Caminantes
En la era del automóvil, del ‘footing’ y de las pantallas, el arte de caminar parece en peligro de extinción. En ‘Caminantes’ (Gatopardo Ediciones), el filósofo Edgardo Scott homenajea esta acción (tan aparentemente básica) que trata de mucho más que solo de desplazarse a pie: es una meditación estética y filosófica que nos ayuda a descifrar el mundo que nos rodea.
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El flâneur es –¿fue?– un atributo de las ciudades. De las metrópolis. No al revés. No es el hombre que camina la ciudad, es la ciudad la que, entre la multitud de sus dioses, ha inventado una imagen, un semidiós de la marcha. No tan distinto, a fin de cuentas, de los músicos del subte o de los taxi-drivers. El flâneur no parece tener conciencia de lo que hace, de lo que es. Se entrega, como un agente, como un médium, como un títere, a que el espíritu de la ciudad lo arrastre por sus calles.
Sin embargo, hay imitadores. El exceso de interés suscita la copia. Y tanto tiempo después, hoy percibimos algo forzado, lugares comunes, la frase hecha: todos ven flâneurs por todos lados, todos son flâneurs en todos lados. No puede ser así. El flâneur está asociado al dandismo, a un determinado momento histórico. El último furor de la burguesía, finales del siglo XIX, comienzos del XX. Ese intervalo de gracia, anterior a las últimas guerras mundiales. Anterior al derrumbe de los imperios modernos. Mientras exista la ciudad, mientras pueda aislarse y reconocerse, el flâneur será su fantasma; el verdadero dueño de las metrópolis. Su icono. Una suerte de performer, de estatua viviente. Como las muchachas en flor.
Poe parece condenado a ser el mártir de los orígenes, el genio trágico, el artista que paga con su vida el precio de inventar las nuevas formas del porvenir. Nuestra deuda con Poe es infinita. Fundador y agrimensor del relato policial, del relato gótico y de terror, de lo sobrenatural en clave neurótica, de las conciencias febriles y atormentadas, precursoras de Dostoievski y de Kafka y, como bien señaló Borges, inventor de todos los poetas malditos, en especial los franceses.
Mientras exista la ciudad, mientras pueda aislarse y reconocerse, el flâneur será su fantasma; el verdadero dueño de las metrópolis
Por eso, en la genealogía del flâneur, que encuentra en los Cuadros parisinos de Baudelaire y en el análisis de Benjamin su realización definitiva, está El hombre de la multitud, el extraordinario cuento de Poe, publicado en 1840. ¿Por qué? ¿Qué escribe Poe en El hombre de la multitud? Escribe –define, retrata– justamente la multitud. El pulso urbano que aún nos dirige y refleja. Hay un narrador sentado a la mesa de un café contemplando el ir y venir de la gente, como un conjunto específico. Sucede en Londres. La Londres imperial, victoriana, el gran puerto del mundo. Y mientras «la mayor parte de los que pasaban tenían un porte presuroso, como adecuado a los negocios», el narrador ve aparecer, ve surgir un rostro diferente.
Una cara que subyuga, que fascina al narrador, que lo arranca de la contemplación hacia la marea de la calle: «Una cara (que era la de un viejo decrépito, de unos 75 o 70 años) que enseguida me atrajo y absorbió mi atención, a causa de la hipersensibilidad absoluta de su expresión». El narrador abandona su sitio, se integra en la multitud, y todo para seguir a esa figura, para desentrañar esa expresión, ese nuevo rostro de los tiempos. «Entraba –el hombre, el viejo– tienda por tienda, no preguntaba el precio de nada, ni decía una palabra, y examinaba todos los objetos con una mirada fija y ausente». El narrador lo sigue a distancia, lo espía. Pero el viejo es un caminante incansable. Sus pasos están hechos de una niebla alada, cruel y vertiginosa. En verdad, seguirlo o perseguirlo es imposible. No en vano, y ya desde el principio de la persecución, Poe lo considera «demoníaco», propio de una imagen de Retzsch.
Hay algo en el cuento de Poe, en esa persecución por la ciudad que anochece y luego alumbra, muy parecido a las calles infernales de la película Amadeus. Cuando el fantasma de su padre muerto (y de la envidia de Salieri: la mediocridad de los vivos) persigue a Mozart, lo acosa, vestido de negro, altísimo, con su ominosa doble cara, para que escriba su réquiem. No lo deja en paz, lo tortura, lo enferma, lo mata.
«El hombre de la multitud» también anuncia o prefigura aquella escena infernal y extraordinaria: «Ahora era ya casi el alba; pero aún se apretujaba un tropel de miserables borrachos por dentro y por fuera de la fastuosa puerta. Casi con un grito de alegría se abrió paso el viejo entre ellos […]». Y después: «cuando las sombras de la segunda noche iban llegando, me sentí mortalmente cansado, y deteniéndome bien de frente al errabundo, lo miré con decisión a la cara. No reparó en mí, y reanudó su solemne paseo, en tanto que yo, dejando de seguirlo, permanecí absorto en aquella contemplación». Al hombre de la multitud es imposible seguirlo, es imposible detenerlo, es imposible agotarlo. Pero Poe descubre con pavor el terrible efecto que eso conlleva, el peor crimen: el hombre de la multitud se niega a estar solo.
Este es un fragmento de ‘Caminar: flâneurs, paseantes, walkmans, vagabundos, peregrinos’ (Gatopardo Ediciones), de Edgardo Scott.
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