado por el entusiasmo de un montón de adolescentes adictos a puntuar, tenga una nota de 4,8, mientras Dostoyevski, Ovidio o Kafka tienen que conformarse con un tres o un 2,4. El delirio de la hipervaloración produce esta paradoja: en la era del criterio masivo, este desaparece o se vuelve inútil.

«Las personas cotizamos en una bolsa de valores morales donde no hay descanso y donde cada momento es decisivo. No hay instantes de transición, apenas hay sitios donde quitarse la máscara y dejar de interpretar el papel que asumimos»

Detrás de esta pulsión está la necesidad, bien analizada por el filósofo Jorge Freire, de convertir en sublime cualquier cosa. La palabra empleada por los gurús del marketing es premium. El acto de zamparse un bollo en una esquina mientras se espera el autobús puede convertirse en una experiencia gourmet si el bollo es un éclair parisino recubierto de chocolate auténtico de las montañas de Heidi con leche de vacas veganas que estudian en la universidad de Harvard, y si la tahona que lo vende, en vez de ser el típico despacho de pan de barrio, es un gastrotaller de masa madre.

Como todo se puntúa, todo ha de ser especial y único. El cliente-ciudadano vive en un carpe diem insoportable, su día es una sucesión de eventos irrepetibles que ha de encarar con asombro, celebración y entusiasmo. Cuando mi abuela iba a la frutería, hacía un trámite sin importancia para poder tomar mandarinas de postre. Cuando yo voy a la frutería, disfruto de una inmersión en un mundo vegetal, conecto con la madre naturaleza y contribuyo a la sostenibilidad del planeta comprando plátanos en vez de bananas. Porque una de las razones de todo esto es exhibirnos como buenas personas, sacar de paseo esa máscara moral de la que habla Edu Galán en su último libro, La máscara moral: por qué la impostura se ha convertido en un valor de mercado.

Por eso no sirve de nada hacer lo que hago yo y dejar sin responder todos los cuestionarios, negarse a evaluar a los demás, no poner nunca una estrellita ni un pulgar arriba al repartidor o al pobre camarero que te sonríe por quinientos euros al mes. Aunque tú no valores a los demás, los demás te valorarán a ti, y lo harán desde una perspectiva moralista. Se trata de saber si somos buenos o malos, si merecemos la condición de ciudadanos probos. Según Galán, «el mercado de la atención» y el «mercado de la moral» se solapan, creando una sociedad ansiosa y obsesionada con quedar bien y no bajar la puntuación.

Las personas cotizamos en una bolsa de valores morales donde no hay descanso y donde cada momento es decisivo. No hay instantes de transición, apenas hay sitios donde quitarse la máscara y dejar de interpretar el papel que asumimos. Así vamos, adolescentes perpetuos, pavos reales siempre listos para pasar revista, impecables, lúcidos, divertidos, sin un mal rato para tomar un café hecho de mala gana en un cafetín mohoso donde poder suspirar y maldecir al puto Atleti. No es extraño que estemos agotados.

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