Opinión
Citemos a Churchill (pero escuchemos a Kennedy)
Con los tímidos tambores marcando un nuevo enfrentamiento entre potencias podemos seguir citando a Churchill, pero más vale hacer caso a la historia (y a John Fitzgerald Kennedy).
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Winston Churchill, como erudito y político de gran oratoria, no solo era imprevisible, sino también divertido en sus intervenciones públicas. En cambio, el recurso a sus citas –reales o atribuidas– es una de las costumbres más previsibles de la conversación pública. Especialmente cuando se trata de posicionarse ante un conflicto con una posible derivación bélica. Esto puede comprobarse fácilmente cada vez que leemos análisis que pretenden recordarnos que la vieja política del «apaciguamiento» ante Hitler, practicada por Reino Unido contra el criterio de Churchill, fue un inmenso error que la humanidad pagó a un alto precio con la Segunda Guerra Mundial. La frase más representativa de dicha crítica decía: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra»; el apaciguamiento no ha pasado con buena imagen a la historia.
Inmersos como estamos en una carrera tecnológica entre dos polos cada vez más distantes entre sí, con importantes avances en inteligencia artificial, armamentos refinados y conflictos híbridos que producen una constante «niebla de guerra», conviene no mirar a Churchill, sino a otro líder muy citado –en ocasiones, por los mismos individuos– que hubo de enfrentarse a una situación límite: John Fitzgerald Kennedy y la crisis de los misiles de Cuba en 1962. Un conflicto que tenía el potencial de desembocar en una guerra nuclear y que, por tanto, generó verdadero pánico durante los trece días que duró (y ante el cual los militares estadounidenses pidieron a Kennedy mano dura contra el apaciguamiento por el que optaban los asesores civiles). Aquí se daba la casualidad, no obstante, de que el padre del presidente había sido embajador de Estados Unidos en Londres y defensor, además, de la posición del entonces primer ministro, Neville Chamberlain, ante Hitler.
Conviene mirar no a Churchill, sino a Kennedy, que hubo de enfrentarse a la situación límite de la crisis de los misiles
Uno de libros de cabecera de JFK era Los cañones de agosto, de Barbara Tuchman, sobre la Primera Guerra Mundial. Lo había leído a fondo durante su convalecencia, tras haber caído herido en la Segunda Guerra Mundial, y en él basó su posición conciliatoria –apaciguadora si se quiere– ante la URSS dos décadas después: los políticos y generales que fueron a la batalla en aquel verano de 1914 creían que la guerra sería cosa de semanas, y que en Navidad todos celebrarían en casa la brillante victoria. A la postre, todos desconocían que las herramientas que creían que les facilitaba ese escenario estaban ya fuera de su control precisamente por su propio refinamiento.
Ahora que suenan los tímidos tambores de una nueva Guerra Fría, y mientras nos situamos en medio de las innovaciones tecnológicas más vertiginosas, sigamos citando a Churchill todo lo que queramos, pero más vale hacer caso a John Fitzgerald Kennedy.
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