Siglo XXI

¿Cómo miramos a la muerte?

Aunque fallecer es la única certeza que podemos hallar en nuestras vidas, la forma de enfrentarnos a esta difiere entre culturas, sociedades e individuos. ¿Cuáles son las formas que revisten los ritos funerarios?

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04
enero
2022
‘Dos mujeres en la costa’ (1898), por Edvard Munch.

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Aunque morir es la única certeza de la que se tiene constancia desde el mismo momento que tomamos conciencia de la vida, todas las culturas ofrecen su particular respuesta al misterio de la muerte mediante la celebración de diferentes rituales. Los indios Calatias, que según cuenta Heródoto tenían por costumbre comerse el cadáver de sus padres, se quedaron horrorizados al enterarse de que los griegos solían quemar a los suyos. Los ritos funerarios son tan remotos como la aparición del hombre en la Tierra. Los primeros en practicarlos fueron los neandertales, que vivieron entre 230.000 y 40.000 años atrás. Así lo constata, al menos, el refugio rocoso de La Ferrassie, en Dordoña, donde un grupo de arqueólogos encontró varios esqueletos enterrados, entre ellos el de un niño de dos años. Uno de los monumentos megalíticos más importantes del mundo, Stonehenge, construido entre el 3.100 y el 2.000 a.C., custodiaba a su vez 25 cadáveres. En pleno siglo XXI, en la isla indonesia de Sulawesi, los torayanos desentierran cada tres años a sus muertos: los pasean, los cambian de atuendo y conviven con ellos un tiempo.

Los primeros en practicar ritos funerarios fueron los neandertales, que vivieron entre 230.000 y 40.000 años atrás

No es lo mismo, por tanto, morir en Europa, en Asia o en África. Y tampoco es igual morir en una ciudad que en un entorno rural, así como morir siendo creyente que ateo. Para las religiones del libro –judaísmo, cristianismo e islamismo– la muerte es consecuencia de un castigo divino, por lo que se impregna de un carácter doloroso y trágico, pero lo mismo entendían griegos y romanos, para los que morir era fruto del robo del fuego que Prometeo hizo a los dioses. La perspectiva de la muerte, por tanto, es aterradora.

En otros casos, no obstante, la perspectiva no es la misma. En el hinduismo, fallecer no es sino una mera transición: el cuerpo se va marchitando hasta que llega el momento en que el alma necesita uno nuevo; que sea mejor o peor, según sus creencias, dependerá de nuestro comportamiento en vida. En cualquier caso, la muerte marca un nuevo ciclo: de alcanzarse la perfección absoluta, no habrá necesidad de regresar al mundo, sino que se entrará en el Suarga (esto es, el cielo de los justos); por el contrario, si la iniquidad es extrema, tampoco habrá nuevas oportunidades: tan solo nos esperará el Naraka (es decir, el inframundo).

Hoy, en las sociedades occidentales, más bien nos quitamos al muerto de encima cuanto antes. La muerte se ha convertido en un asunto de mal gusto, obsceno; en un palpable tabú. «De las sociedades salvajes a las sociedades modernas, la evolución es irreversible: poco a poco, los muertos dejan de existir», llegó a escribir el filósofo Jean Baudrillard. Algunas ceremonias se han vuelto obsoletas, como el acompañamiento al moribundo, la muerte paulatina dentro del hogar o el prolongado velatorio al cadáver. Otros rituales sencillamente se han prohibido, como el paso del cortejo fúnebre por el centro de las ciudades o el entierro en una parcela propia; a la sociedad capitalista, sencillamente, le incomodan las pausas: morirse es ya un mero trámite, hay que hacerlo rápido para que todo siga (y todos sigan consumiendo). Queda el dolor de quienes sienten la pérdida, pero es posible hallar pastillas para ellos. La muerte ya no se entiende como un proceso de renovación generacional, sino como el final –siempre abrupto– del individuo. El duelo, de hecho, ya no es común y colectivo, sino individual. El rol de los ritos mortuorios, sin embargo, continúa presente: ayudan a canalizar los sentimientos humanos frente a la muerte de los otros –ira, dolor, rabia, impotencia– y refuerzan, además, los lazos de solidaridad. De este modo, los rituales permiten estrechar vínculos de fraternidad, acompañar al que queda desolado ante la pérdida radical.

Las madres chimpancés, por ejemplo, necesitan meses para separarse de sus crías –así lo atestiguó Jane Goodall– cuando mueren. Según comprobó la doctora Karen McComb, algo similar ocurre con los elefantes, quienes reconocen el cráneo y los colmillos de otros con los que compartieron su vida, reaccionando ante ellos, enterrándolos con hojas y mostrando evidentes síntomas de tristeza. Urracas y delfines hacen, a su vez, cortejos fúnebres a sus camaradas muertos.

Expresiones como «ritos cibermortuorios» no nos son ajenas: hoy es posible abrir blogs, chats o foros para recordar a quien se ha ido

No todo, sin embargo, lo inunda la tristeza: Nueva Orleans celebra los conocidos funerales de jazz con una banda de música que acompaña al féretro hasta el cementerio. De regreso, el ritmo se desata porque el alma ya descansa. En Ghana, toda la comunidad acude al velatorio para comer, bailar y apreciar el ataúd del difunto, el cual suelen personalizar los carpinteros de la zona. Más conocido es el Día de los Muertos celebrado en México, clasificado como Patrimonio Cultural Inmaterial por la Unesco. Los mexicanos acuden a los cementerios con viandas para pasar el día en las sepulturas de sus seres queridos, cantando y contando historias sobre ellos. Ese día se hornea también el pan de muerto (harina de trigo, leche, huevo, levadura, azúcar, sal, mantequilla y un toque de anís y naranja) y las calaveras de alfeñique (un dulce hecho de azúcar, chocolate y amaranto cuya historia se remonta el siglo XVI).

En las últimas décadas, y como corolario de la colonización de las nuevas tecnologías, podemos hablar de un concepto nuevo: la muerte en la era digital. Expresiones como «cuentas in memoriam», «ritos cibermortuorios», «cementerios virtuales» o «testamentos virtuales» no nos son ajenas: hoy es posible abrir blogs, chats o foros para recordar a quien se ha ido; la muerte, de nuevo, se exhibe públicamente. Mark Zuckerberg, creador de Facebook, no tuvo inconveniente en convertirse en sepulturero virtual al ofrecer a sus usuarios las llamadas «cuentas conmemorativas», pensadas para que los allegados del extinto sigan escribiéndole per secula seculorum. Escribirle, dejarle canciones, fotografías y vídeos en un sorprendente velatorio ilimitado. Incluso hay aplicaciones, como Eterni.me, que, por medio de algoritmos informáticos aplicados a la huella digital del interfecto, replica su personalidad y genera un avatar inteligente que va alimentando su propia cuenta. Es decir, que morir en la era digital es no morir del todo. Vivir para ver.

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