Sociedad

La lengua que perece (o lo que queda del querer)

Los símbolos que se forjan en una relación son más que costumbres, aniversarios, lugares o preferencias: son parte de un lenguaje que desaparece cuando el amor, finalmente, se rompe.

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07
junio
2022
‘La muerte y la mujer’ (1894-1895), por Edvard Munch.

Hay idiomas que se han transformado en otros, tal como se dice sobre los dialectos y las lenguas romances. Hay algunos códigos de otros alfabetos que, por ejemplo, nos ayudan a edificar lo que hoy conocemos como idioma materno. Con el amor y la desesperanza pasa algo parecido: en ocasiones forjamos con el otro, el amado (que no tiene por qué ser un amante, sino tan solo aquel al que se ama), un dialecto con independencia del hablar común. Es inevitable pensar qué va a pasar si en algún momento la vida nos obliga a tener que desviarnos de ese nuevo idioma que tanto nos llena la boca. Lo normal es que cuando una lengua muere, en lo que al lingüista concierne, suceda por una mejora técnica en la semántica utilizada (es decir, que se actualice); la sustitución radical por otro lenguaje (es decir, que se cambie por otro); o bien que se destierre al olvido porque todos los hablantes de la misma han muerto. En el caso de los dos últimos, ya que el primero es un acto concienzudo, ¿cómo proceder al respecto de una situación que desconocemos?

Nadie enseña a dejar de pensar en el otro los días impares. Tampoco en dar unfollow a vuestro grupo favorito: ya no es vuestro y el dolor impide que pueda seguir manteniendo esa condición predilecta. Por supuesto, no se nos enseña a avanzar con un nudo en la garganta que no sabemos cómo se llama porque nos volvemos mudos, no teniendo nada más que decir en 3.000 años. Vamos de la cama al sofá con la espalda destrozada de cargar con todo y de un chat de WhatsApp a otro que nos dé las buenas noches. ¿No queremos un pijama viejo porque nos sentimos trapos? Y todo por el exilio de no tener que verle nunca más. Es difícil dejar de utilizar un lenguaje que, al fin y al cabo, ha sido fruto del más sincero romance: cuando se nos retira la palabra nos sentimos desamparados. Aquel cuarto en que hicimos un hueco al otro para que dejara las maletas ahora está en alquiler, no en venta: ¿quién querría comprar un lenguaje que no está hecho por los dos, sino que tiene un nicho de regalo?

Uno de los motivos por los que se toma el camino de la huida es porque algo ha dejado de significar lo que era. Pero el hecho de que no tenga el peso que tenía antes no quiere decir que ese símbolo vaya a morir, sino que sencillamente cae en desuso, esperando volver a ser pronunciado. Sería una hipocresía decir que cuando uno deja de ser lo que fue se evita pensar en lo que teníamos: la realidad es que vivimos en constante estado de espera, con el semáforo en ámbar por si volvemos a ser abandonados en casa. Nos quedamos a vivir en el recuerdo de cuando todo iba bien y sobraban las palabras. ¿No es la esperanza de volver al hogar siempre, como en la Ilíada, lo que mantiene vivo el símbolo del amor?

El ‘contacto cero’ es la única forma que hay para no dejar encendida la repetitiva cinta que nos avisa de la necesidad de ‘hablar del tema’

Nadie nos enseña a partir al otro lado de la habitación, donde nos sentimos desnudos y solos la mayor parte de las ocasiones: son dibujos, billetes de Renfe, vino en una terraza, caricias bravas, códigos de barra del supermercado y citas en un parque de Madrid, pero también son desvelos a las tres de la mañana para confesarle el amor y pasarle la pierna por encima, creando una forma de dormir que parece que nos atrapa y que, sin embargo, es lo más cómodo del mundo. Ante el desamparo del querer solo nos queda un silencio al que muchas veces queremos acogernos y que nos obligan a romper con preguntas: ¿qué tal lo llevas? Una de las fases más conocidas del duelo romántico es la del contacto cero: borrar chats, silenciar conversaciones, tratar de no mirar el perfil del otro y, en general, no buscar y no incitar. No obstante, es más que una fase: es la única forma que hay para obligarnos a no dejar encendida la cinta que repite una y otra vez en nuestro cerebro la necesidad de hablar del tema otra vez. 

Cuando dos personas que se han amado tienen que partir cada cual a su camino, lo normal es que uno de los dos abandone la lengua del amor en busca del idioma coloquial, dejando de llamarnos como nos llamaba. Es probablemente en el momento en el que se rompe esta conexión lingüística cuando nos sentimos desamparados, huérfanos, incomprendidos y, sobre todo, un poco mudos. Porque de esto va el vivir, pero nadie nos enseña cómo desterrar todo lo que nos recuerda al otro una vez este decide marcharse: aprender a olvidar es complicado, y hasta que no nos gritan con crudeza que se acabó, que ya no hay nada más a lo que agarrarse, seguimos pensando que hablamos al mismo son. Y puede que el problema no sea que no podamos volver a compartir, sino que se ha perdido la identidad de un todo al que no le quedan partes. En el mejor de los casos, llegamos a pensar que ya no sabemos quiénes somos. 

Se suele decir que cuando una relación se destierra a los confines del olvido hay una gran víctima de por medio: el idioma creado por los dos hablantes. Los símbolos que se forjan en una relación son más que costumbres, aniversarios, lugares o preferencias. Tras su fin, el lenguaje del amor, aquel que nace con el único fin de querer al otro, tiene que ser exiliado al desuso o morirse de pena. 

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