Sociedad

¿El fin o los medios? Cómo vencer sin perder nuestros principios

Ética y estrategia parecen antagonistas: los malabarismos entre ambas disposiciones intelectuales han curtido el progreso civilizatorio y los vaivenes de la historia. No obstante, ¿son realmente opuestas o, en cambio, son complementarias?

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28
noviembre
2022

Un grupo de jinetes se adentra bajo la colosal sombra de la muralla. En palacio, conversan durante horas y durante días se celebran banquetes y simposios. Los heraldos invitan a los habitantes de la ciudad a participar de la alegría: se sirve pan gratis, se representan obras de teatro en mayor número, el vino riega las calles. Pero algo sucede: los extranjeros son expulsados, grupos de soldados cabalgan en todas direcciones en busca de reclutas y, de la noche a la mañana, la algarabía cede su trono a la guerra. Así fue el primer contacto documentado entre occidentales y chinos. Algo salió mal en la embajada enviada por la Dinastía Han hasta Alejandría Escate, fundada y gobernada por colonos griegos, donde uno de los asiáticos acabó asesinado. La estrategia de los occidentales, poco ética, fue mantener la posición sin enviar embajada de disculpa a China: quizá pensaban que aquellos visitantes contarían con un desarrollo militar equivalente al de los pueblos nómadas del desierto. La arrogante decisión terminó en tragedia cuando los chinos lograron asaltar y saquear la ciudad tiempo después, regresando victoriosos a sus tierras.

Abunda la creencia de que la estrategia, en todas sus aplicaciones, es contraria a la ética. Así lo han hecho pensar la falta de escrúpulos de líderes y monarcas sanguinarios a lo largo de la historia. Aunque no hace falta recurrir a los libros: nuestra vida cotidiana también está plagada por esta visión, donde quien titubea desaprovecha la oportunidad. Sin embargo, existe otra lectura más racional de los acontecimientos: una conducta ética evita conflictos indeseables y sanea nuestras capacidades al dotarlas de virtud, permitiendo mantener una disposición mental neutral, lejos de las obcecaciones agresivas que casi siempre acompañan a toda estrategia. ¿Son compatibles entre sí? 

Ética: ¿el fin justifica los medios?

Debemos al filósofo florentino Nicolás Maquiavelo la célebre frase «el fin justifica los medios» y a El Príncipe una visión descarnada de la estrategia. Para el pensador renacentista, el soberano debe centrarse siempre en obtener el fin propuesto para asegurar la prosperidad de su Estado, atendiendo a la llamada virtù, término equivalente al sentido arcaico griego de lo aristocrático como lo mejor y más eficiente (y no a la connotación moral que hoy asociamos al término). En este sentido, los objetivos del gobernante –o, en el mejor de los casos, el bien común– deben prevalecer sobre cualquier grieta ética. No es tan relevante cómo conseguir un fin como el hecho de lograrlo.

Según Maquiavelo, el soberano debe centrarse siempre en obtener el fin propuesto para asegurar la prosperidad de su Estado

Otros pensadores como Erasmo de Róterdam y Emmanuel Kant contestaron en su obra al legado de Maquiavelo: la virtud, rescatada desde su interpretación socrática como la elevación del ser, debe prevalecer en toda estrategia. Quien obra con justicia, por tanto, ha vencido antes de vencer: sabe que está haciendo lo correcto. En cambio, la agresividad de quien sólo mira hacia su meta produce irreflexión, anima a cometer atentados contra la ética y la moral y, en consecuencia, envilece a la persona. Esta degradación no es baladí: el buen estratega debe mantener una mente libre de obcecaciones para esquivar las condiciones de sus circunstancias y de su contexto social, histórico y personal. En otras palabras: quien obra con mayor justicia genera menos conflictos y, ante los que debe librar, dispone de una mente más clara para encontrar soluciones precisas. La agresividad en los medios puede que acabe por intimidar al adversario débil, pero en realidad demuestra tan sólo la escasez de los medios del contrincante. 

La historia está plagada de ejemplos donde la ética ha sido una brillante consejera a la hora de trazar estratagemas. O más bien su ausencia: la extrema competitividad de la antigua democracia ateniense terminó por ahogar en la corrupción política a una Atenas que había conseguido ejercer una extensa influencia en el Mediterráneo oriental. Avanzando más en el tiempo, la violenta obsesión de Adolf Hitler con masacrar a los rusos determinó el final de su régimen (y ello a pesar de las negociaciones entre el III Reich y la Unión Soviética para la adhesión de esta última al Eje). 

Para Kant, quien obra con justicia ha vencido antes de vencer: sabe que está haciendo lo correcto

Lejos del contexto bélico, nuestra época está plagada de continua estrategia en planos algo más «pacíficos»; al menos en apariencia: es el caso que ocupan los negocios, las inversiones y la política en nuestros actuales sistemas democráticos. Los expertos insisten en la importancia en la cooperación –o alianzas, como indican los Objetivos de Desarrollo Sostenible– entre empresas, que pueden asociarse entre sí para conseguir objetivos en común, así como en el valor de la competencia leal, que permite pulir errores propios e instigar una competitividad que sea próspera para el tejido económico. Teóricos como Herbert Simon o Henry Mintzberg, por ejemplo, han contribuido en el último siglo al estudio de la estrategia en los ámbitos administrativo y empresarial, coincidiendo en el valor de la integridad para conseguir el resultado más óptimo. La visión moderna de los economistas y sociólogos de nuestro siglo regresa a la distinción que Aristóteles ya proclamó entre «economía» y «crematística» en Ética a Nicómaco: frente a la acumulación de riqueza a toda costa, la economía se presenta como la práctica de gestionar la riqueza y los bienes propios o comunes en busca del mayor bien de la comunidad. De este modo, los medios, como camino que son, resultan indispensables para alcanzar nuestro destino. 

Estrategia para tiempos (muy) modernos

No obstante, también abundan los casos en los que el abandono de la ética resulta clave para conseguir objetivos. En el Gran Sutta de la Completa Extinción se cuenta un curioso relato donde Buda aconseja en negativo a un sabio enviado por un príncipe que desea conquistar a sus vecinos. Al serle confiadas las apreciaciones del maestro, el soberano comprende que, para dominarles, debe pervertirlos y crear discordia entre ellos. Así, una vez logrado este objetivo, inicia una campaña militar que resulta exitosa. Sin embargo, la historia tiene un doble filo: si el pueblo agredido se hubiese mantenido fiel a los valores que les hacían fuertes –es decir, unidad, equidad y apoyo mutuo–, el ambicioso señor jamás hubiese conseguido doblegarlos. Y es que desde la guerra de guerrillas hasta la especulación bursátil, quienes desean ganar a toda costa siguen apostando por la desvinculación con las inclinaciones morales.

La relación entre la ética y la estrategia depende, por tanto, de si queremos ser suficientes en nuestro obrar para conseguir un objetivo o dejamos esta decisión a la circunstancialidad, una forma refinada y más cercana a la realidad de apelar al «azar». Desde los días más lejanos hasta nuestro presente, sabios y especialistas lo tienen claro: para tener éxito hay que cooperar y ser benévolo dentro de nuestros fines. De lo contrario, nos arriesgamos a la derrota, por muy sagaces que lleguemos a ser (así como a ser esclavos de continuos golpes de suerte que nos impulsen hasta la cima de nuestras ambiciones). En todo caso, toda estrategia debe ser amoldada a las circunstancias, y esa conciencia necesaria implica, obligatoriamente, un cierto grado de ética o moral.

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