Ucrania

Putin y la aporofobia

Vladimir Putin tiene miedo y aversión a un país vecino que es pobre y, en consecuencia, rechaza a Ucrania cuando sus ciudadanos deciden ser libres, demócratas e iguales. No le interesa que Ucrania crezca y se desarrolle: quiere vecinos sobre los que poder mandar.

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18
marzo
2022

Mi padre combatió en la Guerra Civil y sufrió sus consecuencias: además de heredar un cuerpo cubierto de metralla, perdió algunas falanges de su mano derecha. Lo llevaba con enorme dignidad. Murió relativamente pronto, cuando un servidor todavía estudiaba Derecho en Sevilla. Un día, cuando volvíamos los dos en tren a Úbeda desde la capital andaluza, me dijo que, como yo era joven, no debería olvidar nunca el horror de la guerra, de cualquier guerra; compadecerme de quienes las sufren y despreciar, malditos sean, a quienes las promueven y alientan. Mi padre nos educó a mis hermanos y a mí en el sentido de la responsabilidad y en la conseja que, más tarde, Faulkner predicó después de recibir el Nobel de literatura: el derecho y el deber de ser responsables; la necesidad de ser responsables si deseamos permanecer libres.

Desde que el autócrata Vladimir Putin, a la sazón presidente de Rusia, dio la orden de invadir Ucrania a finales de febrero 2022, recuerdo cada día lo que me enseñó mi padre y desprecio con todas mis fuerzas al sátrapa que –mas de veinte años nos contemplan– gobierna a los rusos despótica y arbitrariamente, humillando a cuantos se ponen a su alcance y riéndose de todos nosotros porque, en el fondo, solo se importa a si mismo y a sus mezquinos y multimillonarios intereses.

«En Putin, y en su camarilla de desalmados, brilla por su ausencia cualquier atisbo de compasión cuando ordena una guerra»

Su tramposo as en la manga tiene forma de botón nuclear e impide a Occidente tomar decisiones duras, muy duras, que pudieran poner fin a este desatino que se llama (en todas partes menos en Rusia) guerra de Ucrania. El poder absoluto no solo deriva en dictadura sino en la corrupción más absoluta, y de eso podrían enseñarnos sus amigos más próximos, los llamados oligarcas, que se hicieron ricos cuando la antigua URSS se deshizo hace treinta años.

Mas que un hábil político, que a lo mejor también, Putin es un iscariote que hemos construido entre todos y tolerado demasiado tiempo. Sin duda estamos viviendo una nueva crisis de la razón y, en consecuencia, nos enfrentamos a populismos de diferentes colores y a irracionalidades de todo clase y condición.

«Putin rechaza a Ucrania cuando sus ciudadanos deciden ser libres porque quiere tener vecinos pobres sobre los que pueda mandar»

Putin es su genuino representante y abanderado de la desintegración del argumento y del debate racional, además de campeón de la posverdad, que no solo consiste en negar la verdad sino en falsearla, incluso en negar su prevalencia sobre la mentira. Así es la condición humana: el hombre se engaña a si mismo y, como escribió Koyré, miente por placer, «por el placer de ejercer la sorprendente facultad de decir lo que no es y crear, gracias a sus palabras, un mundo del que es su único responsable y autor». Ese es, ayudado por su censura, el dictador Putin.

Y, además, como es un ruin, y más allá de sus sueños imperiales, Putin practica la aporofobia. Y esa es una de las razones por las que invade Ucrania: Putin tiene miedo y aversión a un país vecino que es pobre (también lo es Bielorrusia, pero todavía está bajo su bota) y, en consecuencia, rechaza a Ucrania cuando sus ciudadanos deciden ser libres, demócratas e iguales. No le interesa a Putin que Ucrania crezca y se desarrolle. Putin quiere tener vecinos pobres sobre los que pueda mandar, olvidando –como escribió Adela Cortina,  la inventora del neologismo– que las raíces de la aporofobia se pueden y se deben modificar, «si es que tomamos en serio al menos esas dos claves de nuestra cultura que son el respeto a la igual dignidad de las personas y la compasión, entendida como la capacidad de percibir el sufrimiento de otros y de comprometerse a evitarlo».

En Putin, y en su camarilla de desalmados, brilla por su ausencia cualquier atisbo de compasión cuando ordena una guerra (inútil, como son todas las guerras) que está dejando miles de muertos y heridos, y millones de refugiados; ha roto en pedazos el mandato de que todos los seres humanos son iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros, como recoge el articulo primero de la Declaración de los Derechos Humanos.

El «no a la guerra» es el grito desgarrado y lleno de esperanza que debe unir a Europa y al mundo entero frente al autócrata Putin que, estoy seguro, nunca leyó aquello que escribió Cervantes en sus Novelas Ejemplares: «Si las almas son iguales,/ podrá la de un labrador/ igualarse por valor/ con las que son imperiales». Amén.

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