Qué es la economía lingüística (o por qué menos es más)
El lenguaje siempre ha evolucionado en favor de las necesidades humanas. Hoy, cuando vivimos una existencia marcada por la velocidad más absoluta, ¿cómo podríamos no recortar la forma en que nos expresamos?
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Se dice que Shakespeare inventó, aproximadamente, más de 1.700 expresiones, y aunque no fue exactamente de ese modo –en realidad asentó el uso de algunas e inventó y tradujo otras–, se le consideró entonces como un hombre avanzado a su tiempo. Mucho antes, aunque dirigido a otro ámbito del conocimiento, el filósofo Guillermo de Ockham planteó una fórmula reduccionista cuya metodología podía resumirse con la expresión «menos es más». Parecida a la historia de Shakespeare, Ockham también innovó a través del principio de la navaja, que se entiende desde tres afirmaciones: la explicación más simple es la mejor; no hay necesidad de postular sobre la existencia de entidades innecesarias; y hemos de explicar lo desconocido en términos de lo conocido. El desarrollo de este argumento, que data del siglo XIII, supone una de las primeras apuestas en favor de la economía del lenguaje. Y sí, supuso una gran controversia en el pensamiento del momento.
La economía del lenguaje se define como un proceso evolutivo enfocado a la minimización del esfuerzo invertido a la hora de hablar, escribir o expresarse en general. Es lo que se traduce como el acortamiento de palabras, uso de emoticonos, expresiones coloquiales y, en resumen, simplificar la información o resumir el contenido de lo que se quiere decir. De esta manera conseguimos ahorrar tiempo y esfuerzo. Esta tendencia suele provocar que las jergas populares (con neologismos o extranjerismos) se extiendan de manera distintiva al resto del habla habitual, encabezando el uso lingüístico. O en otras palabras, que se simplifique tanto el lenguaje y se ponga tan de moda la nueva «lengua», que si no lo entendemos o compartimos nos quedemos totalmente fuera de lugar y desfasados. La economía lingüística es, sin duda alguna, lo que se lleva.
Su principal teórico contemporáneo fue André Martinet, profesor de origen francés que junto a Bronislaw Malinowski y Alfred Reginald Radcliffe-Brown, entre otros, desarrollaron la escuela del funcionalismo, una corriente antropológica y sociológica que se basa en estudiar las estructuras utilitaristas de la sociedad. En el ámbito del habla, Martinet pensó en la tremenda eficiencia de las lenguas. Gracias a la doble articulación del lenguaje, podemos desarrollar infinidad de idiomas y palabras con recursos muy limitados. Tan limitados que tan solo contamos con 24 letras (de la «a» a la «z») en castellano. Este es uno de los principios económicos que rige el lenguaje y que, junto a la ley del mínimo esfuerzo, creó lo que es no tanto una teoría sino un condicionante que juzga el comportamiento creador del hombre. Martinet no fundamentó este argumento como una visión positiva del desarrollo de la lengua, sino como una explicación catastrófica al fenómeno de la expresión humana: los seres humanos, en tanto que podemos comunicarnos, somos vagos y pretendemos seguir siéndolo, acortando cada día más lo que queremos decir hasta llegar al punto en que expresiones o formas del habla desaparezcan por mera inutilidad o desuso.
Tal como indican catedráticas como Lola Pons, en la crítica al habla andaluza hay un gran fundamento socioeconómico
El problema de la caracterización que realizó este autor no fue el desarrollo de una teoría que «acorta» la lengua, sino que se le atribuyera a este fenómeno la condición de «vaguedad», restando el esfuerzo que conlleva sintetizar de manera universal una lengua entera. Como si condensar lo que queremos expresar en una jerga no fuera un trabajo que llevase tanta dedicación por delante. Por un lado, para que un idioma se asiente necesita ser comprensible; por otro, debe ser aceptado por sus hablantes. Por tanto, no puede ser meramente eficiente, sino que tiene que gustar, ser original, atractivo y convencer. Un caso moderno que nos permite poder observar este fenómeno es, por ejemplo, el uso cotidiano del lenguaje mediante redes sociales, si bien no hace falta recurrir a las nuevas tecnologías para hablar de este fenómeno: sirve con movernos al sur del Despeñaperros.
Andalucía es, por excelencia, la región de la economía del lenguaje. Todo lo que se achaca a un acento o a una falsa y crítica «inteligibilidad» a la hora de expresarse, no es otra cosa que un tremendo avance en términos lingüísticos. ¿Qué tiene de malo expresar lo mismo con menos sonidos o con palabras diferentes? Es la definición misma de la eficiencia: prestar el mismo servicio con menos medios y generando un buen impacto. Porque no es que no se les entienda sino que, como afirma la catedrática Lola Pons, en la crítica al habla andaluza hay un gran fundamento socioeconómico. No se critica su modo de hablar porque no sea correcto, sino que criticamos el propio «ser andaluz»: cabe recordar la manera burlesca en que se ha tratado al andaluz como una persona vaga, caricaturizando su seriedad o intelecto.
La lengua andaluza es, en parte, una optimización eficiente de la lengua castellana
El trato infantil hacia la lengua andaluza, por tanto, no es otra cosa que una consecuencia directa de su categorización en la sociedad española, y aunque poco a poco este sentimiento va en declive, aún se sigue tomando al habla andaluza como errónea más que como innovadora. Por algún motivo se prefiere englobar esta circunstancia a algún término peyorativo, que alabarlo como lo que es: una optimización eficiente de la lengua castellana (como en su día el castellano fue una mejora del latín). Los primeros seminarios en las universidades españolas que trataron este asunto desde el rigor técnico argumentaron también que se juzga al andaluz por un falso perjuicio ortográfico. Es decir, que a causa del seseo o la pronunciación más o menos fuerte de determinadas consonantes se asume que no hay una correspondencia ortográfica (lo dicho es diferente a lo escrito) y que, por tanto, «se habla mal». En realidad, sin embargo, no es así: simplemente existe una tradición fonética de la cual surge el acortamiento de las palabras para dinamizar la estructura sintáctica.
Hay quien detesta este fenómeno al confundirlo con la vulgaridad, como si acortar las fórmulas lingüísticas supusiera, en última instancia, acortar el mismo intelecto del hombre. Nada tiene que ver la cultura con la idea desfasada de que todo idioma tiene que permanecer estático e inamovible. Cultura es, de hecho, la evolución de la lengua en favor de las necesidades humanas. ¿Y por qué podríamos necesitar modificar la extensión del habla? Por varias razones: porque cada día hay más prisa y menos tiempo, porque somos una sociedad volátil en su conjunto y porque la vida es muy corta. Nos han educado para ser eficientes, lo llevamos por dentro: hay que hacer demasiadas cosas en muy poco tiempo. Tenemos que decir tantas cosas que nos quedamos sin espacio. Y esto es una verdadera necesidad más allá de la moda: no podemos parar de querer vivirlo todo.
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