Ucrania

Mi madre era de Mariúpol

Hoy, el nombre de Mariúpol resuena en todo el mundo como la ciudad ucraniana que ha quedado totalmente destruida por los bombardeos rusos. Sin embargo, para la escritora Natascha Wodin (1945) es también el lugar donde nació su madre, obligada a trabajar forzosamente durante el Tercer Reich. En ‘Mi madre era de Mariúpol’ (Libros del Asteroide, 2019), la autora reconstruye la historia de la figura materna, de la que apenas conserva los recuerdos de su infancia.

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Carla Lucena
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04
julio
2022

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Carla Lucena

Teclear el nombre de mi madre en el buscador ruso de internet no era más que una manera de pasar el rato. A lo largo de las décadas, había intentado una y mil veces dar con alguna huella suya, me había dirigido a la Cruz Roja y a otros servicios de búsqueda, a archivos y centros de estudio, a personas de Ucrania y de Moscú que no conocía en absoluto; había rastreado listas de víctimas y ficheros amarillentos, pero no había conseguido hallar ni un asomo de rastro, una prueba, por vaga que fuese, de su vida en Ucrania, de su existencia anterior a mi nacimiento.

«Mi imagen primitiva de la ciudad estaba marcada por el hecho de que en mi infancia nadie distinguiera entre los diferentes estados de la Unión Soviética»

Durante la segunda guerra mundial, a la edad de veintitrés años, la habían deportado de Mariúpol a Alemania junto con mi padre para someterlos a trabajos forzosos, y solo me constaba que ambos habían sido destinados a una fábrica de armamento del consorcio Flick en Leipzig. Once años después del final de la guerra, mi madre se quitó la vida en una pequeña ciudad germanooccidental, cerca de una colonia para «extranjeros apátridas», como en aquel entonces se llamaba a los ex trabajadores esclavos. Salvo mi hermana y yo, no quedaba nadie que la conociese. Y, a decir verdad, nosotras tampoco la conocíamos. Éramos niñas, mi hermana tenía cuatro años escasos, yo diez cuando, un día de octubre de 1956, salió de casa sin decir palabra y no volvió. En mi memoria era una pura sombra, un sentimiento más que un recuerdo.

Había abandonado su búsqueda hacía tiempo. Mi madre había nacido más de noventa años atrás, de los cuales solo había vivido treinta y seis, y no fueron años cualesquiera, sino los de la guerra civil, las purgas y las hambrunas en la Unión Soviética, los de la segunda guerra mundial y el nacionalsocialismo. Había quedado atrapada en la trituradora de dos dictaduras, primero la de Stalin en Ucrania, luego la de Hitler en Alemania. Era una falsa ilusión querer encontrar, al cabo de tantas décadas, en el océano de víctimas olvidadas, los vestigios de una joven mujer de la cual yo sabía poco más que el nombre.

[…]

Cuando, en una noche de verano de 2013, introduje su nombre en internet, el buscador ruso devolvió un resultado inmediato. Mi estupefacción no duró sino unos segundos. Una circunstancia agravante de mi búsqueda siempre había sido que mi madre tuviera un nombre ucraniano muy común; había cientos, probablemente miles, de mujeres ucranianas que se llamaban como ella. Bien era cierto que la persona indicada en la pantalla llevaba también el patronímico de mi madre, Yevguenia Yákovlevna Iváshchenko, pero también Yákov, el nombre del padre de mi madre, era tan común que mi hallazgo no significaba nada.

Por aquellas fechas, yo de Mariúpol no sabía prácticamente nada. Mientras buscaba a mi madre, nunca se me había ocurrido instruirme sobre la ciudad de la que era originaria. Mariúpol, que se llamó Zhdánov durante cuarenta años y que solo recuperó su antiguo nombre tras el desmembramiento de la Unión Soviética, continuaba siendo un lugar en mi interior que nunca había expuesto a la luz de la realidad. Desde siempre, había vivido en la vaguedad, en mis ideas e imágenes del mundo. La realidad exterior amenazaba a ese hogar interno, por lo cual yo la esquivaba en lo posible.

Mi imagen primitiva de Mariúpol estaba marcada por el hecho de que, en mi infancia, nadie distinguiera entre los diferentes estados de la Unión Soviética; todos los habitantes de sus quince repúblicas eran considerados rusos. Aunque Rusia había salido de la Ucrania medieval -la Rus de Kiev, llamada la cuna de Rusia, la madre de todas las ciudades rusas-, mis padres se referían a Ucrania como si fuese una parte de Rusia… El país más grande del mundo, según decía mi padre, un imperio enorme que se extendía desde Alaska hasta Polonia y ocupaba una sexta parte del total de la superficie terrestre. Alemania, por el contrario, solo era una mancha en el mapa.


Este es un fragmento de ‘Mi madre era de Mariúpol‘ (Libros del Asteroide), por Natascha Wodin.

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