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Sociedad

Hacer planes solo, ¿el último tabú?

En nuestras sociedades capitalistas, las interacciones sociales se basan en el consumo: tomar algo, viajar con alguien o ir al cine acompañados. ¿Cómo no sentir, entonces, compasión por aquel que cena en solitario?

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21
noviembre
2022

Hacer planes en soledad no parece representar un gran atractivo para muchos occidentales desde hace mucho tiempo. Ver a alguien cenando solo, por ejemplo, despierta en nosotros sentimientos de compasión, algo que podríamos extrapolar a toda una serie de actividades de ocio generalmente realizadas en compañía. 

Una suerte de rechazo que tiene varias raíces. Por un lado se encuentra esa noción de éxito según la cual las personas atractivas y sanas son aquellas que cuentan con una animada vida social y muchos amigos. Una interpretación que no ha de extrañarnos, si tenemos en cuenta que el ser humano es, como ya dijo Aristóteles hace más de dos milenios, un animal social. Las personas hemos vivido y medrado siempre en comunidad, razón por la que muchas veces damos por hecho que todo ser humano prefiere pasar su tiempo libre acompañado (y que toda persona que se precie, además, habrá de preferir disfrutar con otros para divertirse). Solemos inferir, por tanto, que todo aquel que no esté acompañado a la hora de disfrutar se ve en tal tesitura por obligación: no cuenta con nadie que le haga compañía dado que nadie lo quiere y, por tanto, es un marginado social –o alguien similar– incapaz de hacer amigos (y causa, por tanto, de nuestra más profunda compasión).

A ello se suma las nociones ocultas tras determinadas situaciones: en muchas culturas, las comidas y las cenas, por ejemplo, representan momentos en los que la comunicación social y familiar resulta particularmente intensa. Es entonces cuando las familias hablan entre sí y se relacionan; cuando se celebra la Navidad; cuando se trata de seducir a una persona. Comer con otros hace referencia a una participación de la vida comunitaria. Así lo señalaba en el siglo XVI el lexicógrafo Sebastián Covarrubias (aunque quizás erróneamente) al decir que la etimología de la palabra «comer», del latín comedere, contaba con el prefijo «com-» para recordarnos «que no deberíamos comer solos». 

En nuestra sociedad, relacionarse con otros implica siempre consumir algo, razón por la que nos resulta extraño un consumo en soledad

Pero estos no son los únicos motivos. Otra de las razones por las que solemos rechazar el ocio en soledad es el hecho de que en una sociedad capitalista, todas nuestras relaciones comunitarias están articuladas en torno al consumo. Cuando queremos ligar, sugerimos a la otra persona quedar «para tomar algo». Y no solo en esas situaciones: básicamente, todas nuestras interacciones sociales se sustentan en una forma u otra de consumo. En nuestra sociedad, relacionarse con otros implica consumir o gastar cierto dinero en algo, razón por la que un consumo en soledad nos resulta extraño o ajeno. El propio sistema social que sirve de base a nuestras vidas nos compele a consumir, particularmente cuando tratamos de crear vínculos con otros, ya sean estos más o menos íntimos o sólidos.

No obstante, en las últimas décadas cada vez parece más común ver a personas que realizan ciertas actividades de ocio en soledad. Viajar solos, por ejemplo, parece haber ganado adeptos en los últimos tiempos, incluso aunque este tipo de ocio tenga como propósito, en última instancia, relacionarse con gente –solo que desconocida– en el proceso. De este modo, la interacción sería también determinante, solo que estaría sustentada en la sorpresa, la espontaneidad y la arbitrariedad: el que viaja en soledad sabe que habrá de relacionarse con personas diversas, solo que dichas relaciones tendrán lugar de acuerdo con un principio de incertidumbre, lo cual las tornaría más atractivas. Se trata de un tipo de ocio «solitario» que, al menos parcialmente, ha sido romantizado en los tiempos modernos por el cine, en particular por la película Antes del amanecer, que cuenta la historia de un turista americano que conoce a una joven francesa mientras viaja solo por Europa. De hecho, es significativo que este tipo de viajes solitarios sean considerados contrarios al turismo común y asociados a un gasto monetario bajo: estaríamos ante la tradición mochilera, en la que jóvenes occidentales viajan, en muchos casos solos, por países más pobres que los propios con la intención de conocer mundo. Una forma de viajar que se asocia, de forma correcta o no, en directa oposición a la socialización consumista que caracteriza el turismo familiar o tradicional, en el que se visitan hoteles, se contratan guías o se compran algunos recuerdos.

Y este no es el único placer que se disfruta en soledad. Otra actividad que resulta hoy más que aceptable a la hora de realizarse individualmente sería la visita a exposiciones o museos, la cual cuenta con un cariz contemplativo e íntimo que la vuelve más aceptable. Las galerías de arte y los museos son lugares en los que está prohibido levantar la voz; es decir, lugares donde la socialización no es particularmente propicia. De ahí que el bar sea un lugar particularmente ruidoso: está diseñado e ideado, precisamente, para el consumo y la interacción social entre parroquianos. 

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