Siglo XXI

Biología y ética, condenadas a entenderse

Los humanos somos la mezcla de la coevolución entre biología y cultura: los genes juegan un papel importante, pero el medio social configura quiénes somos realmente (y cómo nos comportamos).

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20
diciembre
2022

¿Cuál es la forma correcta de vivir? Y de hecho, ¿qué acciones pueden considerarse moralmente aceptables? Estas son algunas de las preguntas centrales de las que los filósofos llevan ocupándose siglos. En la actualidad, la ética sigue siendo una de las áreas más dinámicas de la filosofía, si bien la biología está ofreciendo una visión alternativa de la moral –dentro del gran esquema de la evolución– que podríamos denominar «ciencia de la moral». Esta disciplina intenta contestar a preguntas tales como si la moral es innata, cuál es su origen o qué mecanismos cerebrales tienen lugar cuando nos enfrentamos a dilemas morales.

Esta visión alternativa no es nueva –comienza con el propio Darwin–, pero los avances de las últimas décadas la han traído a primer plano. Filosofía ética y biología de la moral tienen diferentes objetivos, pero no son incompatibles, sino complementarias.

Antes de nada, es preciso aclarar qué quiere decir que la moral sea innata, dada la confusión que existe con este término. No quiere decir que la moral esté determinada genéticamente, ni que exista un «gen de la moral»: quiere decir que el cerebro humano está construido de tal modo que es capaz de lidiar con dilemas morales y que estos, además, constituyen una forma especial de cognición.

Los genes construyen un «primer borrador» del cerebro; su desarrollo depende de la interacción con el medio

Esto se debe a que el cerebro se construye con la información contenida en los genes y, por tanto, a información sometida al filtro de la selección natural; es decir, la relación entre genes y moral es indirecta y pasa por el desarrollo del cerebro.

No puede olvidarse que los genes construyen tan solo un «primer borrador» de este órgano y que su desarrollo depende de la interacción con el medio, lo que le da una considerable plasticidad. La analogía obvia es el lenguaje: la capacidad de hablar es innata en los humanos y en el cerebro existen estructuras especializadas en dicha tarea, pero el idioma que hablamos lo adquirimos en nuestro medio social.

La visión evolucionista de la moral puede resumirse en cuatro puntos esenciales.

La selección natural puede explicar la conducta altruista

Resulta contraintuitivo pensar que una conducta que favorece a un individuo diferente de aquel que la realiza puede resultar seleccionada. No obstante, se ha demostrado que esto puede ocurrir cuando el individuo favorecido está genéticamente emparentado (selección de parientes), cuando el coste de la conducta altruista se ve compensado por la devolución del favor en un futuro (altruismo recíproco) o cuando la conducta favorece la supervivencia del grupo en un contexto de alta competencia entre grupos (selección de grupos). Este último mecanismo es muy controvertido entre los biólogos, pero los trabajos más recientes indican que no debe descartarse por completo.

La moral está construida sobre emociones innatas

En varias especies de animales no-humanos se ha demostrado la importancia de la empatía hacia otros miembros como motor de la conducta prosocial. En humanos, emociones universales como la vergüenza o el remordimiento están claramente encaminadas a modular el comportamiento social. Las diferentes normas morales estarían «reclutando» estas emociones para aumentar su propia eficacia. Por ejemplo, es posible que la sensación de asco, que inicialmente serviría para evitar alimentos dañinos, haya acabado sirviendo de base para diferentes tabúes morales (como ocurre con la prohibición de consumir carne de cerdo en algunas culturas).

La moral surgió como un mecanismo para mejorar el funcionamiento de los grupos

Las primeras especies a las que podríamos considerar hasta cierto punto humanas surgieron en África hace unos dos millones de años. En esa época, se produjo un cambio climático a escala planetaria que convirtió gran parte de las sabanas arboladas en sabanas arbustivas. Más importante quizá fue el aumento de la variabilidad climática, que exigía a los protohumanos adaptarse a nuevas condiciones ecológicas en el lapso de pocas generaciones.

La «solución» consistió en seleccionar la plasticidad de conducta y la cooperación dentro del grupo. Los humanos no sabemos al nacer lo que debemos comer o cómo procurarnos el alimento: dependemos de la cultura para adquirir estas capacidades básicas, y esta puede cambiar más rápido que las adaptaciones biológicas. No cabe duda de que la aparición de la cultura y el lenguaje provocaron una transición evolutiva a partir de la cual la evolución de los humanos ha sido en gran medida una coevolución de genes y cultura. En este proceso de adaptación a condiciones muy duras, la cooperación dentro del grupo debió ser otro de los requisitos indispensables para la supervivencia. Los humanos somos ultrasociales, incluso si nos comparamos con otras especies de primates, que en su mayoría son intensamente sociales. La ultrasocialidad se encuentra en la base de nuestros instintos morales. No es nada fácil asignar una fecha exacta a estos cambios, pero cabe pensar que la aparición de normas morales explícitas debe ser posterior a la aparición del lenguaje. La mayoría de los expertos, por ejemplo, cree que neandertales y denisonavos ya tenían lenguaje, lo que colocaría su aparición en una fecha anterior a los 600.000 años.

La moral requiere de estructuras cerebrales particulares

La evidencia neurobiológica ha revelado la existencia de un circuito cerebral que se activa ante los dilemas morales, pero no en tareas cognitivas generales. Muchos de los detalles están aún por esclarecer y, en cualquier caso, exceden los límites del presente artículo. El protagonista de este circuito neuromoral parece ser la «corteza cerebral ventromedial». Estudios recientes han mostrado la activación de esta estructura cuando a los sujetos se los sometía a un dilema moral donde existía la posibilidad de que el participante se viera implicado de manera directa con el resultado de daños físicos a otras personas. Asimismo, se ha visto que determinadas lesiones cerebrales modifican el comportamiento moral sin afectar a otros aspectos de la cognición. No cabe duda de que la neurobiología de la moral nos traerá importantes descubrimientos en un futuro próximo.

¿Afecta esto a la filosofía ética tradicional? Sí y no. Por una parte, está claro que la biología no puede dictar nuestros valores éticos. Se ha argumentado que estos valores no son susceptibles de comprobación empírica, ya que reflejan la importancia emocional que atribuimos a determinadas cosas. El hecho de que la moral sea el resultado de la coevolución entre genes y cultura o de que esté basada en emociones innatas no quita validez a las teorías éticas desarrolladas por la filosofía tradicional y que están basadas mayoritariamente en la razón. Al mismo tiempo, el conocimiento de los detalles biológicos, además de contribuir a conocernos mejor, puede contribuir a modificar nuestra opinión sobre los juicios morales. El ejemplo clásico es la historia de las granjas de visones: los animalistas acusaron a los granjeros de privar a los visones de estanques donde pudieran bañarse; estos, en cambio, argumentaron que los visones habían nacido en cautividad y que, por lo tanto, no podían echar de menos algo que no conocían. No obstante, los estudios demostraron que los visones privados del medio acuático tenían niveles de cortisol –un marcador bioquímico del estrés– similares a los de animales hambrientos. Este simple dato puede hacer que cambiemos nuestra opinión sobre las granjas de visones.

No parece probable que la ciencia de la moral vaya a sustituir a la filosofía ética, pero estoy convencido que los avances de la primera no son irrelevantes para esta última. Filósofos y científicos se verán obligados a cruzar sus puntos de vista y ambas disciplinas ganarán en interés y profundidad: la biología y la filosofía ética están condenas a entenderse.


Pablo Rodríguez Palenzuela es catedrático de Biología Molecular en la Universidad Politécnica de Madrid y autor del libro ‘Cómo entender a los humanos’ (Next Door).

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