Medio Ambiente

¿Quién dijo que los recursos eran infinitos?

En nuestras manos tenemos cientos de datos abrumadores: cada año consumimos un 20% más de recursos de los que se regeneran, talamos bosques más rápido de lo que crecen y pescamos a un nivel que los océanos soportan a duras penas. Es el resultado de una idea de progreso que dejó de venerar a la naturaleza para convertirla en una fuente eterna de materiales.

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24
enero
2022

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El Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), así como el resto de organizaciones ecologistas, llevan advirtiendo desde hace tiempo que la sobreexplotación de los recursos naturales del planeta está generando un enorme déficit imposible de reparar. Según los datos, cada año se consume un 20% más de los que se regeneran, un porcentaje no deja de aumentar. En otras palabras: los bosques se talan más rápido de lo que crecen, la pesca se practica a unos niveles que impiden la regeneración de la vida en los océanos y la emisión de dióxido de carbono supera la capacidad de absorción de la biosfera. Estamos expoliando a las generaciones futuras consumiendo a un crédito que nadie podrá reponer y cuyas consecuencias pagaremos todos.

Hasta bien entrado el siglo XIX –incluso el XX en algunas zonas– la población vivía fundamentalmente de la agricultura y la ganadería. Con una tecnología muy rudimentaria y tosca, resultaba indispensable la fuerza física de los hombres y los animales, de la que se obtenía una modesta producción. Fue a partir de la Revolución Industrial cuando el uso de fuentes de energía como el carbón permitió el empleo de maquinaria más sofisticada y eficaz que facilitó la producción a gran escala. Esto, si bien permitió mejorar la calidad de vida de muchas personas, dejó una huella ecológica irreparable. La segunda revolución industrial, sustentada en el petróleo, el automóvil y la centralización de la electricidad, colapsó a finales del XX, cuando la Humanidad ya sabía que los recursos se agotaban. No solo eso, sino que las transformaciones a los que los sometemos para obtener materias primeras y alimentos causan un nocivo impacto sobre la naturaleza y los seres humanos.

La idea de la utilización de recursos sin límites proviene de la Ilustración, cuando Locke desvaloriza en sus escritos la tierra

Pero ¿quién dijo que estos recursos eran infinitos? Aunque no es sencillo situar el momento exacto, esa idea de progreso y de recursos ad libitum viene de la Ilustración, que vincula la emancipación del hombre al desplazamiento de la idea de Dios, así como de dominar de modo absoluto de la naturaleza. El surco se abrió en el Siglo de la Luces, cuando el médico y filósofo inglés John Locke (1632-1704) desvaloriza en sus escritos la tierra por cuanto, a su juicio, proporciona tan solo los materiales en bruto, apenas sin valor por sí mismos. Su conclusión es que es el trabajo lo que constituye la mayor parte del valor de cada producto. Por eso exalta al homo faber, en cuanto productor de mercancías, como culminación de lo humano. Y se entusiasma con la creación del dinero, puesto que permite la acumulación de bienes, lo que para él contribuye al bienestar general.

Esta concepción persigue la autosuficiencia, por lo que considera a la naturaleza una esclava generosa. Una idea que se ve también en otros dos filósofos, Francis Bacon (1561-1626) y Descartes (1596-1650) quienes, apuntalados en la razón, practican una actitud optimista que deriva en la argumentación de que la industria acabará con la escasez, mejorará la calidad de vida y hará las guerras innecesarias. De hecho, Descartes habló de ella como un objeto, una res extensa frente al sujeto –la res cogitans– dando por sentado que la relación entre ambas habría de ser de subordinación. El sujeto es dueño del objeto, la naturaleza es propiedad del hombre.

A medida que avanza el progreso del ser humano en la historia, más filósofos comprenden la naturaleza como un producto a merced del hombre

Este razonamiento daba por hecho la infinitud de recursos naturales y la potestad humana de usarlos a placer, a diferencia de lo que ocurría con anterioridad, cuando la naturaleza era contemplada como un don precioso del que el hombre dependía para sobrevivir. Los medievales reconocían el valor de la naturaleza, proponiendo el respeto y cuidado exigido por el derecho natural. El racionalismo moderno rompió con esa visión y situó al ser humano por encima de todo, justificando el dominio absoluto sobre el resto de la naturaleza.

Considerada la naturaleza como mero objeto, queda ‘justificada’ la mentalidad depredadora de la producción y el consumo. El futuro siempre será mejor que el pasado –piensan los ilustrados, con un juicio más mágico que racional–. Hasta Kant, paradigma de la intelectualidad, considera que la plenitud de derechos va unida a la capacidad de libre disposición de propiedades, lo que le lleva a afirmar que el hombre no tiene deberes con la naturaleza, ya que de las cosas naturales puede disponer a su antojo.

La modernidad deja un ‘yo’ que considera todo lo externo como medio para su autosatisfacción o realización, y una naturaleza sojuzgada al dominio de ese yo. Habría que esperar a la década de los años 70 del siglo XX para que se fuera gestando una consciencia ecológica que, con datos en la mano, nos advirtiera de la sobreexplotación de recursos. Ni el petróleo, ni el agua, ni los minerales son ilimitados. Tampoco el aire, cuya calidad merma a unos niveles que provocan la muerte de siete millones de personas en el mundo. La cuestión es: ¿hasta cuándo seguiremos mirando hacia otro lado?

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