Internacional

Cartografías del abandono

Aún hoy, cientos de desapariciones tienen lugar alrededor de todo el planeta. En ‘Desaparecidos’ (Turner), Gabriel Gatti recorre los enclaves donde estas se producen ante una corriente y dolorosa indiferencia.

Artículo

Fotografía

Chiral Jon
¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
07
septiembre
2022
Carteles en Bramley Road, Londres.

Artículo

Fotografía

Chiral Jon

Investigar desaparecidas y desapariciones tiene un enorme problema para gente como los científicos sociales y los juristas. En parte por viejas reglas del oficio, en parte también por lo que presumo que debe de ser cierto prurito positivista que aún pesa sobre nuestro trabajo. Nos exigimos contacto directo con la realidad, con la cosa misma. Y con la desaparición eso cuesta: lo que ocurrió ya no está, de quien lo padeció nada queda. ¿Dónde fue? ¿Quién? ¿Cuándo? Para el jurista es un problema, pues la desaparición niega la prueba, para el científico social también, pues no tenemos acceso directo al hecho, a lo sumo a sus restos y a sus consecuencias. Eso produce angustia a veces, una enorme: se trabaja en el aire, no se toca la cosa. Por eso, para ganar algo de esa materialidad ausente recurrimos a mediaciones, a testimonios, a interpretaciones de restos y de huellas, a observaciones de lugares donde las cosas pasaron, antes. No del todo, pero algo deja tocar de eso, la cosa misma.

Cuando investigué en Argentina o en Uruguay las desapariciones de los setenta del siglo XX pude respirar mejor en el momento que conseguí trabajar con los supervivientes, cuando visité archivos o en las pocas veces que me decidí a pisar los restos de los lugares de detención y exterminio. No fui a muchos, sí a los suficientes para poder dar discurso, sentido, lugar a esta cosa, y de algún modo conectarla al mundo del presente, al aquí de los vivos. Terribles, siniestros, oscuros, tétricos y fantasmales, pero la vieja desaparición, la originaria, tiene sus espacios. Si estamos buscando lo mismo para las nuevas, ¿qué puedo hacer? ¡Resulta tan difícil! Difícil no es una buena palabra, porque quiero decir mucho más que eso: quiero decir que las nuevas desapariciones no tienen coordenadas, que su espacio es difuso, que su tiempo es impreciso. No tienen cómo agarrarse. No sé dónde ubicarlas. No es que no haya cuerpos, ni duelos, ni túmulos, ese dato de la desaparición, de cualquier desaparición, uno de sus datos fuertes. Eso no es, porque cosas hay: hay cenizas no lejos de Ayotzinapa, hay restos podridos en los cementerios de Puerto Berrío, en Colombia, hay cuerpos enredados en árboles en los parajes cercanos a Guanajuato. Pero son tantos esos lugares que no hay ninguno, que lo pueden ser todos. Las nuevas desapariciones son ubicuas; parecería que deciden sus dóndes al azar, en un spread horripilante de despojos sin cálculo.

Por Alejandro Castillejo, que había estado allí antes que nosotros, supimos que en Tijuana había uno de esos lugares que podrían ayudar a situar el problema, a darle fisicidad y visibilidad al plano de realidad donde la desaparición se desenvuelve. Se llama La Gallera porque el predio donde se ubica servía para la cría y el entrenamiento de gallos de pelea. Está en las afueras de la ciudad, en un lugar llamado Colonia Maclovio Rojas. En ese sitio, un tal Santiago Meza recibía cuerpos y los disolvía en sosa cáustica. Lo hizo durante muchos años, hasta 2009. E hizo lo mismo en más sitios. De ninguno de ellos la cifra de cuerpos recibidos y disueltos, depositados allí, se conoce con precisión. No se sabe ni se puede saber quiénes eran. Solo se conoce la cantidad de litros de masa orgánica que encontraron allí en 2012: 17.500. Un puré indistinto, desindividualizado, de pieles, órganos, huesos. Masa desaparecida. A este sujeto se le conocía por El Pozolero, en referencia a una sopa popular mexicana, de esas que se hacen con lo que hay, sobre todo con maíz. No creo que sea ironía popular, solo precisión nominativa.

Las nuevas desapariciones son ubicuas, como si se decidieran sus ‘dóndes’ al azar

A través de Daniela Rea, cuya agenda ya había guiado hasta allí a Alejandro, contactamos con Paola Ovalle, colombiana, investigadora de la universidad de Baja California, y promotora junto a otros colegas de su universidad del colectivo Reco. Arte comunitario en un lugar de Memoria, que dio forma a un memorial en La Gallera. Paola nos serviría de guía por allá, pero perdió un avión y no vino. En su lugar llegaron Adriana y Catalina, estudiantes de ciencias sociales en la Universidad. Ninguna de las dos había estado nunca en La Gallera, pero nos tranquilizaron: «Tenemos la dirección». Glup. Con algo de desconcierto nos encaminamos hacia la Colonia Maclovio Rojas. Una horita de viaje desde el hotel, en un día lluvioso, lo que dibujaba un paisaje urbano tan activo como debe ser siempre, dinámico, pero muy embrollado, y bastante sucio, más cuanto más nos alejábamos del centro de la ciudad, hasta unas afueras que son un sinfín de precariedades superpuestas. Poca gente al llegar a la Colonia Maclovio Rojas, nadie en realidad. Un barrio crecido sobre lomas, ya con unos años pero con casas haciéndose, en espera de terminarse. Se ven chozas con techos de plástico, se ven amagos de pavimentación, amagos de alcantarillado, amagos de trazado de calles. Amagos, viejos y ya rotos. Lo único que se erige fuerte es una antena de telefonía celular de Movistar. Lo demás, todo en espera.

El agua de la lluvia ha removido los bajos de la zona y huele fuerte, a olvidado y a podrido. Barro arriba, deducimos que el lugar que buscábamos está en una especie de galpón, protegido por una pared de unos cuatro metros de altura hecha con bloques de cemento y techo de uralita, con una puerta de hierro también alta y un perro detrás. Al lado hay otro edificio de estructura similar, este activo. No lo deduzco por persona alguna sino por el ruido: de gallos (es la gallera que da nombre al lugar), de música, algo de tono popular digamos, estilo cumbia o algo que llamaría narcorap, que no sé si existe pero debería. El olor, el ruido, el paisaje nos coge bien. Sigue sin verse gente. El lugar, tan ordinariamente precario, desborda los sentidos. No puedo pensar en desaparición forzada allí, quiero decir, en lo que el derecho humanitario dice que es desaparición, esa en manos del Estado, que afecta a ciudadanos, que se da en un contexto donde el derecho determina las reglas de juego. Pero sí puedo pensar en desaparición, y mi sensación es que los que están allí, habitando ese lugar, hace tiempo que desaparecieron para un Estado que, como a lo público o a lo común, no está ni se le espera.

Estos lugares ayudan a situar el problema, a darle fisicidad y visibilidad al plano de realidad donde la desaparición se desenvuelve

El predio donde operaba El Pozolero está cerrado y no podemos entrar. Por los vistazos rápidos que alcanzo a tener al pegar varios saltitos para atisbar qué hay dentro, intuyo algunas piezas del memorial: fotos (no de quienes fueron disueltos allí, pues no se sabe quiénes son, sino de otros desaparecidos), murales, creo que una especie de cruces. La iniciativa Reco apunta a la recuperación de la memoria, a evitar el olvido, a construir el pasado con los agentes afectados. Da visibilidad a ese pasado, da dignidad a sus víctimas, contribuye, o quiere hacerlo, al trabajo de duelo. Pero en ese lugar el abandono es tan integral que lo que produjo la mera posibilidad de esa sopa de cuerpos disueltos se sigue produciendo ahora, en rabioso presente. Magnolia, líder vecinal, vieja habitante de la colonia, que nos sirve de guía en el lugar, no está contenta con que el predio de La Gallera se dedique a un memorial para los desaparecidos. El barrio, cuenta, es un lugar de vida, los vecinos se juntan en centros comunales, se hacen escuelas. El memorial de los desaparecidos, del que no quiere hablar mucho, «es el pasado». Pero cuando le preguntamos por eso nos sorprende, pues habla de algo que no ocurrió hace décadas, ni años, sino de apenas meses. Sí, lo que desapareció lo sigue haciendo y la sensación de estar allí a la intemperie, sin refugio, se sigue oyendo y oliendo en ese México. Ese suyo es un pasado que está siempre en presente.

Al volver de la Colonia Maclovio Rojas al centro de Tijuana, con la guía confusa de Google Maps, paramos en algunos lugares, buscando trazas de otras desapariciones. Y vemos una campa donde estacionó la caravana migrante el año anterior, y vemos una zona de maquiladoras, y otra acequia, con rastros de gente escondida o esperando. Nunca gente, apenas sombras. Cada tanto vemos un cartelito que dice «se busca» y la foto de alguien, hasta que al llegar al final del muro, en Playas de Tijuana, los cartelitos se multiplican. Hay fotos desplegadas por todos lados, también en cada paso fronterizo. Son caras iguales a las personas que esperan clamando pasar al otro lado, pero estos en paradero desconocido. «¿Lo has visto?», «Have you seen her?», «Se busca», «Con la fe de volverte a ver». Y están Rosvelt, del que no se sabe nada desde 2013; Luis, ya veterano, perdido desde 2015; Bryan, del que dejaron de saber en 2018; Ramiro, que se desvaneció para los que todavía lo buscaban en junio de ese año; u Oscar, que ni fecha tiene. Y muchos otros que son solo una foto. Y cada día más, otra gente deja esas fotos en esta especie de meeting point distópico, esperando algo. El muro penetra en el Pacífico. Al otro lado, tras una ancha franja vacía, de nadie, la luminosa San Diego se deja ver. Sigue sin haber nadie, pero los deseos y las expectativas que despertaba Tijuana se han ido colmando por todo lo que esa ciudad insinúa.

Es generosa Tijuana casi dejando ver tantas formas de desaparición a la vez, como ofreciendo una solución a la ecuación. Intuyes algo que camina por un río seco saliendo de un agujero; ves zonas de espera tan asentadas que parecen ciudades viejas; ves también la opulencia, a lo lejos, en San Diego, tan espléndida; y ves poblados donde hubo sótanos en los que se disolvían cuerpos de gente de la que nunca más se sabrá. Allí, en efecto, la desaparición se muestra esférica, como un hecho social total, el eje de una ecología global que tiene en el centro al abandono. Allí, diría, se comprueba así, espléndida, rotunda, la hipótesis de que la desaparición ya no refiere hoy a lo que le pasa a las vidas y a los cuerpos de los enemigos políticos sino a otros que son tan otros, tanto, que están totalmente fuera de nuestra esfera de aparición, que no existen para nuestros registros de lo común, lo compartido, de la vida. Zombis, bichos, seres de frontera, invisibles, gentes sin mapa. Desaparecidos de todo.


Este es un fragmento de ‘Desaparecidos. Cartografías del abandono’ (Turner), por Gabriel Gatti.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME