Opinión

Una guía para habitar el planeta

La experiencia del confinamiento ha generado en nosotros una serie de cambios completamente rupturistas en nuestra perspectiva del mundo. En ‘¿Dónde estoy? Una guía para habitar el planeta’ (Taurus), el filósofo Bruno Latour analiza nuestra actual relación con el planeta y con aquellos que nos rodean.

Artículo

¿QUIERES COLABORAR CON ETHIC?

Si quieres apoyar el periodismo de calidad y comprometido puedes hacerte socio de Ethic y recibir en tu casa los 4 números en papel que editamos al año a partir de una cuota mínima de 30 euros, (IVA y gastos de envío a ESPAÑA incluidos).

COLABORA
24
noviembre
2021

Artículo

Por ahora, lo que nos hace la vida imposible es ese conflicto de generaciones tan perfectamente descrito en el relato de Gregor Samsa. De alguna manera, desde el confinamiento, cada cual vive dentro de su propia familia.

En el cuento de Kafka aparecen, por un lado, sus familiares, siluetas de alambre –el padre obeso, la madre asmática, la hermana infantil–, a los que hay que sumar el «apoderado» apremiante, dos chachas jovencitas y horrorizadas, la asistenta «huesuda» y los tres inquilinos entrometidos. Y está ese Gregor, cuyo devenir-insecto prefigura el nuestro. Es más grueso, más pesado; le cuesta más andar, por lo menos al principio; sus patas, más numerosas, le estorban; su dorso rígido provoca un ruido sordo al golpear contra el suelo, pero puede conectar con muchas más cosas que ellos; por no hablar de su capacidad de trepar al techo. Por eso se siente más a gusto, ya que en sus peregrinaciones como atraviesa-paredes no encuentra nada que no le recuerde su aptitud para elaborar con gran soltura nichos, cúpulas, burbujas, atmósferas, en suma, interiores; no siempre confortables, pero escogidos por quienes los han formado –ingenieros, urbanistas, bacterias, hongos, bosques, campesinos, océanos, montañas u hormigueros– o, al menos, preparados por sus predecesores, muchas veces, además, sin haberlo buscado. Los parientes de Gregor, en cambio, son los que están emparedados en su piso demasiado grande y cuyo alquiler ni siquiera pueden pagar. Forzosamente, pues de interior solo tienen lo que traza, a ojos de los demás, el límite demasiado estrecho de sus mezquinos cuerpos. De modo que se han quedado confinados, mientras que Gregor ya no lo está. Hasta que no alcanza el verdadero exterior, al otro lado de la barrera, se queda en el interior de un mundo que a fin de cuentas le resulta bastante familiar. Para sus parientes, la exterioridad amenazadora empieza en la puerta de la calle; para el nuevo Gregor, la interioridad se extiende hasta los límites, aún borrosos, de la Tierra.

«Para el nuevo Gregor Samsa, la interioridad se extiende hasta los límites, aún borrosos, de la Tierra»

Las dos generaciones, la de antes y la de después del confinamiento generalizado, no se localizan del mismo modo. Decir que Gregor «no se entiende bien con sus parientes» es un eufemismo: sus distintos modos de medir son, se mire por donde se mire, inconmensurables. No es que las cantidades obtenidas sean distintas, son sus respectivas maneras de medir las distancias las que no tienen nada que ver. No es de extrañar que en el siglo XX, centrado en las «relaciones humanas», el relato de Kafka llegara a ser el ejemplo mismo de los «dramas de comunicación». Pero quizá andemos descaminados sobre la diferencia entre sus formas respectivas de orientarse por el mundo. En la de sus parientes hay algo que comprime literalmente, pues lo hacen a partir de mapas.

Se parte del universo, se pasa por la Vía Láctea, luego por el sistema solar, se llega a los planetas hasta sobrevolar la Tierra, luego se desliza uno por Google Earth hasta la República Checa y se acaba en Praga, en el barrio, en la calle, en el vetusto edificio, enfrente del hospital siniestro. Al cabo de este sobrevuelo, la localización de los familiares de Samsa quizá sea completa –sobre todo si añadimos los datos del catastro, de la policía, del banco y, hoy en día, de las ‘redes sociales’–, pero, en comparación con esas inmensidades, los pobres progenitores de Gregor quedan reducidos a la nada: un punto, menos que un punto, un píxel que parpadea en la pantalla. Localización final en el sentido de que termina de eliminar a quienes ha localizado por mera longitud y latitud. El píxel no tiene vecino, ni predecesor, ni sucesor. Se ha vuelto literalmente incomprensible. Curiosa manera de localizar.

«Empezamos a comprender que no tenemos, que nunca tendremos, que nadie ha tenido nunca la experiencia de encontrar ‘cosas inertes’»

Convertido en insecto, y por lo tanto en terrestre, Gregor se localiza de un modo muy distinto al de su familia. Tiene la dimensión de las cosas que ha digerido y dejado en su rastro y, cuando se desplaza, al principio con cierta torpeza, lo hace siempre paso a paso, por contacto. Por eso no hay nada que pueda aplastarlo localizándolo desde arriba y desde lejos. A pesar del bastón que blande el padre Samsa, ninguna fuerza puede aplastarlo o reducirlo a un píxel. Para su familia, Gregor es invisible, y su elocución, incomprensible; por eso, a fin de cuentas, hay que deshacerse de él («la ha diñado», anuncia con júbilo maligno la asistenta «huesuda»). Mientras que para Gregor son sus parientes los que desaparecen, aplastados y enmudecidos, si se localizan a la antigua, encogidos en su comedor, reducidos a sus cuerpos, confinados en sus pequeños ‘yos’, farfullando en un idioma que él ya no quiere entender. Esa es su línea de fuga.

Si seguimos el movimiento de Gregor, nos percatamos de que nosotros repartimos los valores de un modo del todo distinto. Ya no vivimos, literalmente, en el mismo mundo. Ellos, los de antes del confinamiento, empiezan por su yo chiquitín; le añaden un marco material al que llaman ‘artificial’ o incluso ‘inhumano’ –Praga, las fábricas, las máquinas, la «vida moderna»–; y luego, en tercer lugar, un poco más lejos, amontonan un maremágnum de cosas inertes que se extienden hasta el infinito y con las que no saben muy bien qué hacer.

Pero nosotros repartimos las cosas de otro modo. Empezamos a comprender que no tenemos, que nunca tendremos, que nadie ha tenido nunca la experiencia de encontrar ‘cosas inertes’.

«Todo es el resultado de unas potencias de obrar respecto a las cuales tanto los urbanitas como los rurales tienen cierto aire de familia»

Nuestra generación ha tenido que someterse, en un tiempo muy corto, a la prueba de no compartir ya esta experiencia, que para las generaciones anteriores era, supuestamente, tan común: todo lo que encontramos, las montañas, los minerales, el aire que respiramos, el río donde nos bañamos, el humus pulverulento donde plantamos nuestras hortalizas, los virus que tratamos de domesticar, el bosque donde cogemos setas; todo, hasta el cielo azul, es el resultado, el producto –sí, hay que decirlo–, el resultado artificial de unas potencias de obrar respecto a las cuales tanto los urbanitas como los rurales tienen cierto aire de familia.

En la Tierra no hay nada propiamente ‘natural’, si por ello entendemos ‘no tocado por ningún ser vivo‘: todo lo elevan, disponen, imaginan, mantienen, inventan, intrincan unas potencias de obrar que, de alguna manera, saben lo que quieren; o en todo caso se dirigen a una meta que les pertenece, cada una por sí misma. Es posible que haya ‘cosas inertes’, formas que se deshacen sin meta ni voluntad, pero para hallarlas hay que ir al otro lado, subiendo hacia la luna o bajando hacia el centro del globo, más allá del limes, en ese Universo que puede conocerse, pero del que nunca se podrá tener una experiencia corporal. Un Universo que conocemos bien porque se trata de cosas que se hunden poco a poco según unas leyes ajenas a ellas, de modo que su hundimiento es calculable más o menos hasta el décimo decimal. Mientras que los agentes que elevan y mantienen la Tierra siempre son algo difíciles de calcular porque, sin cumplir ninguna ley ajena a ellos, se obstinan en remontar la pendiente que los otros no hacen más que descender. Como siempre trepan a contracorriente de la entropía, con ellos suele haber sorpresas. Bien mirado, ‘infralunar’ y ‘supralunar’ no eran unas palabras tan malas para localizar el trazado de esta gran división.

«En la Tierra no hay nada propiamente ‘natural’, si por ello entendemos ‘no tocado por ningún ser vivo’»

Sería cómodo decir que la generación de tus padres ve la muerte en todas partes y que la generación siguiente ve la ‘vida’ en todas partes, pero el término no es el mismo para ambos. Quienes se consideran los únicos seres dotados de conciencia en medio de cosas inertes solo se cuentan como vivos a sí mismos, además de a sus gatos, sus perros, sus geranios y quizá el parque al que van a pasear, después de tirar a Gregor a la basura, al final del cuento. Pero para ti, que has sufrido la metamorfosis, ‘vivo’ no se dice solo a propósito de las termitas, sino también del termitero, pues sin termitas todo ese montón de barro no estaría dispuesto, erigido como una montaña en medio de un paisaje (y lo mismo se puede decir de dicha montaña y de dicho paisaje). Sin olvidar, recíprocamente, que las termitas no vivirían ni un instante fuera del termitero, que este es para su supervivencia lo que la ciudad es para los urbanitas.

Necesito una palabra que diga que, en la Tierra, «todo está vivo», si por ello se entiende tanto el cuerpo agitado de las termitas como el cuerpo rígido del termitero, tanto las muchedumbres que se agolpan sobre el puente Carlos como el propio puente Carlos, tanto el zorro como la piel de zorro, el castor como su dique, las bacterias y las plantas como el oxígeno que emiten. ¿Bioclástico? ¿biogénico? En todo caso, artificial, en el sentido, algo inhabitual, de que la invención y la libertad siempre están implicadas, y de ahí las sorpresas a cada paso. Sin olvidar la sedimentación a merced de la cual el termitero, el puente Carlos, la piel, el dique y el oxígeno duran un poco más que aquellos de los que emanan; a condición de que otras potencias de obrar, termitas, constructores, zorros, castores o bacterias mantengan su impulso. Contrariamente a las extrañas costumbres de la generación que nos precede, nosotros los terrestres hemos aprendido a usar el adjetivo ‘vivo’ para designar las dos listas, la que empieza por termita y la que empieza por termitero, sin separarlas nunca. Algo que los otros pueblos nunca habían olvidado.


Este es un fragmento de ‘¿Dónde estoy? Una guía para habitar el planeta‘ (Taurus), por Bruno Latour.

ARTÍCULOS RELACIONADOS

Una vida en nuestro planeta

David Attenborough

A sus 94 años, el naturalista plasma la destrucción ambiental provocada por la humanidad en el último siglo.

COMENTARIOS

SUSCRÍBETE A NUESTRA NEWSLETTER

Suscríbete a nuestro boletín semanal y recibe en tu email nuestras novedades, noticias y entrevistas

SUSCRIBIRME