Opinión

De la estirpe de las amazonas

En ‘De la estirpe de las amazonas’ (Wunderkammer), la periodista Esther Peñas reconstruye el origen y legado inmortal de las amazonas, desde sus fuentes más remotas hasta las apariciones en el arte, la literatura o el cine, y su perpetuación en mujeres que, desde diversas disciplinas, pueden considerarse continuadoras de su estirpe hoy.

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26
octubre
2021

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El poder es causa de amenaza para cualquier sistema, régimen u organización. Por supuesto, para cualquier ser humano. El hecho de que lo posea quien históricamente ha carecido de él lo hace más temible. En el caso de la mujer, el miedo (cerval) surgía ante la mera posibilidad de ello, ante la hipotética conquista de ese poder. A lo largo de la historia, el poder ha cometido todo tipo de atrocidades para consolidarse, acallar al distinto, sofocar la disensión. Los nombres propios más temibles ostentaban algún tipo de poder, bien humano, bien sobrehumano, cuando no concurrían ambos.

Una mujer con poder o una mujer que pudiera tornarse poderosa era un riesgo que masculinamente había que atajar. Las amazonas, como ejemplo de gobernanza al margen del sistema imperial, nómadas, libres, soberanas, sin necesidad de encadenarse a nada ni a nadie, constituían un peligro explícito: cuanto no esté sujeto a norma la cuestiona.

Acaso por ese motivo, el hombre, el pensamiento patriarcal, fue construyendo el discurso del monstruo, de lo execrable por distinto encarnado e incardinado en la mujer mediante leyendas, mitologías, textos, obras plásticas o películas, presentándola –siempre que desafiase lo dispuesto– como vagina dentata, mantis religiosa, viuda negra, deforme hechicera o bruja, amputándole un pecho, incluso, para hacer más patente la monstruosidad que representa. Ha sido, con el transcurrir de los tiempos, el modo masculino de ahogar los miedos, ver al otro, a la mujer, como aquello que nos cuestiona, porque la formulación simbólica del otro, del diferente, es un mecanismo que permite reformular la propia identidad.

Lo femenino, la mujer, se ha asociado a la naturaleza y a lo salvaje frente a lo masculino, que tiene su acorde en lo civilizado y racional

Quebrantar el esquema de sumisión femenina no podía quedar impune, tenía que recibir su correspondiente castigo. La recreación de la muerte de Pentesilea no es inocente, desactiva su virulencia. Lo mismo que sucede con Eurídice, castigada al infierno dos veces, la última y definitiva por la impaciencia de su amado Orfeo. Lo femenino, la mujer, se ha asociado a la naturaleza, lo salvaje, frente a lo masculino que tiene su acorde en lo civilizado y racional. Pero lo salvaje es, por naturaleza, imprevisible. Lo salvaje fraterniza con lo indómito, con el inconsciente, con el instinto. De ahí el terror que puede suscitar una mujer capaz de desmarcarse del cometido asignado por la estructura patriarcal.

Las amazonas tenían conciencia de igualdad, les resultaba inverosímil la mera idea de ser inferior al hombre, hablando en términos de sexo; contaban con el animus, esa fuerza instintiva que en los cuentos populares revela el conocimiento y la capacidad de autogobierno. Jung utilizó ese mismo término para denominar las cualidades tradicionalmente masculinas que habitan la mente femenina. Astucia, coraje, valor. Por derecho, las amazonas vivían como querían hacerlo, sin necesidad de tratar de imponer su sistema de organización.

Simpatía por el diablo

Para que no cundiera el ejemplo de aquellas que vivían de manera distinta al imperio, se comenzó a anatemizar a la mujer. Si conseguían desactivarla de partida, la dejarían tan constreñida que no habría posibilidad siquiera de rebelión, insumisión, de susto. Y lo consiguieron. Basta recordar cómo terminan las amazonas: recibiendo muerte o silencio. En los catipulum Episcopi o canon Episcopi (pasajes que se encuentran en el derecho canónico medieval, circa 900), ya se recoge la tendencia de las mujeres a dejarse tentar por el diablo, lo que obliga y recomienda que cuanto de ellas provenga se ponga en cuarentena. Es sospechoso, está manchado de raíz. Esos legajos recogen los errores de «ciertas mujeres malvadas» (quaedam sceleratae mulieres) que, engañadas por Satanás, creen unirse en ceremonia a la diosa pagana… ¡Diana!, bajo cuya advocación encontramos a las amazonas. Según esos textos, de autoría anónima, durante las horas de la noche estas mujeres recorren grandes distancias cabalgando sobre bestias para encontrase con «su ama».

No es casual que «femenina» contenga «fides», es decir, fe, y «minus», es decir, menos: criatura de menos fe (que el hombre)

De ahí fue fácil llegar a ese grimorio sádico y perverso, el Malleus Maleficarum o Martillo de las Brujas, escrito y compilado por dos monjes dominicos alemanes, Heinrich Kramer y Jacob Sprenger. Es uno de los tratados más importantes para descubrir brujas y saber cómo ajusticiarlas, elaborado en el Renacimiento. Las brujas, las adoradoras del Maligno. Las brujas, es decir, mujeres que gozaban del sexo, druidesas, contestatarias. Subversivas. No es casual que «femenina» contenga «fides», es decir, fe, y «minus», es decir, menos. Criatura de menos fe (que el hombre, por supuesto). De ahí que fueran –algunas, las indómitas– vicarias de Satán.

Una vez designadas como brujas, sin réplica que no deviniera en anatema, se les atribuía un vademécum de poderes maléficos (vuelos nocturnos, maldiciones, pócimas inverosímiles… e incluso la capacidad de metamorfosis, como transmutarse en gatos). Aquellas mujeres que se significaran, siquiera mínimamente, transgrediendo la ley, eran condenadas.

El imaginario masculino describía casi con delectación morbosa la depravación moral de que era capaz la bruja, no reparaba en adjetivos o frondosidades semánticas para que conociéramos su fealdad física: pústulas, verrugas, gesto avieso, amargura supurando de las arrugas, un mohín acuchillando los labios, cierta locura transmitida por línea materna… Lo peor vino después, cuando el ideal masculino cae en la cuenta de que hay mujeres al servicio del mal sin signos externos que prevengan, antes bien, de una belleza fatal, pese a tener –como escribió Machado– el «alma fea» o, al decir de Idea Vilariño, el «alma barata». Y lo bello al servicio del mal no es sino la antesala de lo siniestro.

(…)

Cada una de ellas, de esas mujeres que trataron de vivir al margen, de desanudar la soga que las sojuzgaba, acabaron mal. Ellas, que se instalaron en las afueras, a orillas de los confines del sistema. Pero el poder es masculino, y lo masculino entendió la alteridad como enemigo. Y la combatió. Sin embargo, lo otro nos conforma. Por más que nos opongamos y lo neguemos. Somos uno y su contrario. Los antropólogos han demostrado la tendencia de la mente humana a ordenar sus categorías por oposiciones binarias: hombre frente a mujer u orden frente a anarquía. Así llegamos al siglo XXI en el intento de combatir la mirada masculina como única válida proyectando sobre la mujer sus prejuicios de pasividad. El eterno femenino solo es bello en la canción de La Mode.

Lacan nos habla de la falta. La falta no de esto o aquello, sino «la falta del ser, propiamente hablando». Provoca el deseo, lo enciende, la falta. Falta como castración. El pecho ausente. Lo que nos coloca del lado de la vida. La sed, no el hambre. De la falta se obtiene el poder. No el poder que se legitima aniquilando al otro, sino el poder que se evidencia a sí mismo. Mujeres dueñas de su destino. Al fin y al cabo, sabemos quién nos hizo creer que el ethos femenino se restringía a lo privado. Ellas, las amazonas, organizaron lo público y lo común, también lo individual; frente a las distintas maneras de dominación que la han hostigado, la mujer que pelea y que se da a sí misma el lugar que merece como inspiración, como ejemplo de coraje, de independencia, de nobleza bravía.


Este es un fragmento de ‘De la estirpe de las amazonas’(Wunderkammer), por Esther Peñas.

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