Opinión

Una vida en nuestro planeta

En ‘Una vida en nuestro planeta’ (Crítica), el divulgador y naturalista David Attenborough recorre la historia de la degradación medioambiental a través de los 94 años de vida que le llevaron a ser testigo de la devastación humana en el planeta.

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03
junio
2021
El británico David Attenborough durante sus primeros años como naturalista. Fuente: Netflix.

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Soy una persona de otra época. No hablo metafóricamente, sino de forma literal. Llegué al mundo en un período que los geólogos denominan el Holoceno, y lo abandonaré, igual que todos cuantos vivimos en la actualidad, en el Antropoceno, es decir, el período de los seres humanos. El término «Antropoceno» proviene de una propuesta de nomenclatura efectuada en 2016 por un grupo de eminentes geólogos. Esta práctica de dividir la historia de la Tierra en una serie de períodos con nombre y particularidades propias es muy antigua. Cada uno de esos períodos se distingue de los demás en función del conjunto de características que muestran las rocas que lo integran y que lo diferencian de los anteriores y los posteriores: lo que se observa fundamentalmente es tanto la ausencia de algunas de las especies fósiles que florecieron en las eras previas como la aparición de otras nuevas.

Eso es algo que sin duda va a verificarse en los estratos de roca que se están formando en nuestros días. No solo van a contener menos especies que las capas de suelo que las precedieron, también van a exhibir una serie de marcadores totalmente nuevos: fragmentos de plástico, isótopos de plutonio (debido a la actividad nuclear), y una distribución mundial de los huesos de las aves domésticas. Los geólogos han sugerido que esta nueva época pudo haber empezado en la década de 1950 y piensan que debería recibir el nombre de Antropoceno, dado que es la especie humana, más que ninguna otra, la que determina sus peculiaridades.

«Hablamos de salvar al planeta, pero lo cierto es que si hemos de hacer todas esas cosas es para salvarnos a nosotros mismos»

No obstante, lo que para los geólogos fue un nombre generado por la simple aplicación de las rutinas científicas se ha convertido hoy, a los ojos de otros muchos estudiosos, en la más vívida expresión del alarmante proceso de cambio al que nos enfrentamos en el momento presente. Nos hemos convertido en una fuerza global tan poderosa que nuestra sola actividad está afectando al planeta entero. De hecho, el Antropoceno podría acabar siendo un período insólitamente breve de la historia geológica, ya que existe la posibilidad de que termine con la desaparición irreversible de la civilización humana.

No tiene por qué ser así. La irrupción del Antropoceno todavía podría venir a señalar el inicio de una nueva relación sostenible entre los seres humanos y el planeta. Podría constituir el período en el que aprendimos a trabajar de manera concordante con la naturaleza en lugar de en su contra, un período en el que desaparezcan en gran medida las diferencias entre lo natural y lo gestionado, ya que nos habremos convertido en atentos administradores de la Tierra entera, tras haber apelado a la extraordinaria resiliencia del mundo natural para lograr que nos ayude a recuperar la biodiversidad que un día tuvo, pese a haberla puesto nosotros mismos al borde del abismo.

Al final, seremos nosotros quienes decidamos qué versión del Antropoceno habrá de desarrollarse ante nuestros ojos. Puede que los seres humanos seamos criaturas ingeniosas, pero también es verdad que somos belicosos. Las guerras y las luchas por la hegemonía entre las naciones han presidido siempre nuestros libros de historia. Sin embargo, está claro que no podemos continuar por ese camino. Los peligros a los que hoy se enfrenta el conjunto del planeta son globales, y solamente podrán abordarse con éxito si los países dejan a un lado sus diferencias y se unen para actuar de común acuerdo en toda la Tierra.

«Los peligros a los que hoy se enfrenta el planeta son globales, y solamente podrán abordarse con éxito si los países dejan a un lado sus diferencias»

De hecho, hay precedentes de una cooperación de esa envergadura. En 1986, las naciones balleneras del mundo se reunieron y tomaron la decisión de poner fin a la matanza de ballenas de todas clases, ya que de lo contrario se exterminaría a tan extraordinarios y maravillosos animales. Es posible que algunos de los delegados presentes en dicha reunión accedieran a detener la caza por la simple razón de que, para entonces, el número de cetáceos se había reducido a tal punto que ya no resultaba rentable continuar persiguiéndolos. No obstante, es indudable que otros aceptaron el acuerdo movidos por los alegatos de los conservacionistas y los científicos. En cualquier caso, la decisión no fue en modo alguno unánime. De hecho, todavía hoy siguen estallando polémicas sobre el particular. Sin embargo, en 1994 se asignó el carácter de Santuario Ballenero Internacional a una región de cincuenta millones de kilómetros cuadrados del océano Antártico. Gracias a estas restricciones, se ha observado recientemente que el número de ballenas se ha incrementado, y en una medida de la que ya no quedaba memoria. un importante e influyente factor de los complejos mecanismos del océano se vio así restaurado y devuelto a una situación relativamente próxima a la que le corresponde por derecho. En el África central, donde solo había trescientos gorilas de montaña en la década de 1970, se ha conseguido firmar al fin una serie de acuerdos transfronterizos entre distintas naciones africanas, con lo que en la actualidad hay más de mil de estas espléndidas criaturas, y todo lo debemos a la dura labor y la valentía de varias generaciones de guardabosques.

Por consiguiente, está en nuestra mano actuar de manera concertada en el plano internacional –basta con tener la voluntad de hacerlo–. Ahora bien, debemos llegar a acuerdos que no solo se apliquen a un único grupo de animales, sino al conjunto del mundo natural. Serán necesarios los esfuerzos de un sinfín de comités y conferencias, y la rúbrica de innumerables tratados internacionales. El empeño ya ha comenzado, bajo los auspicios de las Naciones Unidas. Se están celebrando conferencias multitudinarias en las que participan decenas de miles de personas. Hay una serie de encuentros que se dedican a abordar los problemas derivados de la alarmante velocidad a la que se está verificando el calentamiento del planeta –una circunstancia que, según sabemos, podría tener consecuencias tan extensas como devastadoras–. Otro conjunto de debates se consagra a la protección de la biodiversidad, a sabiendas de que el conjunto de la interconectada red de la vida planetaria depende de ese factor.

Sería difícil enfrentarse a una tarea más abrumadora, y desde luego debemos respaldarla de todos los modos posibles. Hemos de urgir a los políticos a que alcancen un acuerdo, tanto en el plano local como en el nacional y el internacional, y habrá veces en que tengamos que instarles a subordinar el interés nacional a la promoción de un beneficio mayor y más amplio. El futuro de la humanidad depende del éxito de esas reuniones.

«Si hemos de seguir existiendo, vamos a necesitar algo más que la simple capacidad intelectual. Vamos a precisar sabiduría y prudencia»

Hablamos muy a menudo de salvar al planeta, pero lo cierto es que si hemos de hacer todas esas cosas es para salvarnos a nosotros mismos. Con o sin nosotros, el mundo salvaje se recuperará y volverá a imponerse. No hay prueba más espectacular de esta afirmación que lo que puede apreciarse ahora mismo en las ruinas de la modélica ciudad ucraniana de Prípiat, que tuvo que ser abandonada al explotar el reactor nuclear de Chernóbil. Al abandonar los oscuros y desiertos pasillos de cualquiera de sus bloques de viviendas vacíos se encuentra uno ante una visión de lo más sorprendente. En los treinta y cuatro años transcurridos desde la evacuación, el bosque se ha adueñado de la despoblada ciudad. Las raíces y tallos de los matorrales han resquebrajado el cemento y la hiedra ha dislocado los ladrillos. Los tejados se han hundido bajo el peso de la vegetación que se ha acumulado sobre ellos, y los brotes de los álamos y los chopos han perforado el asfalto. Los jardines, los parques y las avenidas disfrutan hoy de la sombra que les procuran las altas copas de los robles, pinos y arces que se elevan a seis metros de altura sobre el suelo. Bajo ese dosel frondoso prospera un extraño sotobosque de rosas y árboles frutales silvestres.

El campo de fútbol, que hace treinta y cuatro años sirvió de plataforma de aterrizaje a los helicópteros militares que se enviaron para llevar a cabo la evacuación de los habitantes de la ciudad, aparece hoy cubierto por un chaparral de árboles jóvenes. La vida salvaje ha reclamado lo que era suyo. Los terrenos en los que se asienta la población y el reactor en ruinas han sido transformados en un santuario para un conjunto de animales que rara vez se encuentran en otros lugares. Los biólogos han colocado distintas cámaras trampa en las ventanas de los edificios y han grabado imágenes que dan fe de la existencia de florecientes poblaciones de zorros, uapitíes, venados, jabalíes, bisontes, osos pardos y perros mapaches. Hace algunos años se procedió a soltar en este punto un puñado de caballos de Przewalski, casi extintos, y su número está ahora en claro crecimiento. Hasta los lobos han dado en colonizar la zona, libres ya del fusil de los cazadores. Parece que, por graves que sean nuestros errores, la naturaleza encuentra invariablemente una ingeniosa forma de enmendarlos –siempre que se le dé la oportunidad de hacerlo–. El mundo vivo ya ha superado diversas extinciones masivas en épocas anteriores. Sin embargo, los seres humanos no podemos dar por supuesto que nosotros mismos vayamos a ser capaces de hacer otro tanto. Si hemos llegado hasta aquí ha sido porque somos las criaturas más inteligentes que jamás hayan hollado la Tierra. Pero si hemos de seguir existiendo, vamos a necesitar algo más que la simple capacidad intelectual. Vamos a precisar sabiduría y prudencia.

El Homo sapiens, es decir, el «humano sabio», ha de aprender de sus errores y hacer honor a su nombre. Las personas que vivimos en el momento presente tenemos ante nosotros la formidable tarea de garantizar que la especie continúe viva en el futuro. No debemos perder la esperanza. Todos contamos con las herramientas necesarias para lograrlo, ya que disponemos de los pensamientos y las ideas de miles de millones de mentes notabilísimas y de la inconmensurable energía de la naturaleza –y está claro que esos instrumentos nos ayudarán a realizar con eficacia esa labor–. Y aún contamos con otro elemento más: el de la capacidad, quizá única entre las criaturas vivas del planeta, de imaginar un futuro y de poner los medios susceptibles de convertirlo en una realidad.

Todavía estamos a tiempo de introducir cambios, de modular nuestro impacto, de cambiar el rumbo de nuestro desarrollo y de volver a ser una especie en armonía con la naturaleza. Todo cuanto se necesita es la voluntad de hacerlo. Las próximas décadas van a suponer la última oportunidad de construir un hogar estable para nuestra especie y de reconstituir el variado, saludable y maravilloso mundo que heredamos de nuestros lejanos antepasados. Nos jugamos nuestro futuro en el planeta, el único lugar del universo en el que existe vida, hasta donde nos es dado saber.


Este artículo es un fragmento de ‘Una vida en nuestro planeta’ (Crítica), por David Attenborough.

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