Opinión

Tener que morir, ¿sin querer morir?

Formar parte de una comunidad implica saber escuchar y saber pedir ayuda sin pudor alguno, rompiendo la lógica individualista que nos empuja a vivir según el falso imperativo de que cada uno se salva por su cuenta y solo por sus propios medios. En una auténtica estructura colectiva, nadie está de más.

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10
agosto
2022
‘Le Suicidé’ (1877-1881), por Édouard Manet.

El intelectual de la paradoja por excelencia, Miguel de Unamuno, intentó comprender al «hombre de carne y hueso» alejado de las frías y distantes abstracciones, ese ser que se caracteriza por afanarse a algo. Dichos afanes propios de nuestra condición estrictamente carnal pueden resumirse y condensarse en un solo deseo sublime, angustiante y necesario: no morir.

Como sostuvo en alguna oportunidad el filósofo Fernando Savater, es indudable que Unamuno era «el amigo de la inmortalidad» y, consecuentemente, «enemigo decidido de la muerte», utilizando la expresión que sostendría el pensador búlgaro Elías Canetti, el cual se esmeró en intentar quitarle todo crédito posible, exponiendo su lado mas oscuro de absoluta «maldad» y contraponiendo a ella un amor incondicional por la vitalidad de todo lo existente en nuestro mundo.

Pero ¿de qué muerte reniega el escritor vasco? Indudablemente no se trata solamente del cese físico de nuestra existencia, sino de algo aún más arraigado y complementario expresado en el más hermoso capricho existencialista que se pueda expresar: «Me urge no morir, quiero vivir siendo yo, tal cual soy, por siempre». Acaso, ¿no lo han pensado de manera similar en algún momento de sus vidas? Sucede que Unamuno logra subvertir un acto de soberbia y de exigencia supernatural en el rasgo más carnal y propio del hombre real: casi nadie quiere dejar de existir tal cual es.

Unamuno: «Me urge no morir, quiero vivir siendo yo, tal cual soy, por siempre»

Unamuno sostenía que la vida es, en cierto sentido, una agonía fruto de la lucha constante entre la razón y el sentimiento, exponiendo un trágico problema filosófico de lograr conciliar las necesidades racionales con las afectivas. Ante la carencia de un anclaje de sentido, nuestro autor recomendaba ante la taxativa finitud del cuerpo la creencia de algún tipo de trascendencia de nuestro transcurrir terrenal: el deseo de existencia de una divinidad o la inmortalidad se debería más bien a una fe irrenunciable como afirmación propia del creyente. Como vemos, fe y razón en este planteamiento no se contraponen ni se contradicen, ya que justamente al filosofar intentamos justificarnos en nuestra existencia conflictiva, que nos constituye como lo que somos: una relación agónica entre lo individual y lo comunitario, entre alma y razón, entre lo intelectual y lo sentimental.

La materia prima de cualquier persona que quiera filosofar es, según nuestro autor, la realidad del sí mismo, del nosotros mismos, expresada en el motor vital del no querer morir, que lejos de ser un deseo fantasioso está estrictamente asociado al origen de un sentimiento trágico compartido por casi todos los mortales; a saber, el «apetito de divinidad».

Ahora bien, ¿qué sucede con quienes deciden abandonar voluntaria y trágicamente su existencia? Al parecer, «querer ser siempre yo» no es algo que nos pase a todos los mortales. Es más, para muchos la «insoportable levedad del ser» se torna inaguantable, hasta un punto tal que la afinidad hacia el abismo de la nada resulta más atractiva que el hermoso capricho existencialista de continuar siendo uno mismo por siempre. Se trata del deseo de dejar de existir. Unamuno pudo exponer dicho sentimiento inescrutable en algunos de sus cuentos, referenciando el motor de dicha acción como un afán de regresar al seno materno en el proceso de búsqueda de un padre que se fue demasiado pronto. Pero enfoquémonos específicamente en lo que le puede suceder al ser humano del que hablamos como «uno más».

Definiciones, interpretaciones y teorizaciones abundan, y no todas coinciden en un mismo aspecto: una redención lógica ante una existencia absolutamente absurda e ilógica, según Camus; un acto prudente de valentía de aquellos hombres cuya vida se ha tornado una carga extremadamente pesada, señalaba Hume; una demostración de cobardía de quienes aman la vida pero no aceptan sus condiciones de existencia, según Schopenhauer; una manera elegante de retirarse «a tiempo», intentando obviar la decadencia, la vejez, la vergonzosa decrepitud del cuerpo y la mente, defendía Nietzsche; una decisión conscientemente planificada, impulsada por una exacerbada idealización de las influencias sociales sobre el sujeto, para Durkheim. A pesar de todas ellas, lo cierto es que a pesar de habernos acompañado a través de todas las etapas de la historia, el suicidio resulta, hasta hoy, un fenómeno desconcertante, misterioso, extremadamente doloroso y, en cierta medida, muy difícil de comprender.

«El abandono voluntario del pensar nos ha desensibilizado a un punto patético, en el cual no nos sentimos parte de nada ni de nadie»

No pretende ser esta una investigación académica; motivan estas letras la necesidad de invitar a pensar, individual y colectivamente, en un fenómeno que quiebra completamente la «normalidad» y que produce un dolor irremediable en quienes quedamos expectantes ante el abismo de sinsentido que prolifera de semejante acción. La violencia y la agresividad no solo hacia sí mismo por parte del que lo hace, sino hacia quienes se encuentran con la escena, desconcierta completamente cualquier intento de interpretación que busque comprensión: se deja establecido, de una u otra manera, un mensaje explícito o sugerido que nos posiciona en un estado de fragilidad tal que nos enfrenta a lo irremediable y a lo más crudo de las posibilidades de existencia.

Es preciso hacer hincapié en que la libertad no es un efímero ideal comercial que se consigue mediante la adquisición de ningún bien ni servicio, sino mediante la práctica constante, habitual y permanente de la reflexión y el ejercicio pleno del pensamiento crítico. El abandono voluntario del pensar nos ha desensibilizado a un punto patético, en el cual no nos sentimos parte de nada ni de nadie al mismo tiempo que creemos que ficticiamente todos tienen que estar cerca para ayudarnos. Pues no: formar parte de una comunidad pensante también implica saber escuchar y saber pedir ayuda sin pudor alguno, rompiendo la lógica individualista que nos empuja a vivir según el falso imperativo de que cada uno se salva por su cuenta y solo por sus propios y únicos medios.  Si hay algo que nos queda claro ante la incertidumbre que produce el suicidio es que tal vez no sea posible evitarlo en casos puntuales en los cuales el sujeto no encuentra posibilidad racional alguna de aferrarse a algo que lo disuada.

Lo que sí es fundamental –y de ello estamos convencidos– es prestar atención a los síntomas de autodestrucción permanentemente promocionados por agendas comerciales que han logrado subvertir el sentido de la propuesta de Unamuno, tornándola en un total desprecio por el interés de conocerse y quererse a sí mismo para convertirnos en parte de una masa amorfa de consumidores que lejos de apreciar su identidad y desear su eternidad buscan la notoriedad virtual a cualquier precio. Tal vez, y esto es solo una simple hipótesis, si logramos educar y formar a nuestra juventud en un modelo educativo integral que tenga como núcleo la autonomía mediante el pensamiento crítico, la valoración respetuosa y coherente a la diversidad y la construcción de una comunidad en la que nadie está de más, solo así, tal vez, podremos iniciar un camino que apunte a la dignidad que brinda la percepción de una existencia que, a pesar de todos sus avatares, vale siempre la pena ser vivida.

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