Sociedad

El laberinto psicológico de la transición de género

En la actualidad, más de 4.000 personas en España se enfrentan a una ‘gymkana’ burocrática para legalizar su transición de género. A pesar de que nuestro país ha avanzado en esta materia, todavía el punto de partida en el camino es un informe médico o psicológico cuya técnica principal, el ‘test de la vida real’, carece de rigor científico y reproduce estereotipos sexistas.

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01
julio
2022

Ismael (nombre modificado para preservar su intimidad) tenía siete años cuando verbalizó por primera vez ser un niño, una identidad de género que no coincidía con lo que los médicos dictaminaron al nacer, pero tampoco con el trato de sus profesores, compañeros y familiares, ni con los datos que figuraban en su DNI. «Ese día me liberé», recuerda ahora, con 36 años. «Pero también empezó mi condena». 

La madre de Ismael se negaba a utilizar pronombres masculinos y aprovechaba la disforia de género para atacar a su hijo. Su padre tardó mucho tiempo en reaccionar; al principio se limitó a observar lo que ocurría como un espectador, pero con los años comenzó a mediar a favor de la salud mental de Ismael. Desde pequeño, por suerte, contó con el apoyo de sus compañeros de clase. Porque lo más doloroso, tal y como recuerda, fue sentirse enfermo: «Mi madre me llevó a una psicóloga cuando era muy pequeño. Tenía cerca de nueve años. Creo que fue cuando se dio cuenta de que lo de ser un niño no era una fantasía».

Sin embargo, el objetivo de su madre no era el de fomentar su autonomía o ayudarle a afrontar los retos de la transición, sino someterle a una terapia de conversión. «Un ejercicio que todavía recuerdo era el de reestructurar mi manera de pensar. La psicóloga me dijo que cuando sintiese deseos de ser un chico, me repitiese frases como «no es verdad, yo soy una niña» o «estoy haciendo daño a mis padres»», recuerda. Llegó un punto en el que automatizó esos pensamientos: «Yo siempre me sentía un chico porque yo era un chico, así que siempre me sentía culpable. Cuando crecí, racionalicé todo y supe que no era cierto, que no estaba haciendo daño a nadie, pero era una respuesta casi inconsciente que me ha acompañado hasta hace poco».

Ismael acudió forzosamente a la psicóloga hasta los 14 años. Finalmente, su padre convenció a su madre para que dejara de llevarle a la terapia de conversión. Poco a poco, Ismael desarrolló un escudo que utilizaba al entrar por la puerta de casa: «Fuera me sentía libre porque podía ser yo; en casa aguantaba. Cuando mi madre utilizaba pronombres femeninos o mi necrónimo (nombre asignado a una persona trans al nacer), no respondía. Luego, para evitar broncas, sí».

Ismael: «En la terapia de conversión, la psicóloga me dijo que cuando sintiese deseos de ser un chico, me repitiese frases como «no es verdad, soy una niña»»

«Mi padre me ayudó mucho en esa época. Me dejaba su ropa, que me quedaba enorme, pero yo era feliz», recuerda emocionado. Cinco años más tarde, a los 19, Ismael comenzó la transición legal, aunque «la transición psicológica y física empezó en el momento en el que dije que era un niño; y no hablo de darme cuenta porque lo supe siempre, como cualquier persona cis (personas con concordancia entre su identidad de género y el sexo asignado al nacer)».

Los requisitos a los que se enfrentó Ismael cuando comenzó la transición de género legal –al igual que más de 4.000 personas en España– incluían un laberinto burocrático, dos años de tratamiento hormonal y un informe médico o psicológico. Este último estaba supeditado a la idiosincrasia del especialista.

En la actualidad, este protocolo tiene fecha de caducidad ya que, a raíz de la aprobación del proyecto de ley para la igualdad de las personas trans y la garantía de los derechos LGTBI, se modificará progresivamente. Pero, para entender los cambios que se están efectuando y que tanto debate suscitan, es importante contextualizar la situación de la comunidad trans en una sociedad construida por y para las personas cisgénero. 

A lo largo de varias décadas, toda disidencia de género ha sido tachada de patológica. En 1948, la Clasificación Internacional de las Enfermedades, elaborada por la Organización Mundial de la Salud (OMS), incluyó el ‘transexualismo’ como un trastorno de la personalidad. A día de hoy resulta chocante, pero tuvieron que pasar 71 años para que la identidad trans se desligase de la etiqueta de trastorno en 2019 y pasase a denominarse ‘incongruencia de género’ en el apartado de condiciones relativas a la salud sexual, junto a diagnósticos como las disfunciones sexuales. Es un avance, pero el legado de la OMS sigue emanando prejuicios.

Igualmente, desde la rama sanitaria de la psicología, la realidad de las personas trans se aborda de forma superficial. Apenas hay estudios acerca del desarrollo cognoscitivo de los menores trans en comparación con la población cisgénero, y se palpa cierto ostracismo en lo que respecta al abordaje psicológico de la incongruencia de género.

El ‘test de la vida real’ es el primer paso en la transición legal y obliga a la persona a asumir el rol de género acorde a su identidad

Sin apenas formación al respecto, los profesionales que reciben en su consulta a una persona trans se enfrentan a tantos prejuicios y dudas como casi cualquier ciudadano de a pie, con la diferencia de que un psicólogo o un psiquiatra será quien tenga la última palabra a la hora de emitir un informe favorable de cara a la transición legal. Es entonces cuando toca atravesar el primer obstáculo: el llamado test de la vida real.

A priori, la base teórica de este test tiene sentido: la persona debe asumir el rol de género acorde a su identidad; es decir, tiene que empezar a vivir como siempre ha deseado. El problema es que esto implica asumir un cúmulo de estereotipos sexistas arraigados en nuestra sociedad: si eres una mujer trans, debes comportarte como el prototipo de mujer cisgénero. Da igual que detestes el maquillaje, que no te guste llevar minifalda o que prefieras no depilarte. Lo mismo ocurre con los hombres trans.

«El psicólogo de la seguridad social me dijo que, para dar vía libre a la cirugía para mi transición, tenía que empezar a vivir como un hombre, probar a expresarme como un chico», explica Ismael. «¿Cómo se expresa un chico? Sé cómo me expreso yo, y soy un chico desde que nací. Y sé que mi padre o mi primo se expresan diferente».

«Me dijo que probase también a juntarme solo con hombres. ¿Qué hago? ¿Mandar a la mierda a mis amigas de toda la vida, que son las que más me apoyaron? Es muy absurdo. Tengo amigos trans que han tenido que aguantar absurdeces inimaginables como obligarse a ver el fútbol o a cambiar su forma de actuar para parecer más masculinos de cara al psicólogo». Por suerte, añade, «también conozco a gente que durante su transición se topó con profesionales maravillosos que no impusieron estereotipos del siglo pasado».

Este test de la vida real ha sido duramente criticado por psicólogos especializados en identidad de género, al igual que por miembros del colectivo trans. Pero sigue siendo el proceso terapéutico decisivo en la mayoría de las Unidades de Trastornos de Identidad de Género del país –que aún mantienen la coletilla patologizante de ‘trastorno’–. Y, si bien parte de una premisa coherente, que es iniciar el cambio de género a nivel social, resulta innegable que supone una puesta en escena de actitudes y conductas estereotipadas y, sobre todo, un proceso tortuoso para muchas personas del colectivo trans con una expresión de género no binaria. Es irrelevante que la vasta mayoría de mujeres y hombres cisgénero no cumplan con los requisitos conductuales que se les exigen a las personas trans, porque la sociedad solo está poniendo a prueba la identidad de estas últimas.

Ismael: «Me dijeron que tenía que expresarme como un hombre, pero ¿cómo se expresa un hombre? Sé cómo me expreso yo, y sé que mi padre o mi primo se expresan de forma diferente»

Nadie pregunta a una persona cisgénero por qué sabe que es mujer u hombre. Sin embargo, el escrutinio es constante para una persona trans. También carente de sentido, tal y como demuestran las teorías de psicología del desarrollo vigentes a día de hoy, que confirman que la identidad de género se consolida aproximadamente a los 6 años. En ese momento, un niño sabe que es un niño y una niña sabe que es una niña. No importan los genitales, la ropa que se ponga, los juguetes que escoja o que los profesores utilicen pronombres femeninos o masculinos, porque el género es algo mucho más complejo y personal.

Estos hallazgos no son fruto de la ideología, sino una realidad que refleja que ni psicólogos ni psiquiatras saben más sobre la identidad de una persona que ella misma, pues es quien la vive desde su nacimiento. Por eso, como indican los expertos, en materia de transición de género es fundamental que la asistencia sanitaria avance a la par que la sociedad. La terapia psicológica o psiquiátrica debe cumplir dos sencillas funciones: conocer el recorrido psicosocial de la persona y acompañarla mientras transita para afrontar cualquier dificultad –como, por ejemplo, dudas y ansiedad ante los nuevos retos sociales, baja autoestima o secuelas derivadas del acoso–.

Cambiar este paradigma requiere de un proceso de deconstrucción. Al fin y al cabo, la psicología y la psiquiatría no son prejuiciosas, pero sí (irremediablemente) los profesionales que las ejercemos: nuestro sistema de creencias nos acompaña en la práctica profesional al igual que está presente en cada parcela de nuestro día a día, pero un buen especialista es aquel que hace acopio de una perspectiva crítica. Y que, en consecuencia, no basa la asistencia terapéutica en unos estereotipos que asocian la masculinidad y la feminidad a un esencialismo anatómico, a una determinada forma de vestir, o a rasgos como la dominancia y la sumisión respectivamente. Habrá personas cis y personas trans que escojan adscribirse a estos estereotipos, pero la tarea de un psicólogo y de un psiquiatra no es –ni debe ser– la de imponer un modelo binario de expresión de género.

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