Cambio Climático

Despolitizar el cambio climático para poder discutir el futuro

Los efectos del calentamiento global nos afectan a todos por igual y, sin embargo, es su continua politización lo que dificulta poder llegar a encontrar una solución común.

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16
diciembre
2021

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En febrero de 2013, en la web The American Conservative, Andrew J. Bacevich, profesor emérito de Historia y Relaciones Internacionales en la Universidad de Boston, publicó un artículo abogando por una nueva visión del conservadurismo político. Todavía quedaban algunos años para la aparición de Donald Trump como principal actor político del populismo, como la figura que eliminó cualquier resquicio de entendimiento entre dos mitades de Estados Unidos que, desde entonces, viven en un clima de vigilancia y odio al adversario. Una situación que se ha terminado extendiendo por todo el mundo y que también en España ha encontrado el caldo de cultivo perfecto para que la convivencia política –y el consenso– sea casi imposible.

Bacevich: «En este caso, el tema central del conservadurismo debería ser ‘conservar’»

En Conterculture Conservatism, Bacevich desgranaba las ideas que podrían armar un conservadurismo político a la altura de nuestro tiempo, un conservadurismo que fuera consciente de los riesgos a los que nos vemos expuestos como especie y como sociedad. Entre estas situaciones, además de los problemas económicos fruto del capitalismo más invasivo o los ataques a la división de poderes, se encontraba, por supuesto, el cambio climático. Bacevich lo enunciaba así: «[Hay que] proteger el medio ambiente de los estragos del exceso humano. En este caso, el tema central del conservadurismo debería ser conservar. Si eso implica subordinar el crecimiento económico y el consumo material para preservar el bienestar del planeta Tierra, que así sea. Al promover esta posición, los conservadores deberían hacer causa común con los liberales que abrazan los árboles y que se alimentan de granola. Sin embargo, en el ámbito cultural, este cambio en las prioridades americanas inducirá una inclinación que probablemente encontrará especial favor en los círculos conservadores».

Esta visión de la lucha contra el cambio climático como algo transversal, sin embargo, no es la más habitual, y brilla por su ausencia en el contexto político internacional, pero también –y especialmente– en el español.

¿Es el cambio climático un concepto politizado?

En la película Vice, dirigida por Adam McKay, asistimos a las maniobras que Dick Cheney –a la sazón Vicepresidente del Gobierno de los Estados Unidos– realiza junto con un think tank de asesores de marketing para recalibrar el debate político. En el filme, un grupo controlado en un estudio de mercado respondía a la pregunta sobre si les importaba el «calentamiento global». La gran mayoría asentía. No obstante, entonces preguntaban: ¿y si lo llamamos «cambio climático»? Para aquel grupo, el asunto ya no importaba tanto: el cambio no es algo malo per se.

La lucha por el cambio climático ha estado, por lo menos desde hace 20 años, en el mismo saco que la lucha partidista. Tampoco se libran de la politización los grupos y las asociaciones que combaten el cambio climático. La nueva izquierda verde ha suplantado en la mayoría de parlamentos europeos –y lo mismo pasa en Norteamérica– a la izquierda obrerista y socialista, que mira más a los sindicatos que a las oenegés y a las empresas con conciencia social. El ejemplo reside en Alemania: en las últimas elecciones que dieron el poder a los socialdemócratas de Olaf Scholz en alianza con los liberales y los verdes, estos últimos estuvieron a punto de barrer del mapa parlamentario a la izquierda clásica de Die Linke, menos centrada en los problemas medioambientales y que logró resistir con el 5% mínimo exigido para mantener la representación.

El cambio climático es un concepto político por dos motivos principales. El primero, simple y llanamente, es porque las fuerzas políticas así lo han decidido: desde que dejó de ser un asunto propio de activistas y tomó forma en las instituciones a través de la Cumbre de Kyoto de 1997 –que buscaba el compromiso de los países industrializados para limitar y reducir las emisiones de gases de efecto invernadero–, las diferentes fuerzas políticas decidieron que harían campaña a favor y en contra, relativizando los problemas que suponía o poniendo el foco en cuestiones vinculadas al mero interés electoral. La segunda razón es que, aunque el cambio climático no sea un problema político per se, al tratarse de un cambio transversal que afecta al sistema económico y productivo imperante en todo el mundo en el último siglo, sí tiene consecuencias políticas. Al cambiar la forma de relacionarse con el planeta Tierra en sí mismo, cambia todo lo que deriva de este; es decir, todo.

Al cambiar la forma de relacionarse con el planeta Tierra en sí mismo, cambia todo lo que deriva de este: todo

Así, por ejemplo, el abandono necesario de los combustibles fósiles implica cambios en el modelo energético. Desde la Comisión Europea se insiste en reducir de manera drástica las emisiones de CO2 a pesar del encarecimiento del nivel de vida que esto supone debido a que las energías de sustitución no pueden suplir el uso de combustibles fósiles sobre el que se sustenta nuestra economía productiva. En este sentido, si bien el cambio climático no es en sí mismo un problema político, la falta de poder adquisitivo de los ciudadanos o los problema de adaptación de las industrias históricas que giran alrededor de combustibles fósiles sí forman parte de la conversación política habitual. Todo ello conlleva que se mire al cambio climático no únicamente como problema medioambiental, sino también económico. Por desgracia, la falta de compromisos y de colaboración publico-privada patente desde la Cumbre de Kyoto nos aboca a un problema económico que debería estar resuelto desde hace años.

No queremos vivir en un mundo post-apocalíptico

Para evitar el desastre, nuestros líderes tendrían que comprender la política como lo que debería ser: la consecución de retos positivos para el conjunto de la sociedad, independientemente de la ideología individual; gobernar para toda la ciudadanía y no entender la política como el mero choque de posiciones enfrentadas. Al fin y al cabo, el enfrentamiento ideológico solo es efectivo cuando no nos hallamos frente a emergencias de la magnitud que, por desgracia, ya tiene el problema del cambio climático. No se trata de renunciar a las ideas propias, sino de que cada uno enfoque el problema común en base a sus propias ideas.

El conservadurismo, tal y como apuntaba el profesor Bacevich, puede entender el problema como la posibilidad de conservar lo que tenemos. Los democristianos, por su parte, pueden abogar por no destruir la obra de Dios. Los liberales económicos por innovar y buscar alternativas rentables a un problema. La izquierda obrera puede abogar por luchar porque los puestos de trabajo que se creen tengan las máximas garantías laborales y que los obreros y trabajadores que vienen de los combustibles fósiles encuentren un relevo en su profesión. Los verdes, por su parte, podrían seguir con su camino de concienciación y presión a las instituciones.

Si no llevamos a cabo esta transformación, más mental que medioambiental, el problema que tenemos entre manos seguramente acabe por estallar. En la tragedia griega, el héroe protagonista se purga en su sufrimiento para la catarsis colectiva, aprendemos a través de él. En esta tragedia, la Tierra es quien protagoniza la tragedia, y es una lástima, porque no podemos purgar nuestras pasiones a través de ella sin vernos afectados nosotros. La Tierra es lo único que nos es común a todos, y el cambio climático exige una respuesta colectiva.

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