Opinión

La foto (que pudo ser) perfecta

Hay lugares en el mundo donde a los pobres nunca nadie los ha contado, porque nunca nadie los quiere ver.

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11
octubre
2021

La foto perfecta eran ellos –los tres niños– asomados detrás de la columna de hormigón. Curiosos, esquivos, traviesos. Estaban asustados ante la cámara del fotógrafo y reportero que escribe estas líneas y que, finalmente, desde el coche, solo captó el desdén de ella y la inocencia de los otros dos chicos jugando con basura en el suelo. La perfección, en algún lugar del mundo, también tiene mucho de suerte. 

Sucedió hace unos días, semanas quizá. Eran los últimos días del verano, pero el aire se antojaba ya frío y el sol ardiente: así es siempre en la llanura detrás de la zona boscosa que reviste a la capital mexicana. ¿El lugar preciso? Metepec: un municipio del Estado de México (a hora y media de la Ciudad de México), hermanado con la localidad madrileña de Villanueva de la Cañada, uno de los municipios con mayor renta per cápita en el país, y que, igual que su fraterno español, tiene un nivel de vida muy superior al del resto de la zona colindante. No obstante, en sus aceras, que siempre le dan la espalda al lujo y al ostento de sus mega centros comerciales y sus pretenciosos restaurantes, la realidad aparece in purezza con ‘fotografías’ que pudieron haber sido perfectas (claro, de haber sido hechas). Porque la miseria, en los márgenes de la opulencia, además de jugar con la suerte (y la basura del suelo), también desafía a la poesía.

El sol de otoño y la pobreza que nadie quiere ver

Ya es otoño. Hoy es uno de sus primeros días. Me encuentro en un paraíso montañoso de pinares que (de no ser por los problemas de la gestión del agua, la corrupción municipal, el urbanismo improvisado y eructado en grises de hormigón y maderas roídas que contrastan con el diseño alpino de los chalets acompañado del ruido de los disparos de un vecino borracho) fácilmente podría ser un enclave del norte de España. Y es que en México –no importa dónde– el contraste es la constante. En México –no importa dónde– alguien vive mejor porque otro vive peor. No obstante, hoy el otoño ha relevado al verano y, por lo menos aquí, ha salido el sol.

En la calle principal del pueblo –que, de alguna manera, resume toda la indigerible realidad mexicana– hay un perro tomando el sol, un señor enfermo hablando solo, una chica rubia y joven esquivando una charca con su hijo, y alguien en un coche de lujo que ignora (o pretende ignorar) a todos en esa calle. ‘Unos’ (un grupo de cuatro o cinco hombre) están bebiendo cervezas en la acera… ‘Otros’ (que difícilmente se dejan ver fuera de sus chalets y coches de alta gama) ya están disfrutando de sus caballos, motos o tomando una copa en sus amplios jardines.

«¿Por qué nos pasamos la vida midiendo el tiempo?»

Podemos decir que todo sucede en el mismo espacio, pero arriesgado sería decir que se trata del mismo lugar.

Mientras todo eso ocurre, en mis manos hay doce postales del Archivo de Indianos, uno de los modestos souvenirs que se venden en ese archivo/museo de la emigración asturiana hacia América. Esa gran casona azul enclavada en Colombres, alguna vez se llamó Quinta Guadalupe: una residencia que perteneció a Íñigo Noriega, un asturiano que –como tantos– se embarcó hacia México siendo joven, con el futuro (aún vacío) repartido a la mitad en sus bolsillos, pero que pronto terminó siendo uno de los hombres más ricos de aquel país norteamericano –y amigo del entonces presidente proeuropeo Porfirio Díaz–. Es la historia del ‘niño’ Noriega, quien salió de casa con hambre y volvió años después como Don Íñigo siendo un magnate. La suerte, en algún lugar del mundo, también tiene mucho de perfección.

Mi padre toca esas postales. Son nuevas, pero intentan ser viejas: lo dice su papel rugoso, lo sugiere la reproducción de los carteles publicitarios de los viajes trasatlánticos que cambiaban el rumbo de Europa y de América a finales del siglo XIX. Él, mi padre, y yo, hablamos de viajes: de Asturias, de San Sebastián, y de uno a Cádiz que quizá jamás haremos. No hablamos –por supuesto– del dolor, de la incertidumbre de no saber cuándo nos volveremos a ver. Tocamos las postales y los rayos del sol nos tocan a nosotros: se cuelan, desde las nubes, a través de los pinos y reverdecen el césped, como si quisieran hacernos creer que estamos en un pedacito de Asturias y que siempre nos volveremos a ver…

«A los que viven en el margen de la opulencia nunca nadie los cuenta; nunca nadie los ha contado»

¿Qué es el tiempo? ¿Por qué nos pasamos la vida midiéndolo? ¿Los viajes son tiempo? ¿Serán espacio?

Hace un año, estaba en estos mismos lugares: en Metepec y en el ‘paraíso’ boscoso a media hora de allí. Entonces, también fotografié a quienes viven al margen (de todo). Eran tiempos muy pandémicos y aún no existían las vacunas. Ni ellas ni ellos llevaban mascarilla: ellas y ellos vivían (¿seguirán viviendo?) en la calles. «¿Por qué no llevas mascarilla, quieres que te regale una?», pregunté a una chica que pedía monedas en los semáforos y que llevaba a un niño pequeño a cuestas. «No te responde porque no habla español», me dijo un peatón. Otra sonrió al pedirme monedas intentando lavar el parabrisas del coche en el que viajaba. Después, cuando vio que saqué la cámara fotográfica me miró de reojo con desprecio.

Según Ali Ruiz Coronel, investigadora de la Universidad Nacional Autónoma de México y experta en poblaciones vulnerables, no existen cifras oficiales acerca de cuánta gente vive en situación de calle en México (en la red pulula el número 6.754, pero sólo corresponde a la capital del país y es una mera estimación). Tampoco las hay sobre cuántas de ellas murieron durante la pandemia. A los que viven en el margen de la opulencia nunca nadie los cuenta. Nunca nadie los ha contado. Pero, paradójicamente, el rechazo social (quizá) los salvó.

Clic. Foto. Clic. Foto.

¿Existe ‘la foto perfecta’? Será que la perfección, en algún lugar del mundo, quizá tenga mucho que ver con la suerte. O, tal vez, la suerte sólo sea un accidente de la perfección. A lo mejor (o a lo peor) la suerte sólo es poesía instantánea. Mientras tanto, hoy es otoño, las lluvias se han ido. Y en México, en este mismo instante, ha salido el sol.

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