Opinión

La filosofía: ¿reivindicación comprometida o defensa oportunista?

Pese a su contribución al conocimiento, a la formación de la inteligencia crítica y a la capacidad de razonar, para muchas autoridades educativas esta materia no es útil en el mercado laboral. Algo que explica, al menos en parte, su largo declive.

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18
abril
2022

La aprobación del nuevo decreto ley que establece la ordenación y las enseñanzas mínimas de la Educación Secundaria Obligatoria (ESO) pronosticó desde el primer momento una polémica abiertamente conocida: nuevo gobierno, nueva reforma educativa y, una vez más, nueva falta de consenso al respecto. Tal como ha sucedido en otras legislaturas, se ha vuelto a especular sobre la pretensión de convertir la educación en un estandarte ideológico, avivando discusiones –a menudo de carácter electoralista– como la educación segregada por sexos, la presencia de la asignatura de Religión en el currículo educativo, la organización de la enseñanza en los centros públicos y privados, la evaluación de competencias o el denominado «pin parental». Esta vez, lo que pocos pudieron advertir es que la asignatura de Filosofía también sería parte de la polémica. 

Una gran parte de las opiniones que vociferaban a favor de esta materia se basaban en información falsa. Quienes protestaban por el supuesto barrido llevado a cabo por el Gobierno evitaban paradójicamente poner en práctica las habilidades de la propia disciplina para saber si su juicio era engañoso o infundado. Sirvan como ejemplo políticos como Santiago Abascal o Isabel Díaz Ayuso: difícilmente se puede luchar por la filosofía mientras se recurren a prejuicios o exabruptos para hacer política. 

A tenor de ello, conviene clarificar que con la nueva ley de educación dicha materia no desaparece: se impartirá obligatoriamente en primero y segundo de Bachillerato bajo el nombre de «Filosofía e Historia de la Filosofía», si bien tendrá un carácter optativo –en función de las comunidades autónomas– en la ESO. Se aprecia, pues, un cambio sustancial con respecto a la LOMCE de 2013 (también conocida como «ley Wert»), ya que esta normativa solo incluía Historia de la Filosofía en el primer curso de Bachillerato. 

«Difícilmente se puede luchar por la filosofía mientras se recurren a prejuicios o exabruptos para hacer política»

El cambio, sin embargo, no resulta totalmente satisfactorio cuando nos situamos en la educación secundaria y revisamos el compromiso que el gobierno de Pedro Sánchez había mantenido al respecto con la comunidad educativa. Primero, porque la asignatura de Ética, que forma parte de la disciplina filosófica, no será obligatoria en el cuarto curso de la ESO; y segundo, porque la asignatura de Valores Cívicos y Éticos, propuesta por el gobierno y que pretende tener carácter obligatorio, solo integra en uno de sus tres bloques las cuestiones éticas y filosóficas. Además, la presencia de estos contenidos en la asignatura es ciertamente cuestionable, ya que a menudo se presenta como un popurrí de contenidos éticos. ¿Cómo reflexionar acerca de los valores éticos sin conocer su fundamento filosófico?

De repente, la filosofía parece haber reventado todos los clichés que arrastraba de un tiempo a esta parte, como que aglutina preguntas sin respuesta, que no sirve para nada, que no tiene interés para un adolescente arrasado por la actividad hormonal o que maneja un lenguaje incomprensible e incluso difícil de pronunciar, con términos como «apodíctico», «gnosticismo» o «mayeútica». En este indómito elogio a la socratización se hacía evidente lo que tantos defensores comprometidos con la filosofía, entre los que me incluyo, llevaban años reclamando: que la filosofía no se reduce al conocimiento de lo que puedan haber escrito Platón o Aristóteles, sino que estimula el pensamiento crítico. 

Esta entusiasta reivindicación, ahora usada por los partidos políticos como arma arrojadiza, sorprende por razones obvias. Según la última encuesta del CIS, la educación preocupa más bien poco a la ciudadanía. En consecuencia, no constituye un tema que despierte interés en los programas electorales. A ello hay que sumar que la Filosofía ha sido una disciplina que en los últimos años ha perdido relevancia en el currículo educativo en contraposición a una perspectiva cada vez más utilitarista. Es desolador contemplar que –pese a su contribución al conocimiento, a la formación de la inteligencia crítica y a la capacidad de razonar– para muchas autoridades educativas esta materia no es útil en el mercado laboral. 

En relación a lo anterior, conviene recordar que el Consejo de Europa trazó en el año 2000, en Lisboa, un nuevo itinerario educativo, inclinándose por la educación por «competencias» y no por «asignaturas». Se seleccionó entonces una serie de competencias básicas, las cuales debían incluirse explícitamente en los programas formativos y, por tanto, ser adquiridas por el alumnado europeo. Se trata de competencias básicas como la comunicación en lengua materna, la comunicación en lengua extranjera, la competencia matemática, científica y técnica, la competencia digital, la capacidad de aprender, la competencia cívica y ciudadana, el sentido emprendedor y el sentido y la expresión cultural. Todas estas competencias fueron asumidas por la LOMCE; posteriormente, la LOE las redujo a siete. 

Como ha puesto de manifiesto en estos años el filósofo José Antonio Marina, la competencia filosófica, más allá de estar ausente, no despertaba tampoco ningún interés para ser reclamada y recogida; en la práctica, parece que la filosofía lleva décadas sin importar. Sin embargo, una panda de dogmáticos de distinto corte ideológico viene ahora a confundir a la ciudadanía, a veces con miedo y prejuicios, azuzando los pánicos morales, y otras reclamando el entrenamiento crítico, pero sin hacer los deberes. Una confusión que, a grandes rasgos, se manifiesta en un mal ejemplo: sin compromiso ético no puede haber sentido del deber. 

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