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Taiwán: ¿invasión o teatro?

La presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, Nancy Pelosi, ha desafiado a China –que reclama la propiedad de Taiwán– con el primer viaje de alto nivel de Washington a la «isla rebelde» en 25 años. Sin embargo, a pesar de los amenazantes buques del Gobierno de Xi Jinping que rodeaban la isla, algo se hizo evidente en medio del ruido político y mediático: para sorpresa de todos, el Gobierno chino estaba mostrándose notablemente cauteloso.

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16
agosto
2022

El Taipei 101 es un rascacielos más que notable, dividido en secciones que se iluminan por la noche y rematado por una aguja monumental. Se yergue en medio de la urbe que le da nombre; Taipei, capital de Taiwán. La noche del 2 de agosto, su fachada mostraba mensajes algo inusuales, como «Portavoz Pelosi», o un acertijo de siglas y símbolos fácil de descifrar: las palabras «TW» y «US» («Taiwán» y «Estados Unidos») unidas por el símbolo rojizo de un corazón. Nancy Pelosi, la portavoz del Congreso del país norteamiercano, estaba a punto de aterrizar en la ciudad.

El avión de la Fuerza Aérea que la transportaba había introducido el destino apenas 30 minutos antes del aterrizaje: la visita era una sorpresa, por más que las filtraciones a la prensa hubieran disparado los rumores por medio mundo. No era para menos, porque la reacción del Gobierno chino, que reclama la isla de Taiwán como suya, sería considerablemente menos cordial que la de su vecino: si bien es cierto que, hace 25 años, otro portavoz del Congreso, Newt Gringich, se atrevió a visitar Taiwán (y Pekín no quiso reaccionar), la China del 2022 es una superpotencia que nada tiene que ver con la China de 1997 y, en esta ocasión, sus fuerzas armadas lanzaron una batería de maniobras militares en seis puntos distintos alrededor de la isla, rodeándola y enviando así un mensaje ominoso a su Gobierno: en caso de entrar en guerra, sería muy fácil someter a Taiwán a un bloqueo marítimo.

Sin embargo, mientras los buques y aviones chinos bordeaban las aguas territoriales taiwanesas y los misiles cruzaban los cielos de la isla por primera vez en su historia, no dejaba de percibirse un factor determinante que apenas se sentía en medio de todo aquel ruido político y mediático: el Gobierno chino estaba mostrándose notablemente cauteloso.

Los buques acerados de uno y otro bando jugaban a interceptarse en una coreografía lenta y perversa (en un intento, por parte de Taiwán, de impedir que los navíos chinos se acercaran demasiado a la costa), pero nadie disparaba un tiro inoportuno más allá de los ejercicios con fuego real en los que se derribaban blancos inanimados. Los taiwaneses también parecían favorecer la vía de la prudencia: respondían con sus propias maniobras de artillería dentro de la isla, pero en ningún momento derribaban los misiles que surcaban el cielo. Todos conocían los peligros de una escalada; y todos se mostraban partidarios de evitarla.

Para entender por qué una bravata china de este calibre no ha dejado de incluir grandes dosis de precaución, es necesario entender lo que está a punto de ocurrir en la cúpula del poder chino. El Partido Comunista de China celebrará en otoño su XX Congreso. Y allí, con toda probabilidad, va a ratificar algo que cambiará la historia reciente del país.

Una historia de ambigüedades

Desde los años ochenta, cuando China se liberó finalmente de la cruenta dictadura de Mao Zedong tras su muerte, el nuevo Gobierno diseñó un sistema para evitar que nadie pudiera acaparar nunca más el poder como lo había hecho el anciano dictador. Se mantendría el partido único, pero habría un límite de dos mandatos (de cinco años cada uno) y cada presidente prepararía el terreno para su sucesor, haciéndolo ascender en el momento oportuno. De esta forma, las transiciones de poder serían limpias, ordenadas y asépticas, alejando los fantasmas del absolutismo y las sangrías internas de los años sesenta y setenta.

En 2013, como estaba estipulado, el presidente Hu Jintao cedió el poder a su sucesor designado, Xi Jinping, en medio de las ceremonias habituales, sobrecargadas de gigantescos banderones rojos. Pero Xi no tenía intención alguna de seguir los pasos de Hu Jintao. Deshizo la tendencia liberalizadora y comenzó a acaparar poder. Utilizó la flamante campaña contra la corrupción que había iniciado–-y que tantos apoyos populares le granjeó– para silenciar, de paso, a cualquier político que le plantara cara. Unificó el organismo de Seguridad Nacional, y sus ramas pronto se expandieron por toda China. Aplastó a los manifestantes que pedían democracia en Hong Kong y reprimió salvajemente a los uygures musulmanes en Xinjiang, al noroeste, enviándolos a campos de trabajo y reeducación.

En 2018, Xi Jinping decidió tirar por tierra más de tres décadas de armonía política

De esta forma, no fue particularmente sorprendente –pero sí igualmente llamativo– cuando, en 2018, Xi Jinping decidió tirar por tierra más de tres décadas de armonía política y logró eliminar el límite de dos mandatos estipulado para los máximos dirigentes del país. En 2021, convenció al Partido para presentarle como un líder entre líderes, que había conseguido una «transformación histórica», comparándole con los grandes dictadores del pasado (Mao incluido). Era la manera de allanar el camino para que un año después, este mismo otoño, el XX Congreso del Partido autorice su tercer mandato y Xi, finalmente, rompa los mimbres que hasta ahora contenían su poder.

Por eso mismo, Xi necesitaba demostrar su firmeza ante lo que considera una provocación por parte de Nancy Pelosi al visitar Taiwán. La importancia de Taiwán para el régimen viene de antiguo. Cuando hace ya muchos años, en 1949, la guerra civil china entre el gobierno nacionalista y las guerrillas comunistas se resolvió finalmente a favor de estas últimas, los nacionalistas se refugiaron en la isla. Cada bando, entonces, estableció su propia dictadura (de signo opuesto) pero, en los años ochenta, el Gobierno taiwanés inició una transición hacia la democracia mientras que China se mantuvo enquistada en un régimen de partido único.

Por otra parte, Taiwán se vio atrapada en una situación ciertamente problemática cuando el gobierno estadounidense (su principal valedor y aliado) reconoció finalmente a China en 1979. Esto significaba que, legalmente, asumía la reivindicación china de que Taiwán era parte de su territorio, aunque en la práctica, siguiera apoyando a su Gobierno como un ente autónomo. Los taiwaneses, todo sea dicho, se sienten cómodos en la actualidad con este extraño status –libertad de facto, sin fusionarse con China pero sin declarar tampoco la independencia oficialmente–, entre otras cosas, porque saben que es la única manera de no acabar dependiendo de Pekín: ni unirse a ella ni provocarla.

La mayoría de los analistas coinciden en que el equilibrio de fuerzas entre EE.UU y China no permite predecir claramente quién ganaría en un enfrentamiento por la isla

Esto resulta particularmente crucial, dada la política americana respecto de ayudar militarmente a Taiwán si esta fuese invadida por las fuerzas chinas: Estados Unidos mantiene lo que se conoce como ‘ambigüedad estratégica’, sin mostrar jamás sus cartas, con la esperanza de que esto contenga los impulsos nacionalistas de los mandatarios chinos pero, al mismo tiempo, no les atemorice tanto que prefieran adelantarse a los acontecimientos y pasar a la acción.

Cuando el presidente Biden, en mayo de este año, afirmó en rueda de prensa que Estados Unidos acudiría al auxilio de Taiwán en caso de que esta sufriera un ataque chino, la Casa Blanca se apresuró a diluir sus comentarios, insistiendo en que la política de ambigüedad estratégica no había cambiado un ápice. En todo caso, la mayoría de los analistas coinciden en que el equilibrio de fuerzas entre EE.UU y China –cuyas fuerzas han crecido mucho en los últimos tiempos y han sido debidamente financiadas y modernizadas– no permite que se pueda predecir claramente quién ganaría en un enfrentamiento por la isla.

Y Xi Jinping no desea encomendar su futuro a una acción de resultado impredecible. Al contrario:necesita mantener su propia imagen bajo control –la de un líder firme contra las impertinencias taiwanesas y sus aliados americanos–, al menos, hasta ser ungido por los próceres del Partido en otoño. Por eso mantiene la presión con sus inéditas maniobras militares pero, al mismo tiempo, trata de evitar un choque real que pudiera conducir a una guerra. Harán falta buenas dosis de sangre fría por parte de los comandantes y artilleros de uno y otro bando para que esto se cumpla y ningún incidente detone la escalada bélica que no quiere ninguna de las partes en conflicto.

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