Biodiversidad

Fieras familiares

En ‘Fieras familiares’ (Libros del Asteroide), el zoólogo Andrés Cota Hirart escribe acerca de sus recuerdos, observaciones y anécdotas más peculiares.

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26
mayo
2022
Ilustración naturalista realizada por Oliver Goldsmith.

Cuando aterrizas en el Amazonas lo primero que llama tu atención es lo cargada que está la atmósfera. No es tanto el calor, sino lo denso del aire. Es casi como si lo pudieras masticar. Lo segundo es lo distante que todavía queda la selva. Y es que una vez en tierra, aquel inmenso mar de verdor efervescente que se veía desde la ventanilla de la avioneta no presenta una trama tan ceñida como desde las alturas. Vegetación exuberante hay por todos lados, pero el bosque primario no se observa de inmediato.

De hecho, ese santuario prístino, poseedor de una biodiversidad inconmensurable, está en realidad bastante más lejos de lo que imaginabas. Para llegar hasta tal edén biológico y poder atestiguar en carne viva las páginas del National Geographic aún será necesario pasar horas dormitando sobre un camión de redilas destartalado, casi desnucarte a bordo de un jeep que se abalanza sobre las rocas lodosas como si se tratara de asfalto y después remontar el río encaramado en una panga con estruendoso motor fuera borda durante media jornada más. Todo esto mientras batallas contra escuadrones de mosquitos y haces lo posible por no deshidratarte.

Pero vaya si vale la pena. Estás hecho trizas, es cierto. Cuentas ya con cientos de picaduras sobre la piel, y no solo de insectos conocidos por la ciencia, tu ropa está completamente encharcada de sudor y encima la única torta que cargabas para el trayecto la terminaste de digerir hace dos medios de transporte. No obstante, los árboles gigantes tapizados por bromelias que se levantan ante ti te hacen olvidar rápidamente tus aflicciones.

En el mundo silvestre, la lucha por la supervivencia no tiene tregua, comer o ser comido es la única constante

Por un momento te invade una profunda epifanía. Estás inmerso en la naturaleza en todo su esplendor: guacamayas y mariposas surcan el aire, en los márgenes del río descansan numerosos caimanes, sobre el dosel forestal descubres la primera tropa de monos de las muchas que verás en los días sucesivos y las sombras envuelven promesas de tapires, osos hormigueros y capibaras. Detienes la mirada sobre los brotes espirales de los helechos arborescentes y es entonces cuando por unos segundos tienes la impresión de que un poderoso equilibrio reina en la floresta. Sin embargo, tal concepción romántica está muy alejada de la realidad. Este es el mundo silvestre: aquí la lucha por la supervivencia no tiene tregua, comer o ser comido es la única constante. ¿Qué se puede decir de un sitio en el que hasta las plantas pelean entre sí por los escasos rayos solares que se filtran entre el follaje y penetran hasta el suelo? Quizá Werner Herzog tenga razón cuando declara que, para los habitantes de la selva, la existencia transcurre en continuo estado de guerra.

En la jungla se vive atrapado en el presente. Día a día, como lo hacen los alcohólicos en recuperación. Al final de la jornada, el mayor logro es no haber terminado en las garras de alguna fiera. Y esto es patente para todas las criaturas circundantes, incluyéndote a ti.

Afortunadamente para el humano visitante, son más bien escasos los animales que podrían comerte o causarte un daño irreparable. Entre los no mortales quizá los más temidos sean las sanguijuelas. Y con razón de causa, pues es sumamente ingrato sorprender a un gusano resbaladizo y lustroso succionando tus tejidos. ¿Cómo consiguen infiltrarse invariablemente dentro de tu fortaleza de prendas especiales?, es un enigma que jamás podrás resolver. Lo que es seguro es que una vez sorprendido al ectoparásito hematófago durante el banquete ya es demasiado tarde: más vale permitirle beber tu plasma sanguíneo con tranquilidad hasta que se sacie, o de otra manera te enfrentas a la posibilidad de que vomite sus intersticios rebosantes de patógenos y te provoque una infección incurable por estas latitudes.

La selva tampoco es un entorno propicio para aquellos caminantes que sufren de aracnofobia. Hay demasiados seres de ocho patas presentes en el Amazonas como para que su imagen cause conmoción. No obstante, dentro de esta exorbitante diversidad arácnida solo una especie resulta realmente peligrosa para el adulto promedio: la migala. Una imponente tarántula que rebasa los diez centímetros de envergadura y cuya mordedura libera un poderoso veneno. Otros organismos que podrían llegar a generar molestias ligeras incluyen alacranes, ciempiés gigantes, avispas y hormigas león. Abriendo el apartado de bestias con posibilidades antropofágicas habría que mencionar al jaguar. Ese hermoso felino de emblemático pelaje moteado y su variante completamente negra, conocida como pantera, con facilidad podrían incluirte dentro de su menú. Sin embargo, los registros de ataques mortales son contados en nuestros días. Más peligrosos son, sin lugar a dudas, los cocodrilos. Aunque mientras uno se abstenga de refrescarse en el río, podríamos decir que en general se está a salvo de sus fauces.

Solo una especie resulta realmente peligrosa para el adulto promedio en el Amazonas: la migala

Pero las anacondas pertenecen a un ámbito distinto. Para las serpientes más corpulentas del mundo, las personas figuramos como presas incitantes. Posiblemente seamos incluso más incitantes que la mayoría de los otros animales, pues, afrontémoslo, los monos desnudos somos extremadamente fáciles de cazar y, comparados con el resto de los organismos de nuestro tamaño, somos francamente débiles. Si opusiéramos resistencia, una compresión ligera de los músculos escamosos del ofidio bastaría para bloquear el torrente sanguíneo que fluye por nuestras venas. ¿Qué hacer entonces ante el embiste reptiliano? ¿Existe una manera de que un modesto homínido sobreviva al ataque de una serpiente de diez metros de largo y más de cien kilos de peso? La respuesta es sí, pero requiere de un poco de paciencia y una templanza de acero.

Antes de comenzar a enumerar los pasos que se han de seguir, es importante aclarar que esta guía práctica solo funciona en el caso de un ataque nocturno y furtivo. Los pasos enumerados en esta guía son una elaboración creativa a partir del instructivo manual de supervivencia de los Cuerpos de Paz estadounidenses para sus voluntarios en el Amazonas (en realidad, la entrada en cuestión corresponde a un foro de humor de dicha institución, pero después se popularizó como si fuera veraz).

Si a la serpiente gigante le diera por desplomarse sobre uno desde la copa de un árbol (tal y como lo hacen en algunas ocasiones), la verdad es que no hay escape posible. Como tampoco habría salvación si la fiera constrictora te atrapara dentro de un pantano. Cualquier lucha cuerpo a cuerpo tratándose de un ejemplar de proporciones considerables lleva implícita tu derrota. No obstante, lo más probable es que si te llegas a encontrar en la penosa situación de que una anaconda pretenda engullirte, la operación tenga lugar durante la noche, en cuyo caso sí hay un atisbo de esperanza. Lo que sucede es que las titánicas serpientes son perezosas; si en su búsqueda nocturna dan con una posible presa dormida, muchas veces eligen ahorrarse la energía necesaria para constreñirla y comienzan a intentar engullirla de inmediato. Y justo gracias a este factor podrías salir airoso del evento.

Es posible que la anaconda haya llegado al campamento atraída por el calor de la fogata y que tras haber olfateado un poco el vecindario le quede claro que el bocado se encuentra dentro de la tienda de campaña. Abrir la puerta no le significa mayor esfuerzo, su lengua bífida hipersensible la guía sobre la superficie plástica hasta que encuentra el orificio en los cierres. Luego insiste con su cabeza chata hasta que consigue penetrar en el refugio. Disloca la mandíbula salivando por el banquete que se avecina y sin más preámbulos se mete en la boca los pies que descansan frente a ella.

Lo más probable es que si una anaconda pretende engullirte, la operación tenga lugar durante la noche, en cuyo caso hay un atisbo de esperanza

Digamos que este es el momento en el que te despiertas. La extraña sensación de tener los pies mojados y el movimiento intenso de las paredes de la tienda de campaña te sacan de un sueño profundo. Abres los ojos para comprobar con terror que la serpiente avanza sobre tus tobillos. Recuerda que debes evitar a toda costa la reacción natural de intentar doblar las rodillas para zafarte del hocico de la bestia. Eso solo la irritaría. Y si el depredador percibe la más mínima resistencia por parte de la presa, cambiará de parecer y su aproximación pasará de la pasividad alimenticia a modalidad violenta, lo cual significa que te abrazaría con su poderoso cuerpo y te constreñiría hasta aniquilarte. Y eso, desde luego, es algo que no quieres.

Quizás entonces voltees a ver el machete con ansia. El impulso de tomar el arma y enterrársela con todas tus fuerzas al dragón se hace imperante. Pero debes contenerte. No habría manera más efectiva de enfurecer al animal que herirlo. Y matar de un solo tajo a una serpiente de estas proporciones es simplemente imposible. Si la intención es vivir para contarlo, habrá que proceder con suma cautela. El secreto está en emular al monje y no al ninja. Me temo que, en este caso, la paciencia será tu máxima virtud. El objeto es permitir, por ahora, que el reptil continúe tragando.

El proceso de deglución es lento, similar a desenrollar un calcetín sobre tu cuerpo. Probablemente cuando la boca rebase la altura de tus rodillas vuelvas a experimentar la necesidad de dar batalla. Después de todo, la imagen de tener un tercio de tu ser en el interior de una culebra gigante puede resultar perturbadora. Pero resiste. Ya casi se presenta tu única oportunidad y debes sacarle el máximo provecho.

Por cierto, si no te encuentras acostado boca arriba, en posición horizontal, sería un gran momento para corregir la postura. De otra manera la estrategia no tendrá éxito. Lo que tienes que hacer en este momento es sacar la navaja Victorinox que llevas en el bolsillo o en un estuche que pende de tu cinturón –si no es así, puedes ir formulando tus últimas palabras–. Muévete con sumo cuidado, no quieres llamar la atención de ya sabes quién.

Extrae la hoja grande de la navaja y sujétala de manera que el filo apunte hacia arriba. Tómala entre las dos manos. Baja los brazos y gira las muñecas para que la hoja metálica quede paralela a tu cuerpo, más o menos a la altura de la cintura. Si parece que con la punta de la navaja señalas el lugar donde minutos antes estaban tus pies, es que lo estás haciendo bien. Si no, ¿a qué esperas?

Aguanta en esta posición el avance del ofidio. Deja que su cabeza atrape tus brazos. Ahora comienza la parte más dura: más de la mitad de tu cuerpo desaparece hacia el interior de la bestia. Sin lugar a dudas, es lo más impactante que has experimentado (si no es así, no quiero ni preguntar en qué sitios te has ido a meter). Prepárate, se avecina tu única ventana de oportunidad: en el instante preciso en el que las fauces del monstruo alcancen tus codos, dóblalos hacia arriba con toda la fuerza que tengas. La navaja se clavará en el paladar de la serpiente alcanzando su cerebro. Tira con ímpetu en la dirección de tu cabeza. Si lo haces bien, rebanarás por la mitad toda la cara del animal y le producirás una muerte instantánea.

Felicidades: te has salvado. David ha derrotado a Goliat. Emerge del cadáver cuanto antes y toma un baño. Su saliva es corrosiva y conlleva el riesgo de enfermedades. Si eres del tipo presumido, querrás hablarle a un taxidermista para que conserve la piel. Si no, esta improbable victoria quedará solo entre tú y la naturaleza.


Este es un fragmento de ‘Fieras familiares‘ (Libros del Asteroide), por Andrés Cota Hirart.

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