Pensamiento

Cómo llevar siempre la razón

Uno de los opúsculos más entretenidos y útiles de Arthur Schopenhauer es ‘El arte de tener razón’, donde ofrece 38 estratagemas para conseguir imponerse en todo intercambio de ideas.

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15
junio
2022

«Si ante un argumento el adversario se enfada, se le debe acosar insistentemente con el mismo: no solo le ha encolerizado porque es bueno, sino porque hay que suponer que ha tocado el punto débil de su razonamiento y es probable que en ese punto se le pueda atacar más de lo que uno mismo ve de momento». Cuando el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (Gdansk, actual Polonia, 1788 – Fráncfort, 1860) escribió Erística –o en su versión en castellano, El arte de tener razón–, estaba a punto de huir de un Berlín acosado por el cólera.

A la ciudad alemana había acudido con 37 años, en 1825, para intentar reincorporarse como profesor, sin apenas éxito, pero sus habilidades sí le valdrían para algo: de aquel periodo de enseñanza y competición con Hegel y otros de los pensadores más afamados de su época, Schopenhauer reunió 38 estratagemas que un buen orador debía manejar con soltura para influir en la opinión pública.

Un mundo oscuro

Para comprender la visión del filósofo sobre la dialéctica y la oratoria hay que remontarse a su pensamiento, ya que para el alemán la maldad resulta inherente a la naturaleza humana. No es de extrañar esta postura si tenemos en cuenta sus autores y corrientes de referencia: David Hume, Platón, Kant, Baltasar Gracián, el brahmanismo y el budismo. Esta última influencia, en su versión Pâli (esto es, en una versión más individualista que otras doctrinas, centrada en las enseñanzas estrictas del Buda), construye una columna vertebral que sostiene con firmeza su filosofía, enriquecida desde su mirada particular y el saber occidental. Para Schopenhauer, la voluntad representa un papel crucial: todo lo trascendente en el ser humano acaban siendo actos volitivos, de forma que incluso características necesarias para el desarrollo del conocimiento, como la racionalidad, están impregnadas de un potente componente irracional.

Para el pesimista filósofo alemán, la maldad resulta inherente a la naturaleza humana

El saber, así, se convierte en una representación de la voluntad y, por ende, del deseo, que conlleva sufrimiento ante la necesidad de ser satisfecho. El mundo que le tocó vivir a Schopenhauer le parecía colmado de una maldad de la que, a diferencia de las doctrinas del subcontinente indio, era imposible desprenderse en sus efectos de sufrimiento. Como mucho, la música era el único arte que el autor nacido en Gdansk admitía como capaz de suspender la voluntad, como capaz de aportar algo de vacuidad a este fatídico mundo, de forma análoga a la práctica de la meditación a la que invita el Noble Camino Óctuple budista.

Schopenhauer advirtió la dialéctica y la oratoria de la misma manera que Aristóteles: como un mecanismo para convencer desde la lógica. Y como en la mirada del alemán el ser humano está sometido a la voluntad y al deseo, que lo conducen a un sufrimiento de difícil solución, no predomina la buena fe necesaria para ceñirse al discernimiento de la verdad. Así, son pocas las personas y escasas las ocasiones en las que se admite un error o una pérdida del favor del público en beneficio del saber. La experiencia demuestra que el orador suele acabar cayendo en la inmoralidad al emplear falacias lógicas que le proporcionen una victoria aparente sobre sus adversarios antes que aceptar su fracaso dialéctico.

La corrupción en el seno del discurso es, desde luego, tan antigua como actual e intuitiva. Basta observar la manera en que los niños intercambian pareceres para descubrir la frecuencia con la que recurren a argumentos ad hominem –que discute no al argumento en sí, sino al emisor del mismo– o ad verecundiam –que se centra en la autoridad del emisor como coartada para definir algo como verdadero– para doblegar las ideas y, mediante ellas, la voluntad de sus semejantes. Por supuesto, la amplificación en la posibilidad de diálogo que ofrecen plataformas como Twitter o Facebook permiten comprobar además que el empleo de estas salidas aparentemente irracionales no son cuestión de inmadurez; más bien al contrario: se perpetúan con la edad.

Venciendo en el ágora

Schopenhauer nunca llegó a publicar El arte de tener razón, que apenas ocupa una decena de páginas redactadas a mano, tal como explicó al respecto el también filósofo Franco Volpi. Fue tan solo tras su muerte y tras el éxito de su colección de aforismos y capítulos en torno a sus ideas, Parerga y Paralipómena, cuando comienzan a divulgarse esta clase de textos breves redactados por el alemán.

En este caso, el filósofo pesimista hace gala de su inmenso talento como escritor: su ágil y ácido manejo de la palabra convierten El arte de tener razón en una lectura capaz de seducir a cualquier clase de lector. De hecho, las 38 estrategias que ofrece Schopenhauer las establece a modo de recopilación, de lección sin ánimo doctrinal. Es decir, las expone y las explica en un modo de escritura absolutamente directo, sin intentar convencer a nadie: quien así lo desee puede tomar conciencia de su utilidad, y quien no lo valore así, esa persona sabrá si le sale a cuenta.

Según Schopenhauer, es útil centrarse en discutir empleando la mirada sobre la realidad del interlocutor

Una de las propuestas más llamativas es la número cuatro, que rescata directamente de los Tópicos de Aristóteles: es preferible esforzarse en que durante la conversación se admitan por separado los argumentos que confluyen en la conclusión que se quiere alcanzar que hacerlo de manera encadenada, evitando quedar a merced de las tácticas sucias que el interlocutor pudiera emplear contra nosotros. 

La quinta estratagema también resulta de utilidad: centrarse en discutir empleando la mirada sobre la realidad del interlocutor. De esta manera, si es necesario, pueden emplearse premisas falsas para verificar una realidad expresada posteriormente. De nuevo, Schopenhauer recurre a Aristóteles para reformular sus ideas en un nuevo siglo.

Otras argucias son más propias de la manera de expresarse del alemán, como la octava, la décimo cuarta, la décimo séptima o la vigésima: en ellas, el filósofo nos invita a suscitar la cólera del adversario, a afirmar que se nos ha dado la razón si el interlocutor lo hace parcialmente o salir por peteneras a nuestra conveniencia, respectivamente. Utilizar argumentos de nuestros rivales retorcidos a favor de nuestros puntos de vista, acosar al interlocutor si se manifiesta enfadado e incluso aturdir descaradamente con palabrería son algunos de los últimos trucos que el post-kantiano ofrece para la posteridad.

Una obra civilizatoria

Puede que aparentemente El arte de tener razón represente poco menos que una obra inmoral o, al menos, una guía para tramposos a la hora de conversar. Incluso puede que haya quien imagine que el libro invita al menosprecio del público y de los interlocutores, ya que no interesa tanto convencer como engañar o, siendo moderados en el objetivo, engatusar.

Asimilar las tretas que ofrece la razón y la imaginación no sólo permite utilizarlas, sino reconocerlas y contrarrestarlas

No obstante, en realidad El arte de tener razón representa una obra civilizatoria, pues más allá de la doctrina filosófica de Schopenhauer, las 38 estratagemas que reúne crea un libro que sigue una tradición que, a juzgar por el modo de conversar que se observa en redes sociales y en cada vez más actos sociales y foros académicos, necesita recuperarse con urgencia. Saber intercambiar ideas trasciende la propia necesidad humana de trazar los límites y los contenidos de la naturaleza. Aquello que llamamos «verdad» es solo uno de los objetivos posibles –y rara vez el prioritario– en nuestras conversaciones.

Discutir y dialogar, ejercer el dominio de la palabra, resulta imprescindible en la formación de ciudadanos que participen de sus asuntos personales y públicos con provecho. Asimilar las tretas que ofrece la razón y la imaginación humanas no solo nos permite utilizarlas, sino reconocerlas y contrarrestarlas: cuando escuchamos un debate sobre el estado de una nación, el discurso de un candidato político o una exposición de programas de gobierno ante unas elecciones, haber aprendido a manejarse en los rudimentos del lenguaje nos permite no ser engañados, volviéndonos capaces de oponernos a planteamientos ajenos más allá de pataletas infantiles y del simplón enroque en un relativismo que no existe. La realidad, que no necesita ser reconocida para existir, siempre acaba imponiéndose tarde o temprano: será la ética la que juzgue la valía de cada cual.

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