Economía

El natural encanto de la economía verde

La crisis financiera surgida en 2008 fue el punto de inflexión para un capitalismo que, a partir de entonces, parece más consciente del impacto social y ambiental de sus acciones. Hoy, las inversiones cada vez son más sostenibles.

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08
marzo
2022

Antes de la llegada del euro, en España el color verde era asociado con frecuencia al dinero, ya que esa era la tonalidad de uno de los billetes más populares y valiosos: el de 1.000 pesetas. Con la llegada de la moneda única europea, sin embargo, el verde perdió buena parte de su carga simbólica como referencia cromática del poder económico. Pero su adiós no era definitivo; hoy, gracias a la sostenibilidad, el color verde –si bien esta vez vinculado a la naturaleza– vuelve a teñir carteras, bolsas y mercados financieros no solo en España, sino en todo el planeta.

La crisis financiera de 2008 fue el punto de inflexión para que el capitalismo salvaje y sin escrúpulos, encarnado por Lehman Brothers y otras compañías financieras, dejara de tener carta blanca entre la opinión pública mundial. El colapso de la economía global y la ruina de millones de pequeños inversores demostró que la estrategia de un extremo laissez faire a la hora de ganar dinero había ido demasiado lejos. Desde aquel momento, no solo los reguladores, sino también los inversores y los pequeños accionistas comenzaron a mirar con lupa el destino que daban a su dinero.

La respuesta a aquella vorágine especulativa y aparentemente sin control que había llevado al planeta al desastre económico fueron los llamados criterios ESG, siglas inglesas que corresponden a los criterios ambientales, sociales y de buen gobierno. Estos se erigieron como las nuevas coordenadas con las que el sistema económico mundial quiso pasar página y abrir un nuevo capítulo en clave sostenible.

Las inversiones sostenibles introducen un ritmo más pausado a los flujos económicos

El cambio de modelo trae, así, las llamadas «inversiones sostenibles», es decir: aquellas que introducen un ritmo más pausado a los flujos económicos. Los rendimientos fulgurantes y exponenciales que tanto habían gustado solo unos años atrás comenzaron a dejar paso a rentabilidades más sostenibles a medio y largo plazo.

No obstante, la velocidad no es el único elemento que se modificó a partir de entonces de manera sustancial. Los inversores en este tipo de activos sostenibles empiezan a demandar a las compañías que, además de retornos económicos, también garanticen que sus actividades sean compatibles con las nuevas prioridades sociales. Hay quien incluso va más lejos, no dudando en sobrepasar ciertos límites con tal de asegurarse de que las compañías cumplen. Es lo que ocurre con los llamados «inversores activistas»: fondos de capital de riesgo o inversores particulares que presionan a las empresas para que incrementen sus acciones ESG, hasta el punto de amenazar con tomar el control accionarial de las mismas en caso de que no sigan sus recomendaciones.

Diversos instrumentos se encargan de vigilar que los inversores no reciben gato por liebre en esta clase de inversiones responsables. Son herramientas como el índice bursátil Dow Jones Sustainability Index (DJSI), del que forman parte las mejores empresas en cuanto a desempeño sostenible o The Sustainability Yearbook, publicación elaborada a partir de una evaluación de la dimensión ESG de las compañías a cargo de la firma especializada S&P Global. Así, lo que comenzó a la vez como una «moda» y una llamada de atención, es hoy una aplastante realidad que no deja de crecer: los activos mundiales ESG superaron en 2021 los 35 billones de dólares, el equivalente a algo más de un tercio del producto interior bruto mundial. Las previsiones de Bloomberg Intelligence, además, son alentadoras: apuntan a que superen los 50 billones en 2025. Las energías limpias, la movilidad sostenible, las ciudades inteligentes, los recursos naturales, la economía circular o la alimentación son algunas de las grandes áreas temáticas que concitan la atención de este tipo de inversiones.

Incluso un ámbito como el del emprendimiento tecnológico, que tradicionalmente ha dirigido sin ningún tipo de rubor sus miras hacia el gran éxito como meta última, parece apuntar últimamente hacia el bienestar del planeta como nueva y sorprendente hoja de ruta. El mismísimo Larry Fink, consejero delegado de Blackrock –el mayor gestor de activos en el mundo–, lo confirmó recientemente en su carta anual a los inversores mundiales, donde auguraba que los próximos 1.000 unicornios no «no serán motores de búsqueda ni redes sociales, sino start-ups que contribuirán a la descarbonización del mundo».

Pero ¿por qué el viraje sostenible del gran capital? El propio Fink se encarga de aclarar que no se trata de que los gurús del dinero se hayan vuelto ecologistas: su objetivo, como siempre, es velar por los intereses de sus clientes. Y en estos momentos, no hay mayor riesgo para esos intereses que financiar proyectos teñidos de un color distinto al de las necesidades marcadas por el planeta.

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