Cultura

Goytisolo, Marrakech y el idioma en desarrollo

El escritor Juan Goytisolo emprendió un largo autoexilio que sería decisivo en su brillante carrera literaria: le permitió convertirse en uno de los más reconocidos renovadores de la lengua española.

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09
marzo
2022

A Marrakech se llega, pero de Marrakech nunca se parte: nadie abandona el fértil fermento de su callejero, por más que lo pretenda. A la caída de la tarde, la ciudad magrebí se desdibuja con un tímido difumine de brisa y nervio. Atardece en la plaza de Xmáa-El-Fna como si Marrakech hubiese perdido, entre sus laberínticos bolsillos, la brújula de la aurora.

El calendario se disfraza de ocaso: coloquio de parroquianos eternamente adscritos a la tragedia de mesas que pastan el irregular forraje de adoquines de la plaza; embriaguez de serpientes hipnotizadas por el danzar enajenado de truhanes y mirones; fragancia de azahar salpimentando la marejada de azúcares del zumo de naranja recién exprimida; un ritmo de mugre.

Para alcanzar la tarde en Xmáa-El-Fna es preciso haber perdido el rumbo de las horas en las calles circundantes, haber seguido el hilo que recorre las angosturas como catedrales de luz de la medina marrakechí. Alcanzar el perímetro de inmediatez y comercio de la plaza ha de ser como fondear en el puerto bucanero de isla Tortuga tras sobrevivir a una travesía de motín, sed y canícula; no existe, Xemáa-El-Fna para regalar sus delicias a los viajeros de la prisa y la instantánea.

Juan Goytisolo bien lo sabía, y esculpía su pasear calmo cada día a la caída de la tarde, recorriendo la cinematografía muda del adobe y el mantra bullicioso de las calles en que se perdió hace años –quizás ya demasiados– para perder el oprobio de dictaduras políticas y literarias de aquella España que le vio crecer. Hastiado de enfrentarse a una censura que solo sabía de puntuaciones oficiales y costumbrismos abyectos, Marruecos fue para el literato autoexiliado un párrafo de libertad. Aquí llegó, y aquí permaneció hasta el fin de sus días. De nuevo, ya se sabe: de Marrakech nunca se parte.

Hastiado de enfrentarse a la censura, Marruecos sería para el literato autoexiliado un párrafo de libertad

El autor, ajeno al fragor de una patria que nunca tuvo, al sonar el despertador aflamencado del alminar abandonaba cada tarde su fresco retiro para ir al café donde camareros y parroquianos le ofertaban una algarabía de bendiciones y palabras. Allí consumió y compartió con ellos té, agua tibia, charla voraz, mirada curiosa y canícula mortal. Las voces de todos los circundantes hicieron nido en su pulso literario para nunca más abandonarlo.

Marrakech es, por tanto, no solo un mapamundi de mochileros y un sortilegio de turistas low cost. Marrakech fue morada de un genio más real que el que supuestamente habita esas mágicas lámparas con que te ofertan, al pasear, los mercaderes magrebíes. Y Xemáa-El-Fna es su Makbara, esa ciudad dentro de la ciudad en cuyo interior serpentea la oralidad mirífica del idioma en desarrollo.

Fascinado por el mundo árabe que frecuentó en los suburbios parisinos, en los conflictos de Bosnia y Chechenia y en sus numerosos periplos por el orbe musulmán, en 1996 decidió afincarse de manera definitiva en Marrakech. Allí aprendió el dariya (árabe dialectal marroquí) simplemente escuchando y aprehendiendo, embriagado con todo su catálogo de registros guturales y vertiginosos. Más tarde lograría volcar ese vértigo en cada una de las páginas de una literatura radical y deslumbrante.

El gran escritor apátrida nos enseñó en cada uno de sus textos que el futuro de la lengua no se escribe en libros ni academias, sino que se limpia de formalismos en la desaseada plaza de una ciudad sureña. Se fija en las callejas ajadas de siglos de una movediza medina y adquiere esplendor en la garganta raída de paseantes y buscavidas que pervierten la ortografía con lucidez.

Y su memoria continuará aquí, a la sombra de una temperatura mortal, en la plaza de Xemáa-El-Fna, moldeando la gloriosa gangrena de la palabra y coloreando las esquinas verbales que los tiempos anhelan dejar fuera de foco. Recordándonos que a la literatura, como a Marrakech, es imposible abandonarla una vez se llega.

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