Medio Ambiente

«Para resolver las cuestiones energéticas también se necesitan filósofos»

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25
mayo
2022

Michael Marder (Moscú, 1980) atiende a cada pregunta con el esmero de quien busca verdaderas respuestas en el océano de la incertidumbre. Conversamos con el pensador e investigador del Ikerbasque, autor de ‘El vertedero filosófico’ (Ned Ediciones) sobre la importancia del mundo vegetal en el pensamiento y en la existencia humana, el reto de la descarbonización y el papel que juega actualmente la filosofía en los retos de la humanidad.


El libro centra su mirada en los rincones de la metafísica al mismo tiempo que atiende la cuestión ambiental. ¿En qué consiste su concepto de «pensamiento vegetal»?

Es crucial señalar que las cuestiones ambientales persisten en los rincones oscuros y en los márgenes de la metafísica occidental. Y esto sucede necesariamente, no por accidente. En su conjunto, la filosofía occidental con su aspiración a una universalidad abstracta representa una completa separación del lugar, de la incrustación en el medio de la vida, de todo lo que ve como un mero obstáculo en el camino a la abstracción. Las plantas, por otro lado, viven en unidad dinámica y comulgan con los lugares de su crecimiento, en simbiosis con hongos y bacterias, insectos y raíces de otras plantas. En este y en muchos otros aspectos, las plantas son las antípodas de la metafísica occidental, que se consolida por la vía de su exclusión y de imaginar el mundo de la abstracción sobre un modelo implícito de anti-planta. Mi concepto de pensamiento vegetal intenta recuperar ese lado suprimido. En última instancia, muestro que tanto el pensamiento como la vida que aún tienen futuro en estos tiempos sombríos son posibles únicamente sobre esta base.

En 2021 publicó en España su libro Chernóbil Herbarium (Ned Ediciones), donde combina reflexiones sobre la física nuclear y el mundo vegetal. Dos dimensiones de la realidad que parecen oponerse. ¿Cuáles fueron sus impresiones de Chernóbil y de su paisaje? ¿Hasta qué punto considera que el ser humano es responsable de lo que le sucede a las especies de seres vivos con las que convivimos?

Mi experiencia con la radiación de Chernóbil fue indirecta: de niño pasé casi dos meses en una zona de lluvia radiactiva inmediatamente después del accidente. La movilidad de las nubes radiactivas muestra que Chernóbil es un lugar que en sí mismo fue desplazado, que se expandió fuera de su ubicación limitada y viajó debido a los movimientos atmosféricos de las masas de aire. Extraordinariamente móvil, el lugar también fue desplazado en el sentido de que se volvió inapropiado para la habitabilidad humana: ya no era (ni sigue siendo) abierto, receptivo y acogedor para los seres humanos. Con la invocación del paisaje de Chernóbil, probablemente se esté refiriendo a estructuras abandonadas, frecuentemente cubiertas de vegetación, que todos hemos visto en fotografías y vídeos. Estos son, sin duda, los resultados del desplazamiento radical, tanto en su dimensión óntica como ontológica. Se podría decir que el lugar siguió siendo hospitalario para la flora y la fauna que regresaron después de la partida de los seres humanos. Pero este retorno puede ser de muy corta duración, dado que la radiación interfiere con las frágiles comunidades de descomponedores, los hongos y bacterias que viven en el suelo y «digieren» la materia orgánica. Sin la continuación de su actividad, el suelo de Chernobyl no se renovará y su potencial para sustentar el crecimiento futuro se verá drásticamente socavado.

«Las capacidades destructivas que la ciencia pone en nuestra mano no va al ritmo de la maduración colectiva humana»

¿En qué aspectos ha cambiado nuestra manera de relacionarnos con el entorno desde el desarrollo de la física nuclear?

No ha cambiado en absoluto, por desgracia. Esto es lo que tiene de peligroso el desarrollo de la ciencia y la tecnología: las capacidades creativas y destructivas que ponen en nuestras manos no van al ritmo de la maduración colectiva humana –consistente en el espíritu de cooperación–. Política, económica y psicológicamente la humanidad no ha sido preparada para recibir las aplicaciones prácticas de la física nuclear, involucrando al «átomo pacífico» en el corazón de la energía nuclear y las armas atómicas por igual.

¿Dónde se sitúa la biodiversidad en dramas humanos como el de Chernóbil? ¿Son las plantas unas supervivientes a la fragilidad de la vida y sus circunstancias (incluso cuando estas se revelan adversas)?

Las plantas son las supervivientes más hábiles. Su capacidad de adaptación a condiciones adversas es notable y, si lo piensas, han tenido mucho más tiempo en la escala evolutiva para practicar y perfeccionar estas capacidades que los seres humanos. Una parte de esta fuerza flexible radica en la diversidad: las plantas siempre la sostienen y la promueven, a diferencia de los seres humanos. El surgimiento de la agricultura ya fue un gran asalto a la biodiversidad vegetal y de otros tipos. La agricultura industrial y la proliferación de monocultivos es una continuación intensificada de esta tendencia. Como resultado, los cultivos son más propensos a las enfermedades parasitarias, sin mencionar que la agricultura industrial y los monocultivos que agotan el suelo. En estos fenómenos muy concretos veo las consecuencias de la metafísica occidental: un mundo moldeado sobre el ideal de la universalidad abstracta es el mundo de los seres homogeneizados, carentes de diversidad.

¿Qué aspectos podemos aprender entonces del mundo vegetal?

Todo: sus modos simbióticos de existencia, su relación con los lugares de crecimiento y vida, la forma no oposicionista en la que abordan los desafíos (a menudo volviéndolos ventajosos), sus métodos no violentos para obtener energía, su relación con el futuro –reponiendo el suelo para un crecimiento continuo–, su mutabilidad… Podríamos hablar de lo que yo llamo pedagogías vegetales ad infinitum. Si bien aún no es demasiado tarde, debemos aprender de las plantas, ya que, de lo contrario, la supervivencia de la especie humana y del planeta no estaría asegurada.

Thomas Hobbes consideraba que el hombre es un lobo para el hombre. ¿Tenemos aún margen de mejora? ¿O estamos, como especie, condenados a la autodestrucción?

La humanidad no está aprendiendo nada de la experiencia colectiva. La guerra sigue siendo una herramienta a disposición de los Estados soberanos y, en consecuencia, la política internacional es el mismo escenario que en la época de Hobbes, a pesar de la existencia de instituciones como las Naciones Unidas. Uno de los mayores problemas es la capacidad destructiva que se puede desatar en una guerra termonuclear. Hemos visto armas nucleares esgrimidas como un juguete amenazante en una especie de chantaje internacional por parte de líderes políticos, desde Kim Jong-un hasta Vladimir Putin. Al mismo tiempo, todavía me aferro a las intuiciones de los filósofos existencialistas sobre el ser mismo del ser humano como nada determinado, como lleno de posibilidades hasta el mismo fin (individual o colectivo). No obstante, estas posibilidades también son indeterminadas, para bien o para mal. Por extraño que parezca, la sensación de fatalidad está fuera de lugar, incluso y especialmente en un momento en que la desesperanza se profundiza y se amplía. Ya tenemos suficientes profetas de la fatalidad. Lo que necesitamos es un pesimismo sano, que no sea ni paralizante ni nihilista. Creo que sólo sobre la base de tal pesimismo puede florecer una nueva esperanza.

A su extensa obra se suma su ensayo El vertedero filosófico (Ned Ediciones). En este caso reflexiona sobre el concepto de ‘vertido’, de lo desechable. ¿Dónde nos sitúa eso en el plano más filosófico de nuestra existencia?

La idea es que el vertido y la disposición son mucho más que comportamientos en la actualidad. Más bien, mi sugerencia en este libro es que ‘vertedero’ podría ser una palabra apropiada para referirse a sí mismo en el siglo XXI. Dado que la realidad del vertedero es ontológica, impregna todos los aspectos de nuestra existencia, desde el mercado laboral hasta las relaciones interpersonales. Desde el vertedero de información que se acumula sobre nosotros hasta los microplásticos y pesticidas que ingerimos. Desde la atmósfera y los océanos remodelados en su carácter elemental o la contaminación industrial masiva. También la contaminación sensorial que nos impide apreciar vistas, sonidos o sabores más sutiles. Es decir, la extensión total del vertedero hace que nada ni nadie esté exento de él. Pero en lugar de buscar las islas de pureza virginal e intacta, debemos reconocer este dato ontológico y trabajar con él, y a través de él, para remodelarlo desde adentro.

«Debemos aprender de las plantas, porque la supervivencia de la especie humana no está asegurada»

También habla del hombre vertedero. ¿En qué consiste este concepto?

La mente es inseparable del cuerpo, y la unidad mente-cuerpo es inseparable de su entorno. Por eso la contaminación masiva se vuelve tan omnipresente desde el punto de vista filosófico: los microplásticos que ingerimos no solo se alojan en los tejidos de nuestro cuerpo provocando todo tipo de enfermedades, sino que también afectan la mente y el pensamiento. El CO2, los pesticidas y otras sustancias dañinas que liberamos al mundo exterior también terminan dentro de nosotros. Esto significa que la visión del ser humano como sujeto activo, manipulando la naturaleza del objeto, no se sostiene: al quemar el mundo, nos quemamos a nosotros mismos; al verter cantidades incalculables de materiales no descomponibles en el medio ambiente, nos arrojamos a nosotros mismos y al futuro de las generaciones de seres humanos y no humanos por venir. En este sentido, los desechadores que, eventualmente, nos hacemos a nosotros mismos lo que infligimos a los demás.

¿Existe algún legado del mundo del fast food en todos los niveles de la sociedad?

Si consideras que el mundo de la comida rápida es el mundo del basurero, entonces la cuestión del legado es muy complicada. El vertedero crece en gran parte gracias a la no descomposición de lo que se amontone en él, y así emerge como un gigantesco monumento a escala planetaria. La época geológica del Antropoceno, cuando los desechos indescomponibles y la contaminación han formado una de las cortezas terrestres, es otro nombre para esta monumentalización, que es, supongo, el legado al que se refiere usted. Concretamente en lo que respecta a la comida rápida (extendida más allá del contexto alimentario habitual, aunque este contexto sigue siendo relevante: basta pensar en las hamburguesas de las cadenas de comida rápida que han conservado su aspecto original años después de ser elaboradas), su solidez es inversamente proporcional a las tasas de descomposición: la comida rápida está sujeta a digestiones lentas, a desequilibrios metabólicos de todas las escalas de la existencia, desde las fisiologías de nuestra digestión hasta el metabolismo planetario. Este desajuste de escalas de tiempo me preocupa. Un solo caso de beber de un vaso de espuma de poliestireno es seguido por siglos de decadencia; un destello de ignición, activando la energía de los combustibles fósiles, contrasta con los millones de años que tomó la materia vegetal y animal para petrificar, licuar o gasificar y los siglos de estragos que el calentamiento global resultante causará en la Tierra.

Otro momento interesante de El vertedero filosófico es cuando hablas de ‘toxicidad ontológica’. ¿Qué quiere decir?

Primero, necesitamos entender exactamente qué significa toxicidad en contraste con, digamos, el veneno. Un veneno, liberado, por ejemplo, por una serpiente, está destinado precisamente al objetivo del animal en una situación defensiva. Los efectos de las toxinas son mucho más difusos e inespecíficos; al igual que la radiación, afectan indiscriminadamente todo y a todos en su camino. Frente a los herbicidas, un niño humano que juega en el pasto es tan vulnerable como las plantas no deseadas tratadas como malas hierbas, como los insectos que habitan este ecosistema, como los pájaros que se acercan a picar semillas o insectos… La toxicidad ontológica es el conjunto efecto del basurero, donde todos y todo es desindividualizado, expuesto, indiferente e indiferenciadamente apuntado con una fuerza letal lenta. Es el efecto palpable del vertedero.

Usted nació en Moscú, pero desde joven reside fuera de Rusia, actualmente en España. ¿Cómo percibe la guerra de Ucrania? ¿Cree que Europa está en riesgo de retorno a un nuevo periodo de conflictos intestinos?

He abordado la trágica situación que es la guerra en Ucrania en múltiples ocasiones, a veces en colaboración con un filósofo ucraniano residente en Kiev, Anton Tarasyuk. La guerra en Ucrania es parte de la incapacidad de Putin para aceptar el colapso de la URSS en 1991, el evento que él siempre llamó «el mayor desastre geopolítico del siglo XX», mucho antes de la reciente invasión no provocada y la agresión genocida. Sin embargo, no creo que solo Putin tenga la culpa. En todo caso, Putin es un síntoma de la condición que afecta a una gran parte de la población rusa, incapaz de llorar la pérdida del imperio (desde el antiguo imperio zarista hasta el reformado en la Unión Soviética). En este sentido, la guerra iniciada por Rusia en Ucrania debería ser una advertencia para los estados europeos, en particular para las antiguas potencias coloniales, como España, Portugal, Reino Unido, Francia, Italia… Aunque está en marcha, el trabajo de duelo por la pérdida del imperio necesita ser logrado. No hay salidas fáciles, como glorificar y fetichizar francamente partes de las antiguas colonias: las fuentes de la «culpa blanca» que está produciendo tal alivio y placer inconsciente por sí mismo deben ser pensadas, analizadas y abordadas.

La Unión Europea lleva décadas realizando crecientes esfuerzos medioambientales. Sin embargo, no parecen ser suficientes, como se deduce del dilema en torno a la dependencia del suministro de combustibles fósiles desde Rusia. ¿Se está trabajando en la buena dirección? ¿O la apuesta por el refuerzo nuclear liderado por países como Francia aboga a una época en la que la naturaleza volverá a ser olvidada en el viejo continente?

Es una locura afirmar que el desastre ambiental puede resolverse mediante una transición verde a fuentes de energía nuclear. Ni siquiera en materia de seguridad técnica en las centrales nucleares que han sufrido grandes accidentes, como en los casos de Three Miles Island, Chernóbil o Fukushima. Tampoco me estoy refiriendo a los problemas de almacenamiento de materiales nucleares gastados. Más bien es que nuestro modelo predominante de producción y consumo de energía se mantiene sin cambios, independientemente de las fuentes de combustible que se favorezcan en tal o cual momento de la historia. Este modelo es invariablemente extractivo-destructivo: nos esforzamos por extraer la potencialidad que alberga lo actual, desechando aquello de lo que se extrae como una cáscara inútil. El escupir del átomo, en este plano filosófico, no es diferente del fracking o de la combustión de materiales para producir energía. Además de economistas, científicos y políticos que dirijan la transición de un tipo de extracción a otro, necesitamos filósofos y académicos en humanidades energéticas para plantear las difíciles preguntas de qué es realmente la energía y qué paradigmas energéticos son concebibles o deseables.

«Es una locura afirmar que el desastre ambiental puede resolverse mediante una transición a fuentes de energía nuclear»

¿Cree que el ecologismo seguirá teniendo futuro en tiempos líquidos y vertigonosos?

Innegablemente, el ambientalismo y el pensamiento de la ecología hoy en día están teñidos de matices reactivos. Si hay un interés tan intenso por estos temas es porque un mundo habitable está a punto de volverse inhabitable. Uno está tentado de decir, con Hegel, que los fenómenos aparecen en toda su claridad ante el ojo de la mente cuando están a punto de desaparecer; cuando, demasiado maduros, ya están a punto de decaer y morir. Esta idea parece aplicarse al ambientalismo y al pensamiento ecológico: están en su mejor momento porque su objeto está al borde del colapso. La buena noticia es que no hay peligro de que el activismo y el pensamiento esencialmente reactivo desaparezcan: los desastres naturales se van a intensificar, dando lugar a más tuits y lamentaciones que simplemente cambiarán de un área geográfica a otra. La mala noticia es que, por urgente que sea nuestra reacción, no nos lleva a desarrollar una noción de ecología positiva. En lugar de tal noción, encontramos visiones de armonía idílica, una malla indiferenciada o enredos, una palabra de moda ideológica actual que intenta compensar la ausencia de pensamiento. En resumen, estamos atrapados entre una versión catastrófica de la naturaleza y una versión idealista que canta alabanzas a todo lo contrario. Una noción positiva de ecología, que aún está por pensar, no rehuirá la negatividad que ha marcado la noción catastrófica; más bien, no procederá de un sentimiento reactivo, por más movido que esté, a pensar con el mundo o los mundos habitados por seres humanos y no humanos.

¿La metafísica sigue viva en la filosofía? ¿Hasta qué punto los pensadores y los científicos deben cooperar para el desarrollo del conocimiento?

La metafísica está viva en los productos de nuestras industrias: como señalo en El vertedero filosófico, las ruinas de los sistemas de pensamiento pasados, desde la antigua Grecia y Roma hasta las tradiciones chinas, desde el gnosticismo hasta los Vedas indios, no son los magníficos naufragios de antaños mundos; son los escombros que habrán cristalizado en toxicidad ontológica. La verdad del platonismo (nótese que no estoy diciendo «de Platón») es el uranio empobrecido. La realización histórica del confucianismo es la guerra contra la naturaleza que oculta el cielo sobre Beijing a los habitantes de la ciudad o lo arroja sobre ellos con la sopa de productos químicos en que se ha convertido el aire. La metafísica también está viva bajo la apariencia de ideologías, del llamado sentido común que (en sí mismo como un basurero) contiene rastros de ideas metafísicas sin conexión con sus fuentes o los contextos en los que surgieron. Al mismo tiempo, no debemos confundir el conocimiento y el pensamiento con la metafísica.

«Estamos atrapados entre una versión catastrófica de la naturaleza y una versión idealista que canta alabanzas a lo contrario»

De hecho, el conocimiento y el pensamiento sólo tienen futuro en la medida en que son no metafísicos o postmetafísicos. Aquí, las colaboraciones de pensadores y científicos son cruciales, pero siempre debemos preguntarnos «¿para qué?» con respecto a tal desarrollo colaborativo del conocimiento. ¿Deben perseguirse para hacer que las industrias sean más competitivas o que el mundo sea más habitable? ¿Apuntan a estudiar al «otro» o incluso a nosotros mismos en aras de una mejor y más efectiva manipulación de los estudiados? ¿O para aprender con o del otro, para encontrarse con el otro «a medio camino», como lo planteo en Plant-Thinking a propósito de nuestro otro vegetal? En mi caso, he seguido estudios colaborativos con científicos de plantas, centrándome en temas de inteligencia vegetal, porque, en primera y última instancia, dichos estudios reconocen y confirman el estado de las plantas como sujeto, en lugar de objetos meramente pasivos de conocimiento. Estos esfuerzos son continuos e inagotables, verdaderamente sostenibles y sostenidos por la alteridad de nuestro otro vegetal, incluida nuestra propia vegetalidad en gran medida no reconocida.

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