Cultura

«La gente del campo casi no está representada, ni en la política ni en las historias que contamos»

Fotografía

Agustí Argelich
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01
septiembre
2022

Fotografía

Agustí Argelich

Cuando la directora de cine Carla Simón (Barcelona, 1986) se alzó por ‘Alcarràs’ con el Oso de Oro en el Festival Internacional de Cine de Berlín (o Berlinale), fue M. Night Shyamalan, el realizador de películas como ‘El sexto sentido’, el que resumió parte del éxito de la entonces recién estrenada película. «¿Cómo lo haces?», le preguntó el director norteamericano a quien ya hubiera triunfado con ‘Verano 1993’. Desde entonces, la pregunta parece repetirse tanto entre la crítica como entre el público. Con una mirada íntima y personal, Carla Simón relata las historias de su vida (y, en parte, de la nuestra). ‘Alcarràs’ ya ha triunfado en Europa, pero pronto puede que lo haga también en el hogar de la industria audiovisual más grande del planeta: ya ha sido preseleccionada, junto a otras dos películas, para representar a España en los Oscar.


Tus historias siempre se localizan en pequeñas zonas de la Cataluña rural. Pero, en cierto modo, también son universales. ¿Se interpreta mejor el mundo al mirarlo desde cerca?

Puedes hablar con más propiedad de las cosas cuando las conoces. Para mí hay algo importante en poder contar las cosas con conocimiento, con detalle. Es cierto que nos pasamos mucho tiempo con un proyecto, pero para mí es importante contar algo que me importe no solo como cineasta, sino también como persona. Es el caso de Verano 1993, donde reflexiono sobre mi infancia, pero también de Alcarràs, donde lo hago sobre el trabajo de mis tíos, que era algo que antes de hacer la película siempre estaba ahí.

¿Siempre hay un componente personal más allá de la historia en cuestión?

A nivel personal también me aporta cosas, claro. Alcarràs me ha hecho pasar muchas más horas con mis tíos, algo que no habría ocurrido de otra manera; no les habría conocido al nivel que les conozco hoy.

Verano 1993 relata la historia de una niña que se ve obligada a vivir en el campo con su familia tras la muerte de sus padres. ¿Cuánto tiene que ver la fecha, más allá de cuestiones personales, con el punto de inflexión que supone 1992 en la modernización España a través de los Juegos Olímpicos y la organización de la Expo?

La historia podría haber ocurrido en otro momento porque es un proceso de duelo, una ruptura vital. Pero para mí era muy importante mantener la época en la que pasó para poder contar por debajo la historia de un país: ese momento de transición democrática que fue oficialmente feliz y en la que, sin embargo, había ciertas cosas oscuras, como el problema de la heroína y el sida. Mi madre, de hecho, trabajó en las Olimpiadas. Todo eso, para mí, forma parte de un auge en Barcelona muy fuerte. Y ella murió en ese pico, claro, cuando la gente aún moría del sida por la falta de medicinas adecuadas. En el caso de Alcarràs también hay una reflexión de lo que es la agricultura hoy día. Ese modelo de agricultura familiar está desapareciendo tanto aquí como en cualquier otro país de Europa. Es bonito poder hablar de algo más amplio desde una perspectiva íntima; siempre sin subrayarlo, claro. 

«Da igual que el nacionalismo sea de izquierdas o de derechas: es simplemente nacionalismo»

En Alcarràs se ve al padre insistir al hijo en la necesidad de estudiar, si bien este prefiere dedicarse al campo, pues lo considera suyo. ¿Hay una conciencia de que no hay futuro?

Es un momento muy contradictorio para los agricultores. Sus discursos son muy pesimistas en cuanto al futuro de ese modelo agrario –ya que la agricultura en sí no va a desaparecer– y para un agricultor su máximo orgullo es que sus hijos y nietos sigan el legado. Es algo que les cuesta muchísimo levantar. Ahora mismo, sin embargo, están en ese momento contradictorio en el que quieren y, a la vez, no quieren: saben que esa manera de vivir ya no es sostenible. Ese «tú estudia» es lo que la mayoría les inculca a sus hijos incluso sabiendo que esas tierras, cuando ellos acaben, van a terminar abandonadas. Para mí era importante que a ese personaje adolescente le gustase el campo. Siempre se habla de que la juventud quiere huir, que no quiere dedicarse al campo porque es muy duro, pero no es verdad; para mí, la falta de relevo generacional no es por la ausencia de vocación, sino de oportunidades. 

Verano 1993 relata parte de tu infancia, mientras que Alcarràs relata parte de la vida de tu familia. Ambas están grabadas con una cámara cercana, en ocasiones casi documental. ¿Cuánta intimidad de tu vida quieres mostrar al espectador?

La colocación de la cámara tiene algo de posición filosófica. Para mí es muy importante acompañar a los personajes emocionalmente. Es algo de lo que me he dado cuenta poco a poco. En Alcarràs era algo de lo que reflexionábamos muy a menudo: teníamos un paisaje muy interesante cinematográficamente y, de repente, no apuntábamos a lo bonito, sino al personaje, porque lo importante era su emoción. No fotografiábamos lo que realmente podría llamarnos, sino lo que tenía sentido para los personajes. Era una lucha interior, y para mí tenía mucho sentido que la ganasen los propios personajes, no el paisaje: era esa idea de contar la historia desde su perspectiva, de cómo ven ellos el paisaje; era intentar encontrar la poesía por otro lado, no por lo evidente, por la belleza habitual. Se trataba de que la cámara fuera casi otro personaje, que transmitiese una sensación de vídeo doméstico. Yo aprendí a grabar filmando a mi familia en las comidas y reuniones que solíamos hacer. Y la intimidad que da este formato me encanta. Con Verano 1993 nos tiramos a jugar con planos más largos, ya que nos lo permitía la perspectiva única de la niña. En Alcarràs, los planos largos, que para mí siempre funcionan mejor, ya que te dan una sensación de estar en el momento, no eran posibles: el protagonismo coral no nos permitía hacer esto.

«Para un agricultor, su máximo orgullo es que sus hijos y nietos sigan el legado; pero saben que eso ya no es sostenible»

¿La cámara, aunque a veces el espectador no lo perciba, narra tanto como lo hace el guion?

Estamos muy acostumbrados a narrar historias con un único personaje, y en Alcarràs queríamos hacer algo que lograra tratar a la familia como un único cuerpo y que, a la vez, permitiera identificarse con cada uno de sus miembros. La cordialidad fue el punto más exigente para mí. Le dimos muchas vueltas al guion, al punto donde colocar la cámara y, por supuesto, al montaje. Perofue crucial: queríamos mostrar los sentimientos adecuados y muchas veces, por ejemplo, veíamos al que miraba, no al que recibía; otras, viceversa. 

Son películas que carecen de maniqueísmo. También somos testigos en esta última película a una exposición de cuerpos no normativos, por decirlo de alguna manera, algo que también vimos en Licorice Pizza, la película de Paul Thomas Anderson. ¿Es una suerte de neo-neorrealismo lo que practica Carla Simón?

Considero muy importante no forzar las emociones. Cuando veo una película que me hace llorar y veo las fisuras de por dónde lo consigue, me cabreo; lloro, porque lo consiguen, claro, pero me cabreo: no me gusta que alguien me diga por detrás lo que tengo que sentir. A mí también me gusta transmitir sentimientos a los espectadores, pero prefiero hacerlo desde lo pequeño, desde lo sutil. Y a veces ni siquiera eso. Es decir, quiero que sea el espectador el que escoja el momento en que emocionarse. Siempre intentamos no conducir estos sentimientos de manera obvia. En Alcarràs, de hecho, nos pasó una cosa maravillosa durante la última escena. Todos los actores, desde el abuelo hasta la niña pequeña, se pusieron a llorar. No estaba escrito, pero pasó. Y para mí era lo obvio. Cuando lo estábamos editando, sin embargo, me molestó un poco: vale, ahora todos lloran; era muy evidente. Terminamos editando el rato que no lloran, que era muy poco. Era lo que yo creía que era más justo para el espectador. En cuanto a ese neo-neorrealismo que mencionas, para Alcarràs me vi muchas películas del neorrealismo italiano. Respecto a la falta de normatividad de los cuerpos, es algo que surgió de forma natural, al no trabajar con actores. Y creo que es algo que se agradece. Creo que están cambiando esta clase de representaciones.

¿Hay un cambio de paradigma estético?

Sí. Tú ves a los jóvenes y no se dan las hostias (sic) que nos dábamos nosotros con el tema de estar arreglado. Hay algo de aplauso a la diversidad. Y no solo de cuerpos, sino de manera de vestir, sexualidades… de todo. Lo veo cuando doy clases. Pienso: «joder, qué listos son». 

En este retrato también rechazas la idealización que se suele dar en el campo, mostrando ya no solo la precariedad sino unos roles de género muy marcados. 

Queríamos mostrar las cosas como son, no como nos gustaría que fueran. Y sí, al campo muchas veces llegan las cosas más tarde. Nos pasó algo parecido con la música: nunca hubiera pensado que llegaríamos a poner las canciones que pusimos, pero al final es lo mismo. Es la música que ellos escuchan. 

«Quiero que sea el espectador el que escoja el momento en que emocionarse»

Se suele apuntar a las zonas rurales catalanas como feudos del nacionalismo catalán y del procés. ¿Ha creado el abandono del campo parte de los agravios que han causado esta situación? De hecho, utilizando el símil desde la lejanía, ¿estamos creando una suerte de white trash con esta clase de contextos? 

Es un tema muy complejo. Sin duda, esta gente está infrarrepresentada tanto en las historias como en la vida política y las agendas de todo el mundo. En ese sentido, la película ha supuesto un chute de autoestima enorme. De hecho, tenían miedo a que nos riéramos de ellos. Siempre nos preguntaban qué es lo que queríamos, por qué hacíamos una película allí… y creo que fue un alivio para ellos –y para mí, claro– que salieran bien representados. En Cataluña se da una situación muy particular: el tema del independentismo, cuando surge, es muy de izquierdas; y ahora ya no sé muy bien qué es. Al final te das cuenta de que da igual que el nacionalismo sea de izquierdas o de derechas; es simplemente nacionalismo. Tienen algo de «esto es de nuestra tierra». Al final, si no se protegen ellos, ni ponen en valor lo que son, lo que tienen y lo que es su tierra, ¿quién lo va a hacer? Existe una necesidad de reivindicarse, y creo que eso pasa por acentuar de manera muy fuerte el nacionalismo. Pero no solo entre Cataluña y España. También hay disputas incluso entre los pueblos más pequeños. 

¿Un sentirse olvidado y un dolor a sentir lo propio?

Sí, lo que hace que, como nadie lo pone en valor [la forma de vida], lo hagan ellos: «aquí os damos de comer y tenemos estas tradiciones y vosotros no os dais cuenta», vienen a decir. 

En Alcarràs, la familia pierde el terreno que cultiva porque este termina siendo utilizado para instalar un campo de placas solares. Es algo que a priori uno puede concebir como justo, pero tiene unos perdedores que a veces no percibimos.

Me parecía interesante que el malo no fuera malo y ya está, sino que fuera algo tan necesario como la energía renovable. Algo tan lícito como que el dueño quisiera dedicarse a eso y a lo que también quiera unirse parte de la propia familia. Creo que todos los enfrentamientos que tengan dos partes más o menos iguales son más ricos para el espectador. Al final, sin embargo, creo que hay una crítica en cómo se está haciendo esa transición energética: es necesaria, pero joder, España es muy grande, ¿por qué hacer que se instale en terreno cultivable?

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