Sociedad

El falso mártir (o por qué el sufrimiento no nos hace buenas personas)

Identificar a la persona que sufre con la bondad es un grave error que podemos pagar caro: se trata de una idea que no es tanto fruto de la razón como de la propia compasión humana.

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23
septiembre
2022
‘El sueño de la razón produce monstruos’, por Francisco José de Goya (1799).

La religión cristiana enseña que «los últimos serán los primeros y, los primeros, los últimos», afirmando que son «bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Sentencias que, junto con muchas otras, generalmente hacen del cristiano alguien que se identifica con el dolor, el sufrimiento y la opresión.

Hay quien diría, de hecho, que esa es la función fundamental de toda religión: servir de narcótico al ser doliente para sobrellevar una vida de dificultad y padecimiento con la promesa de una existencia bienaventurada en el más allá. En el caso concreto del cristianismo, la religión que vertebra y sirve de base fundamental a nuestras actuales sociedades tecnológicas, este estima –según palabras de Juan Pablo II– que «el sufrimiento debe servir para la conversión, es decir, para la reconstrucción del bien en el sujeto, que puede reconocer la misericordia divina en esta llamada a la penitencia». De este modo, la penitencia tendría como finalidad trascender el mal –que es parte constitutiva del hombre– y consolidar el bien. El dolor ejercería la función de una suerte de fuego purificador que forja el carácter del verdadero cristiano, una noción del sufrimiento muy vinculada a los orígenes del cristianismo, una religión expuesta en sus primeros siglos de existencia a la persecución, la violencia y la tortura, y que sigue presente inconscientemente en nuestras vidas a pesar del hedonismo que implica la actual sociedad de consumo.

Al margen del cristianismo, parece objetivamente cierto que el padecimiento y las derrotas son instrumentos que nos permiten aprender; derrotas, por otro lado, que todo ser humano, sea quien sea, habrá de confrontar una vez alcance cierta edad. Escribía el poeta Gil de Biedma «que la vida iba en serio, uno lo empieza a descubrir más tarde –como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante». Ya en Agamenón, la tragedia de Esquilo, se dice que Zeus ha establecido las cosas de modo que «por medio del sufrimiento el hombre adquiere conocimiento», si bien un dolor exacerbado puede crear, precisamente, la realidad contraria: muchos violadores, torturadores y maltratadores ejercen sobre otros los abusos padecidos por ellos en su infancia, replicando ritualmente los escenarios en los que ellos fueran víctimas.

Las miserias humanas están igual de presentes en todo sujeto, sea cual sea su situación o contexto

Un fenómeno asociado a la habitual percepción humana del bien y del mal es el de identificar a aquel que sufre con el bien, una forma de entender la realidad que es fruto de una mala o falsa lógica: tal supuesto se sustenta en una emoción humana como la compasión, no en una consecuencia racional a partir de premisas adecuadas (o lo que es lo mismo: que alguien padezca dolor no lo convierte en buena persona).

Este es el mismo mecanismo psicológico en que se basa la noción del tonto bonachón. Así lo defiende Schopenhauer, para quien los tontos son considerados buenas personas no porque de veras lo sean, sino porque con sus defectos halagan nuestra vanidad: no supone una amenaza y por contraste, además, nos devuelve una imagen realzada de nosotros mismos. De ahí surge el arquetipo del tipo simple, noble y servicial encarnado por personajes icónicos como Sancho Panza: al comparar sus cualidades con las propias refrescamos nuestra autoimagen, sintiendo, de modo automático, afecto por la fuente de tanta satisfacción, llevándonos a proyectar bondades en tal instrumento de placer narcisista.

La naturaleza última del ser sufriente, por tanto, es tan proclive al mal como la de aquel que se erige victorioso. Este es el tema fundamental de Dogville, la película de Lars von Trier en la que la hija de un gángster recala en una población pobre y semi-abandonada tras escapar de unos mafiosos que quieren acabar con su vida. En ella, la humilde población acaba por esclavizarla con total ingratitud ante los grandes bienes con los cuales su víctima había bendecido a la comunidad. También esta reflexión se vuelve evidente en la película dirigida por Stanley Kubrick, Barry Lyndon, cuando el protagonista se bate en duelo con Bullingdon, el hijo de su pareja: un lanzamiento de moneda da a este el derecho a disparar primero, pero él falla en su intento; aterrorizado, este exige otra oportunidad, vomitando de miedo, hecho que le posiciona frente al espectador como ser sufriente. Es decir, como perdedor o merecedor de nuestra compasión. En ese momento, Barry Lyndon dispara magnánimamente al suelo, fallando a propósito, siendo entonces cuando Bullingdon se niega a dejar que termine el duelo y, cruelmente, dispara a Barry. Las miserias humanas, por tanto, están igual de presentes en todo sujeto, sea cual sea su contexto, situación o extracción social. ¿No sería un acto de ingenuidad creer lo contrario?

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