Cuando la solidaridad se ahoga en la burocracia
Algunas acciones, como los convoy de ayuda humanitaria, son loables y beneficiosas, pero otras pueden crear serios problemas a personas que, como los refugiados ucranianos, son especialmente vulnerables.
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Tan solo dos semanas después de comenzar la invasión rusa de Ucrania, M. C. (que prefiere quedar en el anonimato) cogió la furgoneta que emplea en su pequeña empresa de reparaciones, se armó de valor y puso rumbo a Medyka, la ciudad polaca justo al otro lado de la frontera ucraniana: «No quise quedarme de brazos cruzados cuando creía que podía hacer algo y echar una mano a quienes sufren esta guerra en primera persona». Desde el comienzo del conflicto, ha seguido de cerca el desarrollo de los acontecimientos a través de los medios de comunicación y la información proporcionada por distintas organizaciones de ayuda humanitaria. Por eso supo que Medyka, la pequeña ciudad polaca situada a más de 3.000 kilómetros de Madrid, era uno de los mayores pasos fronterizos para las personas que salían corriendo aterrorizados por la amenaza rusa.
«Sé lo que es abandonarlo todo asfixiado por las circunstancias que te rodean», explica M. C., que hace nueve años dejó atrás sus entonces casi cuatro décadas de vida en su ciudad natal, en Sudamérica. Lo hizo para huir de constantes conflictos armados, de una perenne crisis sociopolítica y de una insostenible precariedad económica. «Yo no viví una guerra con bombas y tanques, pero sí había tiroteos». Y añade: «Es muy difícil abandonar tu hogar».
Al llegar a Medyka, sin embargo, se dio cuenta de que no sabía bien qué hacer ni cómo ayudar. No conocía a nadie y la situación dejaba traslucir la tensión del contexto bélico. Empezó a hablar entonces con «gente que estaba ahí ayudando, preguntándoles por la situación y sobre cómo podía colaborar. Así conocí a un tipo ucraniano que vivía en Polonia y sabía de gente que quería venirse a España». Tres días después, M. C. volvía de regreso a Madrid con un matrimonio, su hija pequeña y la hermana de la mujer. Al llegar de vuelta, no obstante, M. C. se dio de bruces con la burocracia: no había contado con los asuntos legales con los que hay que lidiar al llegar como extranjero a un nuevo país. Él recuerda cómo vino en avión con sus papeles en regla y cómo, por ello, no tuvo ningún problema al pasar el control de aduanas en Barajas. «Pensaba que [esta vez] al estar ayudando y tratarse de refugiados sería más fácil», reconoce, recalcando al mismo tiempo que no se arrepiente de nada.
M. C.: «Es muy difícil abandonar tu hogar»
Según se ha ido informando desde el inicio de la guerra, muchas personas como él se han visto también empujadas por su ímpetu y buen hacer para luego toparse con trabas burocráticas. No hay nada en la legislación española que impida a un ciudadano coger su vehículo, ir a la frontera y traer al país a ucranianos con la intención de ayudar. Ahora, una vez dentro de nuestras fronteras surgen varias preguntas: ¿Dónde alojarles? ¿Cómo tramitar los permisos de residencia o de trabajo? ¿Cómo gestionar la atención sanitaria? ¿Dónde escolarizar a los menores? Ante situaciones de emergencia de este calibre no es extraño terminar olvidándose no solo de estas cuestiones, sino de la vulnerabilidad de las personas a las que ayudamos. Una fragilidad y desesperación que, como señalan los profesionales que trabajan en la frontera, aprovechan los grupos de mafias para establecer un negocio de trata de personas.
Lo cierto es que se necesita determinado control para atender a los distintos grupos y cubrir sus necesidades económicas, alimentarias, médicas o psicológicas. Para garantizar que esos refugiados reciben la mejor atención posible es necesario coordinarse con las autoridades competentes y los profesionales con experiencia, algo que implica también los improvisados convoy de ayuda humanitaria que han llegado a los distintos puntos fronterizos de Ucrania, sobre todo a Polonia.
Ante emergencias no es extraño terminar olvidándose de la vulnerabilidad de las personas a las que ayudamos
«Después de enviar seis camiones cargados con comida, medicinas, mantas y ropa [desde Madrid] hasta Przemysl [otro punto álgido de evacuaciones], ya no hemos enviado más», explica María G., ucraniana que vive desde hace 11 años en España trabajando como portera en una finca. Según cuenta, es uno de los mensajes que más repiten instituciones, profesionales y oenegés: hay que utilizar los canales oficiales de ayuda para organizarla, distribuirla de forma eficiente y cubrir las necesidades del mayor número de personas posibles, evitando la desorganización y el caos. Como María, muchos ciudadanos alegan que en situaciones como esta los protocolos ralentizan y entorpecen las cosas. Otros, por ejemplo, cuentan cómo la institución al respecto está desbordada, lanzándose a ayudar por su cuenta y riesgo. «¿Qué voy a hacer si mi familia y amigos están ahí y necesitan ayuda?», se pregunta mientras nos cuenta que su hermano se ha sumado a la resistencia ucraniana luchando contra los rusos. Su madre, «muy mayor y enferma», está ya con su hermana en Italia. «Necesitamos ayuda más rápido. Los gobiernos son muy lentos», nos cuenta.
En España, todas las comunidades autónomas han ofrecido cierto número plazas para acoger a refugiados ucranianos y, junto con el Ministerio de Inclusión y distintas oenegés, se encargan de organizar y distribuir la ayuda. Aunque todavía no hay cifras oficiales, se estima que unos 134.000 ciudadanos ucranianos han llegado a nuestro país desde que comenzó la invasión rusa de Ucrania. A esto, además, hay que sumarle aquellos que han arribado por cauces no oficiales, que aún no están registrados. M. C., por ejemplo, continúa moviéndose entre sus contactos para conseguir trabajo a los tres adultos a los que ayudó a salir de Ucrania (y que, a día de hoy, siguen viviendo con él en su pequeño piso madrileño). «Al final encontraremos algo. La situación se resolverá», concluye optimista.
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