¿Sabe el ser humano qué hacer con su libertad?
La libertad nos acompaña desde que tenemos conciencia de nuestra existencia, aunque su significado ha sido ampliamente debatido a lo largo de la historia de la humanidad. Ahora, ante la pandemia y las posibles nuevas (aunque ya más que conocidas) restricciones de la sexta ola, su definición vuelve a disolverse.
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COLABORA2021
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Cuenta un mito de la antigua China que había una época en la que los seres humanos vivían en la tierra a merced de los espíritus. Las deidades podían cometer toda clase de agresiones si así lo deseaban con la certeza de que sus actos quedarían impunes. Un día, el sabio Cang Jie, adolecido por el devenir de sus semejantes se fijó en la naturaleza y creó los ideogramas, el lenguaje escrito. Los espíritus intentaron comprar a los hombres con lluvias de arroz y mijo que aliviaran su sed de hambre, pero fue inútil: los relatos volaron de mano en mano y el eco de la voz recorrió todos los rincones de la tierra conocida. Los espíritus, vencidos, desaparecieron. Y el ser humano quedó liberado.
La libertad nos acompaña desde que tenemos conciencia de nuestra existencia. Defendida como arma patriótica desde el inicio de las primeras civilizaciones hasta nuestro presente, donde retos colectivos como el medioambiental y el de la salud pública en tiempos de pandemia, donde las restricciones que aún se vislumbran en un posible horizonte y los ecos de la obligación de vacunación obligatoria subrayan una cuestión que palpita en cada uno de nuestros actos cotidianos: ¿Sabemos qué es la libertad o, por el contrario, sin haber encontrado aún las palabras adecuadas para describirla, somos víctimas del engaño de los oradores y la manera en que nos llega el mensaje?
Si a alguien debemos preguntar acerca del sentido de la libertad es a los filósofos. Si saben de física, mejor aún. Porque en ciencia se tiene claro que la energía de un sistema material, además de la configuración del espacio que ocupa, limita sus posibilidades de movimiento y estado. Como seres físicos somos potencialmente libres (podemos ser plenamente libres en un mundo ideal), pero las circunstancias condicionan esa libertad. Es decir; sí, pero no. Es fundamental conocer cómo se ha fraguado el concepto de la libertad a lo largo de nuestra historia.
Los estoicos creían que ser libres implicaba despojarse de las ataduras que nos atormentan
Los primeros pensadores de la antigüedad griega partían de un pesimismo en su concepción del ser humano: estamos sometidos a los designios del destino. Con la llegada de la democracia ateniense y la creciente toma de conciencia política de la población, el pensamiento de los sofistas,Sócrates, Platón y Aristóteles nos recordaban que el individuo va ligado a su sociedad. La libertad es, en consecuencia, la de la polis, la del conjunto. De esta manera, la ley se erige como mecanismo que arbitra las libertades individuales, y toda la ciudadanía debe vigilar los excesos del poder, desde los cargos de Gobierno hasta las acciones personales.
Esta concepción se eleva de la mano de la civilización romana, teniendo a Cicerón y posteriormente a los pensadores estoicos como principales desarrolladores. Estos últimos (Séneca, Marco Aurelio, etc.) serán quienes trasladen con mayor vehemencia la libertad de un plano político a uno más íntimo: ser libre es despojarse de las ataduras que nos atormentan, que nos roban la alegría, que nos apartan de la esencia de nuestra naturaleza. El sabio, es decir, quien bien sabe vivir, será el que aprenda a ser feliz reduciendo las necesidades al mínimo imprescindible y conserve la alegría. Postura que Mazdek el Joven también predicaría de un modo más rotundo y liberal (hay expertos que lo consideran el primer socialista de la historia) hacia el siglo V en el Irán del Imperio Sasánida, donde el libre albedrío dirige al ser humano a la alegría mediante la autoconservación y el discernimiento. Frente a la libertad, condicionándola, se encuentran la envidia, la cólera, la codicia, la venganza y la necesidad. No acabaron bien sus prematuros intentos de hacer comunales los bienes de ricos y pobres, pero aquel legado en uno y otro extremos del mundo se mantiene: la libertad entendida como un aspecto social, o la libertad como un aspecto personal desde la que se desprende la social.
Desde la Edad Moderna en adelante, es la complejidad de las sociedades la que conlleva una crítica de la política en torno a la libertad. En Utopía, el filósofo Tomás Moro imagina una isla ideal (de ahí el título y la palabra que ha llegado hasta nosotros) donde los sabios de cada clan y un senado al estilo del de la vetusta república romana toman decisiones en torno a la racionalidad en contra del capricho de los señores. Estas ideas se desarrollarían dos siglos después de la mano de los pensadores ilustrados –Locke, Kant, Smith, Rousseau, Voltaire…–, que incidirían en tres elementos clave: los derechos humanos, el deber de los ciudadanos de tomar partido en las leyes y la ‘voluntad general’; tres pilares que acabarían por dirigir el destino del mundo a la división de poderes, la carta de derechos humanos y al retorno de la idea de libertad como espíritu de la acción política.
A partir de la Edad Moderna, incidieron tres elementos clave en la concepción de la libertad: los derechos humanos, la acción ciudadana y la ‘voluntad general’
Stuart Mill impulsaría la libertad «liberal», considerando al individuo capaz de administrarla y con un límite que llega hasta donde interfiere dañinamente a la de otros semejantes, que es (de alguna manera) el tipo de principio que sigue imperando hoy en día. Esta mirada sería contestada por Thoreau primero (el individuo debe desobedecer si el Estado obra injustamente) y por el nihilismo de Dostoievski desde la literatura y de Nietzsche desde la filosofía, donde la persona, para ser tal, debe trascender de su contexto, alcanzando su libertad. Otros, como Tolstói, la plantearán desde una posición puramente ética: la libertad se alcanzaría, por tanto, ejerciendo el bien, como sostenían Sócrates y Platón en los albores occidentales.
Sin embargo, las desigualdades sociales, el auge de los movimientos obreros y la sangrienta primera mitad del siglo XX trasladarían de nuevo la libertad a su origen en el individuo, por ejemplo, encarnados en el existencialismo de Sartre y su ideal de libertad abstracta y el estudio del mal en Arendt; o en un renovado feminismo encarnado en figuras como Beauvoir o Butler. La libertad colectiva, en estos términos, se consigue mediante la liberación de la persona de unos clichés sociales, como mujer, como individuo, como ciudadano, sobre la mente y sobre el cuerpo. En la actualidad, con el auge de las nuevas tecnologías y el futuro incierto, pensadores como Byung-Chul Han o el español Emilio Lledó recalcan los peligros de nuestro presente para la primera de las libertades, la de pensamiento.
¿Sabemos ser realmente libres?
Volvemos al principio. Cang Jie, el creador de los ideogramas, no se equivocó al dar la palabra escrita a sus semejantes: con ella, desencarceló el pensar y el sentir, y las diferentes ideas se fueron propagando. Si bien hay acuerdo en que la libertad posee dos aristas, la individual y su impronta pública, no lo hay tanto en que, como individuos, cada cual esté plenamente facultado para saber ser libre.
En lo que coinciden filósofos, científicos y expertos es que conocernos a nosotros mismos y ser sabedores de los actos que vamos a acometer abre las puertas de una libertad que, antes que colectiva, es individual (y sus límites los impone la ética). De esta manera, la libertad radica nuestra libertad en ser nosotros mismos, en desarrollar nuestro autoconocimiento y en defender aquellos aspectos que son propios de nuestra naturaleza humana y hacen prosperar la sociedad que conocemos. Para ser libres debemos esforzarnos por conservarnos buenos, perseguir el bien y comprender lo más posible la realidad; o sea, en pensar. Todos nacemos libres, ninguno comenzamos nuestras vidas sabiendo ejercer nuestra libertad pero, como sugerían Aristóteles y los pensadores estoicos, podemos aprender a hacerlo cada día un poco más a través de la autoconciencia, el civismo y la participación política.
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