Medio Ambiente

Fuego contra el fuego

Pese al escepticismo inicial por parte de las autoridades, fueron las quemas controladas de los aborígenes australianos lo que permitió frenar uno de los incendios más grandes de la historia del país.

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05
septiembre
2022
Un canguro se adentra en un bosque quemado tras los incendios en el estado australiano de Victoria (2020).

Tradicionalmente, los pueblos aborígenes australianos (del latín ab origine, en castellano «desde el origen») han sido considerados los más atrasados y primitivos de la Tierra, junto con otros colectivos étnicos, como los pigmeos del África central o los fueguinos de Tierra de Fuego, en el extremo sur de Argentina y Chile. Sin embargo, pese a las connotaciones negativas y primitivas, lo cierto es que algunas de sus prácticas milenarias han resultado particularmente beneficiosas para atajar problemas colectivos actuales muy reales. Es el caso, por ejemplo, de la crisis de incendios que ha asolado Australia en los últimos tiempos.

Estas prácticas no son tan antiguas por arbitrariedad, sino por una razón, ejerciendo muchas veces una función social eficiente más allá de su aparente irracionalidad. Bajo toda costumbre cultural, por muy descabellada que parezca, hay siempre una función u objetivo cuyo fin último es la cohesión y la supervivencia de la comunidad. Lo mismo se puede aplicar al caso de los aborígenes australianos, que han llevado a cabo las llamadas «quemas culturales» desde hace siglos: con estos fuegos controlados, los nativos queman aquello que sirve al fuego a modo de combustible natural, por lo que con la llegada del inexorable incendio forestal, las llamas tienen menos elementos de los que nutrirse.

Se trata de una quema precautoria, cuya función consiste en prevenir antes que curar; con esta técnica, en este caso, se crea una suerte de vacuna frente a los incendios. Y lo que es más: sobre este tipo de prácticas, la comunidad construye siempre una ideología o cosmovisión religiosa que sirve para afianzarlas.

Con estos fuegos controlados, los nativos queman aquello que sirve al fuego a modo de combustible natural

Algo similar al ejemplo australiano acontece en el caso del llamado Agdal marroquí: tierras de cultivo que han de ser abandonadas temporalmente –es decir, no cultivadas– a causa de una supuesta imposición divina; al tiempo, en cambio, la tierra es de nuevo cultivable y más fértil una vez pasado el tiempo de reposo. En el caso que ocupan los aborígenes australianos, la tierra es considerada una madre –aquella de la que los pueblos locales han de nutrirse– que debe ser respetada y escuchada atentamente en sus ritmos internos: una sincronización del pueblo con los ritmos naturales frente a la imposición de la voluntad humana, más propia del modelo occidental.

Algunos grupos aborígenes de Sidney venían avisando a las autoridades de la peligrosidad de la situación desde hace meses, evaluando el sobrecrecimiento del monte y la extrema sequedad de la leña, advirtiendo que se avecinaba un gran incendio. A pesar de ello, las autoridades locales prohibieron la quema cultural cuando los nativos pidieron permiso para llevarla a cabo. El ejemplo aquí expuesto es evidente: más allá de los prejuicios, ¿no debemos aplicar un escepticismo racionalista para conocer qué métodos son más eficientes a la hora de afrontar un determinado problema?

La adopción y asimilación de enfoques tradicionales del pueblo indígena australiano sería, quizás, un paso más en un proceso mucho más amplio y necesario de integración cultural: no hay que olvidar que la población aborigen australiana es la más afectada –frente a la población no indígena– en los índices de alcoholismo, tabaquismo y consumo de estupefacientes, algo similar a lo que ocurre en el microcosmos de las reservas indias estadounidenses.

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