Cultura

«Ser joven no significa ser tonto»

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05
enero
2021

David Pastor Vico es sevillano pero nació en Bélgica, donde vivían y trabajaban sus padres, en 1976. Tras años de ejercicio en la Universidad de Sevilla, el filósofo, escritor, divulgador y poeta imparte clases desde hace una década en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Entregado hace años a las redes sociales para convertirse en guerrero contra el individualismo y apóstol del pensamiento crítico entre los jóvenes, el autor de ‘Filosofía para desconfiados‘ nos habla de su trabajo como divulgador de la filosofía en tiempos de pandemia.


Planteas que el pensamiento individualista nos vuelve más manipulables y el pensamiento colectivo más independientes. ¿Cómo es posible?

A simple vista parece una paradoja, pero solo porque pensamos desde el canon individualista, que estima que el uso de la razón es un ejercicio personal y autosuficiente, y no está desencaminado si se piensa desde ahí. De hecho, Descartes dijo «pienso luego existo» y no «pensamos luego existimos». El problema en sí radica en cómo llegamos a pensar, en el camino que se debe transitar para conseguir «pensar bien». En ese sentido el individualismo cae por su propio peso, porque no somos capaces de aprender a limpiarnos el culo solos, ni a hablar, así que mucho menos a pensar. Para poder desarrollar un pensamiento crítico y autónomo debemos no cerrarnos en nosotros mismos y nuestras circunstancias. Eso solo puede parir idiotas que se limitan a juzgar el mundo por el tamaño de sus propias manos.

Para llegar a sacar jugo a nuestra razón debemos conocer al otro, sus circunstancias, sus porqués, su contexto y ser capaces de relacionar todo esto con nuestro aquí y ahora, como nos dice mi amigo José Carlos Ruiz, intentando apartar esa tendencia natural que todos tenemos a creernos mejores que los demás, más listos. Ese maldito etnocentrismo que siempre aparece cuando confrontamos sociedades y tiempos, o el egocentrismo, cuando analizamos al otro desde un yo miope y tan pagado de sí mismo. Para que esto no suceda no hay nada más sano que un «nosotros». Un nosotros crítico y pensante es más difícil de manipular y engañar que un solo individuo sin más referencia de las cosas que sí mismo, por muy listo que se crea. Pero esto, hoy por hoy, para los que ya lucimos canas, es imposible: hemos perdido ese tren pedagógico que nunca llegó a parar en nuestro andén. Hoy somos un montón de yoes endiosados que siempre creen tener la razón y formamos un penoso ellos, estúpido y maleable, capaz de defender cualquier causa, comprar cualquier cosa, votar a cualquier majadero… Además, estamos orgullosos de ser como somos y no cabe arrepentimiento alguno.

«Un ‘nosotros’ crítico es más difícil de manipular que un solo individuo, por muy listo que se crea»

Preguntaste en clase quién creía que la Humanidad había pisado la Luna y nadie se atrevió a levantar la mano…

Esto sucede sistemáticamente cada vez que hago la dichosa pregunta, sea cual sea el auditorio, y si alguien levanta la mano lo hace con miedo y más vergüenza que certeza. Por cierto, para los incrédulos, la prueba está en un vídeo en mi canal de YouTube grabado ante un auditorio con más de 3.500 alumnos en la Universidad Nacional Autónoma de México. En esta ocasión, tan sólo un señor de más de cincuenta años, sentado en primera fila, levantó la mano. ¡Ojo! Esto no sucede porque los jóvenes sean unos ignorantes. Al hilo de la respuesta muchas veces les cuestiono por el Sputnik, la perrita Laika, por Gagarin, por Armstrong y sus primeras palabras al pisar la Luna, por la Guerra Fría… Y conocen las respuestas y los sucesos alrededor de la carrera espacial. Lo que no son capaces es de relacionar una cosa con otra. El conocimiento del hecho histórico y el pensamiento crítico no convergen, porque no los enseñamos a pensar, sino a memorizar. Así que no son capaces de deducir por sí solos lo difícil que habría sido engañar a la extinta Unión Soviética y dan más pábulo a un video manipulado o a cualquier teoría conspiranoica, porque son más fáciles de entender, porque están contextualizadas en el presente y no requieren de mayor esfuerzo para ser digeridas, de ahí el éxito que tienen.

Eso sí, tampoco creas que cuando hablo con adultos son muchos los que levantan la mano cuando hago la misma pregunta. La proporción suele ser la misma que cuando pregunto a sus hijos. Y es que de estos polvos tenemos estos lodos. Y también hay otro factor importante que condiciona la respuesta y con la que juego despiadadamente. Sé que muchos saben, a ciencia cierta, que el hombre llegó a la Luna en 1969 y quisieran levantar la mano, pero la falta de pensamiento crítico también te hace cobarde, y no haces lo que tienes que hacer, que diría José Antonio Marina, no eres valiente. Y la presión de un grupo que no levanta la mano te paraliza, así que aun sabiendo la respuesta, es mejor parecer ignorante y no destacar… Sí, somos muy individualistas, pero también somos unos miedosos que nos escondemos tras la masa, aunque nunca nos reconozcamos como parte de ella. ¿Si el señor de más de cincuenta años que levantó la mano en primera fila hubiese estado sentado al final, y hubiera visto que ningún joven universitario levantaba la mano, la habría levantado él?

Has terminado un libro de ética dirigido a adolescentes que se publicará en 2021 y publicaste otro en 2019 también para ellos. ¿Por qué ese público?

El público juvenil es con el que trabajo a diario. Reconozco sus miedos y dudas, sus fortalezas y debilidades. Decidí escribir para ellos con la esperanza de que se enganchasen a esto de pensar. Para mi sorpresa todo ha ido mejor de lo que cabía esperar y aún hoy Filosofía para desconfiados sigue funcionando bien a pesar de esta pandemia que tritura las expectativas de venta de la mayoría de libros. Después de arrancar con un libro así, que se centra en la confianza y las relaciones humanas, lo lógico era mojarse un poco más y escribir un libro que fuese más allá, un texto de ética. No un catecismo, no un libro con moralina, porque ser joven no es ser tonto.

«Somos unos seres miedosos que se esconden tras una masa de la que no reconocemos formar parte»

¿Cómo se le da la vuelta usando la filosofía a una sociedad como la nuestra, diseñada para el narcisismo y el consumo sin filtro?

A veces pienso que un buen reinicio estaría cojonudo, pero esto no es un equipo informático, ni una película de Marvel donde acabas con medio universo chasqueando los dedos y ya está. En Filosofía para desconfiados, me aventuré a predecir tres futuros apocalípticos con la intención de fantasear con esta idea del reboot, como gustan decir los youtubers. Mi primera fantasía, como ya sabrán los que lo han leído, fue predecir una pandemia… y unos meses después aquí nos ves, ahogándonos en nuestro narcisismo egoísta mientras matamos a nuestros familiares y vecinos por no renunciar a nuestra falsa concepción de qué es la libertad. La filosofía no es un arte mágico que solucione las cosas si no existe una voluntad política. No estoy hablando de lo que hagan o dejen de hacer los políticos de oficio, que no son más que un reflejo de la sociedad a la que pertenecen. Hablo de muestra acción como ciudadanos de la polis. Desde un paradigma individualista, lo lógico es no hacer nada por los demás, y todo lo que haga será por y para mí. Y si, por casualidad, algo de lo que pueda hacer beneficia al otro, será solo una cuestión azarosa y colateral que ya procuraré que no vuelva a suceder. Si ante las morgues llenas no somos capaces de entender que nuestra idiotez es el problema, ni con el ejemplo de responsabilidad comunitaria que nos restriegan en los hocicos algunos países asiáticos y nórdicos, ¿qué más necesitamos? ¿Qué filosofía puede dar la vuelta a esto? Lamentablemente, cuando todos estemos vacunados y volvamos a la vieja normalidad, nadie habrá aprendido nada, fuera de cómo usar las mascarillas o lavarse las manos. Sin pedagogía, no hay filosofía que valga más que para hacernos pajas mentales desde los despachos de las universidades, las revistas especializadas o los libros que nadie compra. 

¿Por qué Filosofía para desconfiados? Afirmas que confiar unos en otros es lo que nos hace humanos.

El animal humano no es humano por nacimiento –en potencia sí, pero debe actualizarse–. Al nacer no somos más que cualquier otro animal. De hecho, nacemos más desvalidos y dependientes que la mayoría de las otras especies. Lo que nos hace ser animales humanos son los demás humanos que nos rodean, desde nuestro nacimiento hasta la muerte. De no ser así el concepto de «mayoría de edad» y de independencia ligado a este no tendría el menor sentido. La dependencia requiere de un salto de fe hacia el otro. Debemos saber, o al menos intuir, que el otro hará lo que se espera que haga: eso es la confianza. El otro debe cuidarnos, alimentarnos, protegernos, enseñarnos a descubrir el mundo y ayudarnos a lograr las herramientas que necesitaremos para, cerrando el ciclo, hacer lo propio con los nuevos animales humanos que lleguen al mundo. Sean nuestros familiares o no. Y en este «o no» es donde nos hemos descolgado y desconocemos al otro. Gran error.

El otro es ajeno a mí y desconfío de él porque no es como yo. Ante la duda, mejor detestarlo. Si confiar es saber que el otro hará lo que se espera que haga, o sea, que asumirá su responsabilidad para conmigo, en una sociedad desconfiada la responsabilidad carecerá de necesidad. Es muy interesante ver cómo han evolucionado las muertes en esta pandemia en las sociedades donde el índice de confianza interpersonal es muy alto y en aquellas donde brilla por su mediocridad. El animal humano requiere de la confianza en un nosotros para asegurarse la subsistencia y mejorar su calidad de vida. Coloquialmente decimos que vivir bien es vivir lo más humanamente posible, y cuando vivimos mal decimos que es una vida inhumana. Esto no es un giro carente de sentido si entendemos que «la confianza» y «lo humano» son cosas en cierto modo muy afines.

«Tras la pandemia, vamos a perder una oportunidad única de cambiar las cosas»

¿Sin conflicto no hay aprendizaje? ¿Qué gestionamos mal ahora, que todos parecemos odiar al que difiere de nosotros en el matiz más pequeño?

No, no es necesario el conflicto para aprender, de ser así, aprender podría llegar a ser un ejercicio tan traumático que receláramos de él, y con miedo, no habríamos salido jamás de las sabanas africanas hace más de doscientos mil años. Lo que sí es importante es resituar el conflicto, aprender de él, que es algo muy diferente. Porque si no aprendemos ante el dolor, parafraseando a Santayana, estaríamos condenados a repetirlo una y otra vez. Epicuro tenía muy claro que la convivencia en sociedad lleva aparejada cierta cantidad de dolor, de frustración, porque no todos hacen lo que tú quieres y uno tampoco hace siempre lo que los demás esperan que hagas, así que el conflicto es inevitable, y ahí es donde debe aparecer el aprendizaje. La gestión de ese conflicto puede llevar aparejada una buena dosis de materia de reflexión, pero todo esto es imposible desde un yo cerrado y acrítico. El individualismo salvaje no oye al otro, así que es ajeno a cualquier aprendizaje que devenga de cualquier tipo de conflicto, de ahí que las reglas morales salten por los aires y la convivencia llegue a parecerse más a una lucha por la supervivencia que a cualquier otra cosa.

Desde la falta de crítica que conlleva el individualismo privilegiamos el plano emocional sobre racional. Confundimos nuestra emotividad con nuestra capacidad de parir ideas. Deberíamos reflexionar seriamente –y con la mollera– sobre la tiranía de lo políticamente correcto, y no darle a este concepto la legitimidad suprema e inviolable o llegaremos a no censurar el terraplanismo no sea que alguien se ofenda… ¿y qué más?

En algunas de tus charlas hablar de la necesidad de la mentira para vivir en sociedad, para cohabitar con el otro. ¿Hay que aprender a mentir?

Hay que aprender a «mentir bien». Enfadarse, decía Aristóteles, es muy fácil, pero lo difícil es hacerlo con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento justo y con el propósito y el modo correcto. Mentir es tan propio a nosotros mismos como nuestro lenguaje: mentimos a los niños sistemáticamente sabiendo que cuando crezcan o se olvidarán o lo entenderán, mentimos en el trabajo, en la escuela, en nuestro curriculum vitae, a nuestros amigos y familiares… Habrá quién se escandalice y quiera negar la mayor, pero a menos que sea un talibán de la verdad, un sincericida que antepone esta dudosa virtud a las relaciones sociales y la amistad, un misántropo irredento, o la mente más lucida del universo que no diga nada que no sea verdad aún sin saberlo a ciencia cierta, no hay juicio sincero que aguante esta postura. Sabiéndolo, lo importante es ser responsable al mentir. Hay mentiras que quitan el miedo por la noche a los niños, otras que por omisión de la verdad fortalecen amistades y benefician más que perjudican, otras que están penadas con la cárcel, otras que justifican genocidios y otras que vertebran códigos morales por milenios.

¿La mentira puede ser ética?

Si entendemos que la ética es el modo de relación de los animales humanos, y solo los humanos usamos la mentira de forma consciente y racional –siendo imposible que la mentira se dé en otro ámbito más que en el puramente humano–, no cabe de otra que entender que forma parte de nuestro modo de relación, de ese lugar al que los filósofos llamamos ética. Ahora bien, desde un punto moral ¿está contemplado el uso de la mentira? Aquí tenemos para escribir un libro muy gordos. Porque –y esto aparecerá en mi próximo libro de ética en 2021, que aún no tiene título–, toda moral auspicia de forma tácita la posibilidad de la acción inmoral, amoral o el uso de la doble moral. Siendo escrupulosos, la mentira en este último punto, es la reina del salón y sobran los ejemplos a demanda de quisquillosos.

«La filosofía no es un arte mágico que solucione las cosas si no existe una voluntad política»

Las Humanidades en general siguen retrocediendo en los planes de estudios, mientras algunos filósofos tomáis las redes. ¿Hay un vacío que se rellena por una vía u otra?

Los pocos filósofos que nos dedicamos a la divulgación tenemos que seguir los caminos que sigue la gente o estaríamos evangelizando en el desierto. Hoy, y más en pandemia, los espacios de encuentro son los medios de comunicación y las redes sociales. Es cierto que la mayoría de estos espacios no son públicos, como las plazas o los parques, y por tanto hay que pagar un peaje a la empresa privada que los hace posibles, pero entonces es cuando hay que predicar con el ejemplo y cuidarse de no caer nuevamente en el narcisismo facilón de la virtualidad. Nada puede sustituir la charla, la conferencia en un espacio real y tangible ante personas tridimensionales de carne y hueso.

Para filosofar en profundidad ya está la academia, sin duda, y es lógico que esta recele de otras vías de expansión y promoción que no sean las suyas propias. Pero para que la academia no sucumba de inanición debe seguir llegando gente a ella, y para eso, entre otras muchas cosas, trabajamos los divulgadores. Vistas las cosas, y el poco interés de los poderes en promover los estudios de humanidades entre los más jóvenes, sin divulgadores ¿cuánto crees que podrían seguir abiertas las facultades de filosofía, humanidades o lenguas clásicas el día que erradiquen finalmente estas disciplinas de secundaria o bachillerato? Es muy importante que el mundo de la academia reflexione sobre esto y comience a potenciar y profesionalizar la divulgación entre los suyos. No basta con conseguir «puntos» por publicar en revistas endogámicas que leen cuatro, o publicar libros que solo compran las bibliotecas especializadas. Su potencia intelectual debe llegar al público en general de una manera clara, didáctica y atractiva, como Sócrates paseando por Atenas, y usar los canales de comunicación que el aquí y ahora dictan.

En mitad de la crisis es difícil evaluarlo, pero, ¿crees que nos va a quedar alguna enseñanza ética compartida de la pandemia?

La respuesta políticamente correcta sería decirte que sí, que esta pandemia ha sido una oportunidad, aunque muy dramática, para reconocer la importancia del otro y de la necesidad de cohesión social para afrontar problemas que nos atañen a todos como sociedad. Que lo aprendido debe servirnos para afrontar la crisis climática y energética del planeta, para concienciarnos de la necesidad de erradicar el hambre, las guerras y las desigualdades… Esta respuesta es la deseada por todos –y más porque es verdad–, pero hoy no estoy tan optimista.

La enseñanza ética que esta pandemia dejará, a quien quiera verlo, es que hemos agotado nuestra capacidad de aprendizaje, y ya no damos más de nosotros mismos, que nos hemos estancado y no hay evolución social. Vamos a perder una oportunidad única de cambiar las cosas, pero no nos da la gana perder ese miserable statu quo que creemos que nos merecemos aún a costa de la muerte de los demás, siempre de «los otros». Hemos tenido la oportunidad de cohesionarnos como sociedad, de asumir nuestra responsabilidad y, por ende, restañar la confianza en nosotros mismos para prepararnos para los problemas impostergables que están por estallarnos en la cara. Hemos tenido la oportunidad sí, y la hemos dejado pasar a cambio de reivindicar vehementemente una y otra vez, como el burro que rebuzna al sol y que no es capaz de moverse unos metros allí donde hay sombra, esa mal entendida libertad individual que se nos atraganta cada vez que la nombramos. La gestión política no ha sido ejemplarizante, es cierto, pero ¿qué esperábamos?¿A caso nuestros políticos no son nuestros vecinos, esos de los que recelamos y no queremos saber ni sus nombres ni el nombre de sus hijos? Dice una máxima de la filosofía política que todo pueblo tiene el gobernante que se merece, y ya va siendo hora de que todos pongamos un pie en el suelo y hagamos autocrítica. Quizá así, y con suerte, nuestros hijos tengan la posibilidad de vivir en algún futuro en el que puedan ver crecer a sus nietos. Hoy por hoy, no está tan claro.

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