Sociedad

Por qué no siempre es bueno dar ejemplo

En una sociedad que nos empuja continuamente a salir de nuestra zona de confort, todo ser humano siente la imperiosa necesidad de aconsejar y convertirnos en inspiración hacia el prójimo. Pero ¿predicar con el ejemplo es siempre un motor del cambio?

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14
junio
2022

Los principios morales que gobiernan nuestra conducta son subjetivos y están construidos socialmente. Salvo una excepción universal, la llamada regla de oro: «Trata a los demás como querrías que te trataran a ti». Es una afirmación aplicable a religiones tan dispares como el cristianismo y el budismo, a culturas completamente lejanas como las occidentales y las orientales, a filósofos de corrientes contrapuestas como Immanuel Kant y Karl Popper y a personas con un bagaje emocional único y ese mantra común que se materializa en la necesidad de predicar con el ejemplo.

Desde niños crecemos en un ambiente en el que la influencia del ejemplo se antepone a la de la norma. De nada sirve que nuestros padres nos digan que fumar es malo si después de cada comida salen al balcón con un cigarro en una mano y un cenicero en la otra. Lo relevante e instructivo son los actos, y éstos pueden nacer o bien de la espontaneidad, o bien del esfuerzo consciente por convertirnos en el mejor ejemplo, pero ¿qué es el mejor ejemplo?

De acuerdo a esas reglas éticas que rigen nuestro comportamiento, todo ser humano tiene una idea más o menos definida de lo que está bien, lo que es apropiado y lo que nos encamina hacia la plenitud –aunque, a veces, esas reglas permitan modificaciones–. Por lo tanto, no son verdades absolutas e inquebrantables, sino hipótesis cambiantes. Este proceso de construcción de la ética idiosincrásica se gesta a lo largo de nuestra vida, tal y como demostró el psicólogo Lawrence Kohlberg, quien en 1958 presentó la teoría más completa hasta la fecha sobre el desarrollo del juicio moral.

Dar ejemplo puede ser una guerra de ego en la que forzamos a alguien a adscribirse a nuestro discurso de autoayuda

Según el autor, hasta los 7 años, los niños construyen la moralidad en función de la obediencia: «si me castigan por hacer algo, es que esa conducta está mal». Entre los 7 y los 11 años, adoptamos una orientación hedonista basada en el ojo por ojo: «si me pegas, yo te pego y no hago nada malo porque has empezado tú». Es a partir de los 10 años cuando adquirimos un sentido de la moralidad más complejo, integrando las diferentes perspectivas individuales. Así, las normas justas pasan a ser aquellas que permiten el correcto funcionamiento social y que, en ocasiones, se contraponen a los intereses, opiniones y necesidades de cada uno.

Sin embargo, para Kohlberg hay un estadio más avanzado que puede no llegar a adquirirse nunca y que rige el verdadero concepto de moralidad: el posconvencionalismo o el entendimiento de que la ética puede entrar en conflicto con la complejidad humana y que, por lo tanto, lo correcto es hacer lo que cada uno buenamente pueda. 

Partiendo de esta teoría podría afirmarse que, para dar ejemplo, primero debemos entender que nuestra conducta es la adecuada. La cuestión es: ¿y si nunca llegamos a saberlo a ciencia cierta? Esta posibilidad, si bien puede parecer disparatada, era la más habitual para este psicólogo puesto que la moralidad posconvencional o el principio ético universal, tal y como él lo denominó, es un desiderátum para la mayoría.

No estamos abocados al individualismo: tan solo debemos dejar de intentar influir sobre el comportamiento de los demás

Dar ejemplo se convierte entonces en una guerra de ego en la que forzamos a todos aquellos que nos rodean a adscribirse a nuestro discurso de autoayuda, un sermón que quizá nos ha servido para recorrer nuestro propio camino pero que no tiene por qué ser útil para los demás. Quizá ese compañero de trabajo al que recomiendas una dieta, al que enseñas un ejercicio para rebajar la ansiedad o al que das un consejo matrimonial tiene otras necesidades y recursos de afrontamiento diferentes a los tuyos, y al intentar aplicar tus enseñanzas tan solo se topará de lleno con la frustración, la culpabilidad y la ansiedad.

No nos confundamos: no estamos abocados al individualismo ni es necesario alcanzar ese nivel extremo de moralidad del que Kohlberg hablaba en su teoría para poder apoyar a quienes nos rodean. Simplemente debemos empezar a actuar sin la pretensión de influir directamente sobre el comportamiento de los demás, una costumbre que se ha perdido por culpa de esa tendencia tóxica a asesorar, ofrecer soluciones y motivar a los demás para salir de su zona de confort, incluso cuando esas personas no nos han pedido consejos ni ayuda.

Es ahí cuando debemos realizar un esfuerzo consciente y preguntarnos por qué necesitamos convertir nuestra conducta, pensamientos o emociones en un modelo a seguir. ¿A quién pretendemos beneficiar con ello? Cabría pensar que a la persona que presuponemos perdida, pero en la vasta mayoría de ocasiones es a nuestra propia autoestima que busca desesperadamente reafirmación, validación y reconocimiento. En una sociedad que predica con el ejemplo, lo verdaderamente revolucionario es sacar a relucir nuestra mejor versión solo para nuestro uso y disfrute personal, sin necesidad de demostrarle nada a nadie.

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